sábado, 21 de agosto de 2010

FUERTEVENTURA. 15 de Agosto


Día de la virgen. Si la fotografía es cacería, el cazador debe tener sus pies enteros. De camino hacia el faro, mucho antes del amanecer, mi cojeo es invisible. Cuando la luz sale, a tientas, arrastrándose por detrás de las nubes bajas, queda en el horizonte mi cojeo como una cartografía sobre el desierto. Alcanzar un faro a cinco kilómetros puede ser como hollar el Everest. Y entre paso y tropiezo, adivina el ojo una luz o una sombra, ensaya un milagro, busca un misterio, o simplemente intuye el movimiento de una posible presa. Que casi siempre escapa, ilesa. Así queda el fotógrafo: cansado, dolorido, y con la cesta llena. Incapaz de saber lo que caza. Busca con la aficionada intuición de un deseo que es, probablemente, un deseo ancestral. A mi lado, Juanjo exprime sus últimos discos lumbares en busca también de una luz. Cuando nuestro ojo se desgasta, apenas ha empezado el día. Son las 9:30. Cristina se despereza y Fuerteventura nos exprime el jugo de sus papayas. Así quedamos tendidos sobre la arena, entre el bullicio de los infantes, a la orilla de un mar piscinoso (que es virtud) e iluminados de pechos dorados. Entre los gritos, escucho a Werner Herzog subir el barco de Fitzcarraldo hacia la cima. Y siento por este hombre una honda empatía y un profundo agradecimiento. Su metáfora y su empresa, lejos de considerarla locura, la encuentro libre de todo gesto pretencioso. Su lectura me apacigua tanto como los secretos pensamientos y recuerdos de los últimos días. Y el pez rey y los mejillones hacen el resto. Quedo a disposición de la tarde. En la tarde, por los acantilados que van desde el Cotillo hacia el Norte, caminando por la senda del acantilado, llegamos a la playa del Águila. Bajé por las escaleras de la muerte, dándole esquinazo. Y abajo, arropado y asediado y amenazado por el acantilado soñé que vivía y soñé que volaba.

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