sábado, 7 de agosto de 2010

Montemor O´Vehlo Coimbra 7 de Agosto 2010



Llegué al desayuno confiado en que podría desayunarme a Herzog. Suponía la plaza de Montemor vacía, como un desierto en vida. Sin embargo, en la terraza, Jose Luis y Amelia ya apuraban sus cafés. Me hicieron un gesto para que me sumara, y la conversación duró hasta que no quedó sombra. Fernando no bajaba y ya empezábamos a achicharrarnos. Llegamos a Coimbra cerca de las 15:00. El reloj lo decía bien claro: 39ºC. Así estuvo hasta las 19:00, todo el tiempo en que duró la visita. Fuimos subiendo por las calles desencastradas en busca de Inés de Castro, que nunca estuvo si es que alguna vez lo estuvo. Esas calles portuguesas enamoran. Tienen lo que otras no tienen: el misterio, y una especie de eco, como si pudieran retumbar desde otro tiempo. Tienen la soledad y el bullicio, albergan del mismo modo la saudade que un adiós definitivo. Son, sin ser. Arriba, la universidad parece, sin embargo, haber muerto. Sus patios externos más bien parecen los grandes espacios alemanes de los treinta. Desde arriba, Coimbra vive. El río, como un hálito. A casi cuarenta grados ni siquiera ese río refresca. Las fuentes nos salvan, con su sonido. Y a última hora, cuando ya el sol abandona, nos zambullimos en Figueira de Foz, a expensas de un agua fría sin condescendencias, antes de darnos al pescadito y a una nueva versión de El Exilio y el Reino. De Coimbra me quedan las calles, los claustros, y estos dos pequeños rincones en los que brilla la luz, abandonados.

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