sábado, 21 de agosto de 2010

FUERTEVENTURA. 18 de Agosto


Nos pusimos en marcha todo lo pronto de lo que fuimos capaces. Y hay que alabar aquí a los que más le cuestan estos quehaceres. Con el miedo del mito terrible de la pista que lleva a Cofete, mito que traen de otros años Juanjo y Cris, sin saber si podremos llegar al fin de la isla, avistar el finisterre del sur, nos ponemos en marcha. En una gasolinera cercana a Morro jable, que es el espanto de esta isla, no la gasolinera sino Morro jable, producto de la idea que la inmigración inglesa y alemana tienen de lo que significa el sur (idea por otra parte tan alejada de la realidad como el pollo del jamón de jabugo), paramos. Paramos, claro, en la gasolinera. Echamos gasolina (mitad dentro mitad fuera, porque este depósito está roto, de eso no hay duda) y nos tomamos algo. Es como el Farwest; una gasolinera de estación, un lugar en el que no pasa nada, y, donde, sin embargo, podría pasar algo horrible, descabellado. Después tiramos pista arriba, tras pedir permiso para seguir (¡¡¡Pedir permiso para seguir por una pista que lleva a un mirador, porque es privada, bienvenido a Canarias!!! ). Desde arriba nos emocionan dos cosas: la vista de la pista perdida en la calima, y la costa, la playa de Cofete, como una gran linde en el norte, a lo largo de la lengua que queda una vez atravesado el istmo. En aquel mirador, en el que las cabras se entremezclan con las piedras, Cristina llora su vértigo. Ver Cofete desde el cielo nos evita buscarlo desde la tierra, así que nos dirigimos al faro, entre montañas desérticas, y grietas en las paredes. La pista es transitable. Sólo en dos momentos rozamos con los bajos la piedra. Al final, tras atravesar la arena y las “dunillas del pequeño arbusto”, acompañados de un coche con tres bellas italianas, que parecen perseguirnos (lo que hace la literatura) llegamos a nuestro destino: no el faro, sino el lugar donde comeremos el maravilloso caldo de pescado. A saber, está cocinado con cherna y papa canaria. La cherna me recuerda a aquella cherna que conseguí en Catalina, de cuatro kilos, y que llevé, cogida por la cola, mientras atravesaba “la central” con aquella bici sin frenos, así que les cuento la historia a Cristina y a Juanjo. La imagen es linda para mi memoria, pero supongo que la enjundia para un tercero debe ser poca. A ese caldo le añaden, sin duda, comino, y sal, además de menta. El resultado es bueno, aunque no sublime (hoy Juanjo no deja de hablar de lo sublime, desde su mirada de “pintor que toma imágenes”). Con ese caldo hacen un gofio denso, que se come con las capas de cebolla, como si fueran doritos. Al lado, el mejor mojo picón de todos estos días, para echarle a las papas. Salimos de allí con el caldo de pescado haciendo equilibrios con el límite de nuestras laringes. Ahítos, vamos. Fuera, la foto. Una hélice eólica junto con unas caravans fijas, bajo un cielo vivo. Subexpongo sin querer y tomo la foto. Me quedo feliz. Después, en una terraza, bebemos unos cafés que imitan a capuchinos, mientras hablamos de un tema complicado: el amor. La conversación es mucho más concreta, claro. Al final se nos va el tiempo, cuando ya hemos conseguido comprender a nuestros prójimos con más certezas, y el viento se levanta como un monstruo, una bestia. La sombrilla amenaza con volarse, la arena se levanta contra nuestros ojos, el mar brama… Con dificultad llegamos a la puerta del coche, que apenas podemos abrir, y de allí al faro, desde donde vemos el finisterre de Fuerteventura: allí donde acaba la tierra ruge el viento. Volvemos lentamente, atravesando la isla. Cerca de la medianoche hago a esta maravillosa pareja un arroz con pollo y trigueros, y, poco a poco, bajo la noche de lo divino, damos cuenta de una estupenda botella de Tarsus, que se queja, vacía, muy de madrugada…

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