domingo, 8 de mayo de 2016

Vana gloria (el día después de la Transvulcania).

 Me revuelvo la pereza del día después y decido bajar al puerto a última hora de la tarde. No encontraré ninguno de los maravillosos atardeceres de la costa oeste de la Palma, ni actividad, ni sol, ni otra cosa que el ambiente de un día de lluvia, pero quiero bajar al puerto. Bajo trotando y animoso. El gris es como una escala de Jakob, con infinitos peldaños. Y estos días son el traje perfecto para recordar la poesía alemana del XIX. Con la calma humana resuena más fuerte la naturaleza, y en ese continuo de grises aparece ese "unheimlich" que tantas maravillosas imágenes le dio a Eichendorf. Pero yo no bajo buscando a Eichendorf y mucho menos una escala de Jakob que me lleve a Dios. Busco sólo una playa tranquila a última hora de la tarde...
 Y entonces me lo encuentro; un podium abandonado, en una esquina, con restos de basura, unas cintas que recuerdan de qué fue, y unos carteles tirados por el suelo. Es la memoria, creo, la que lo abandona, lo desterra la immediatez, es la idolatría la que lo quema. Porque son nuestras formas de pensar las que crean los espacios, las que crean ídolos, las que crean mitos. Un podium es un espacio sagrado, porque es un pedestal. Y un pedestal es el lugar en el que se dignifican los dioses y las cosas; pero estos dioses son de muy distinta índole, y los hay hasta para proteger todas las actividades diarias. En este juego existe un diálogo múltiple; el pedestado protege, el que sube al pedestal "cuida" al pedestado. Y así se mantiene el equilibrio. Luego ese pedestal es un espacio de dignificación, pero no de idolatría. Cuánto nos estamos equivocando. Abandonamos los espacios sagrados y los usamos corrompidos por el presente para una idolatría desmemoriada. Sólo nos sirven para la foto. Los espacios no existen, sólo existen las proyecciones virtuales de esos espacios. Hoy, la red. Nuestros ídolos están en su mayor parte atrapados en esa red, como Marte y Venus, para exposición pública. Y como ellos, serán castigados con dureza, no por los olímpicos, sino por un arma aún más afilada: por la desmemoria. Porque en esta locomotora desenfrenada, como le gustaba llamarla a Benjamin, hemos perdido en gran parte los carriles verdaderos. Incluso el cristianismo prohibió durante mucho tiempo la idolatría, con el fin de buscar a Dios en el corazón, hasta que descubrieron el inmenso poder de la publicidad, afición a la que se inclinó incluso Gonzalo de Berceo, de una forma que hoy nos parece ingenua. Pero cuánto tenemos que cambiar nuestro modo de pensar si queremos un mundo sin tanta frustración, sin tanto prozac, sin tanta exclusión. Esta mañana Ana Dora nos contaba cómo, después de encontrar cuatro pollitos en un contenedor, metidos en una bolsa cerrada, casi asfixiados, pudo sacar a dos y salvarlos, y cómo, uno de ellos,ya gallina, más adelante, envenenada por alguno de los químicos que deben echarle al plátano, apareció moribunda. La cogió, la metió en casa, le dió leche con una jeringuilla, le hizo tomar potasio, magnesio, le movilizó el tórax rígido, le abrió las alas... y aunque durante días y semanas no reaccionó, siguió haciéndole ejercicios y ungüentos estomacales sólo por el hecho de que aún respiraba, aún siendo incapaz de mantenerse de pie. Un día, sin embargo, la gallina se mantuvo en pie, y sobrevivió a tal punto que, hace unos días, tuvo pollitos. En mi pedestal no sé si poner a la gallina, como hizo ella, o a Ana Dora misma. Pondré dos,o a las dos, para no equivocarme. Para que no pierdan su sitio como ese podium nimio y abandonado en la esquina inferior izquierda de esta foto, llena de la inmensidad y no contaminada por la vana gloria.


Aún me pregunto demasiadas cosas sobre la Transvulcania. Existe, en estos grandes acontecimientos, la misma dialéctica que se produce en “el campo”. La isla bonita es, para unos, el mito de lo natural, para otros, un clima perfecto, pero para los habitantes verdaderos de la Palma, los palmeros, es completamente otra cosa. Bares con hombres apostados a las puertas, un índice de población en paro altísimo, crudeza con lo animal (no quiero reproducir aquí las pequeñas historias que he oído sobre trato de podencos, de caballos, ni sobre el general abandono de los animales una vez que las condiciones económicas menguan). Ambas posturas son comprensibles y no difieren en absoluto de las que por toda la península se dan de forma habitual. Aquí una estructura primitiva, con los hombre apostados a las puertas de los bares, una cultura alimentaria “visiblemente” insalubre, y esa combinación del abandono con lo salvaje. Sin embargo, nobleza. Es la misma combinación que tiene la transvulcania. Esa parte maravillosa, en la que se combina el reto con lo natural, y esa masiva espectacularización de las cosas, en la que a más videntes más beneficios publicitarios. Muchos de nuestros males vienen por la idea de la competición, en cada rincón de nuestra vida diaria. Sin embargo una cierta idea competitiva es positiva, estimulante, deseable. Ay, Horacio, siempre con tu “mediocritas aurea” sobre nuestras cabezas. El equilibrio es difícil, porque ¿quién puede sostener el evento sin ayuda de los sponsors? ¿Cómo, aún así, pueden ser los premios tan insignificantes para la talla de los corredores?  Sin duda, no sobra el soporte.  Sin embargo, una vez superada la línea de lo sostenible empiezan las preguntas incómodas. La cantidad de corredores ha sido tal, que el evento activa “una” economía palmera, sin duda, pero ¿es al menos debatible el impacto ambiental? Sabemos que la movilización masiva es primitiva; lo vemos en el fútbol.  Está basada en dos aspectos: la cantidad y el volumen. La cantidad crea la masa, la idea de Herder de la pertenencia ampliada. La idea de grupo, la protección. El volumen activa esa masa, la enloquece. ¿Pero tiene eso algo que ver con nuestra idea inicial, con las motivaciones profundas que nos hacen deambular por la montaña? ¿Con el silencio y la soledad que de verdad nos mueven cuando uno contra uno o uno con el otro nos movemos por estos maravillosos lugares, cuando dialogamos con el viento, con la lluvia, con el calor o con el frío, con la ceguera de las nubes o con la ceguera que produce el sol de frente? Ahora me siento a escribir frente a un inmenso platanal. Y hay calma, una gran calma. Una maravillosa calma. La vestimenta del gran grupo es lo que ya Wyoming llama “ir vestido de zafarrancho” ¿hace falta eso para correr, y más aún, para correr por “el monte”? De la Transvulcania me queda la emoción propia de haber podido correr dos carreras en tres días, con cierta intensidad, doce meses después de destrozarme el pie bajando de Peña Cenicientos como un animal. Doce meses casi sin poder correr. Eso es lo que más me alegra, el pie está casi bien, ahora podré correr de nuevo. Me quedan también la imagen de Luis, roto, llegando a meta, de Sage, la alegría de Zaid, las lágrimas de la francesa, la hermandad en carrera, el mar de nubes casi llegando al Pirigoyo, el amanecer en el faro, Marija madrugando para acercarme a los llanos. Pero me sobran decibelios, me sobran el exceso del material, otra camiseta para acumular sobre las anteriores, más polyester inútil, y otras pequeñas cosas, más mías. Pero estamos hablando, a pesar de todo, de un acontecimiento pequeño, no comparable con ninguno de los grandes eventos deportivos (o no deportivos) con los que convivimos habitualmente. No pretendo comparar la transvucania con ellos, ni demonizarla en absoluto. Una de las series de fotos que espero exponer pronto se llama “pensar las cosas”, sólo eso pretendo; pensar las cosas. Que la sorpresa no nos pille demasiado tarde.  Mi experiencia en la TRV es positiva, en cuanto a organización y respeto. Pero tengo ganas de volver a subir yo solo por aquellos senderos, de volver a escuchar como en los días previos, cómo se mueven los lagartos entre las hojas a mi paso, oír de nuevo ladrar a los perros, al mar otra vez por encima de los micrófonos, quiero otra vez todo el viento contra mi, y el miedo de las alturas cuando no estás acompañado, quiero pararme de nuevo arriba en la torre del Time a hablar con Antonio y perderme de nuevo entre las chumberas. Quiero llegar al mar desde arriba y ser el cuadro de Friedrich. Esa pequeñez de lo individual frente a la grande, inmensa naturaleza. Como en las horas interminables de la ría bajo la araña de Bourgois, a la que Cremades le descubrió un nombre: Águeda. Ese nombre me recuerda el tamaño de las cosas frente a nuestra insignificancia. Pero al mismo tiempo, quiero volver a correr la transvulcania, ya, de nuevo. Quién sabe.