sábado, 3 de julio de 2010

Robledano

Me extrañó que Robledano tardara tanto en volver de su paseo con Ágata. Aunque le acababa de conocer, parecía lo suficientemente despierto para no dejarse encerrar por la noche o la montaña. Me preguntaba, en la espera, mientras el marido de Ágata desgastaba el parqué del Hall del hotel, con sus idas y venidas nerviosas, de dónde coño le vendría el sobrenombre de Robledano. Había un cierto misterio, un tabú, rodeando ese nombre. Ágata tenía esas formas que impiden siempre la sospecha; la forma de andar, de decir, de mirar. Una señora. Bien plantada, pero una señora. Me la imaginaba con Robledano camino del bosque y sentía que algo no concordaba. Era como la niebla en la noche. Sin embargo, nada nos permitía dejar volar la imaginación. Álvaro la llamaba sin poder contener los nervios. “Nada, no hay cobertura, sigue apagado”, decía, desinflándose en suspiros. Eran casi las diez menos cuarto. Hacía ya tiempo que hubiéramos debido empezar a cenar. Fuera había dejado de llover.

-Tu puta entrevista-, le dijo entonces Álvaro a López, - tenías que hacerme la puta entrevista…

López sonrió, era hombre de sangre fría, un tío sosegado. Conocía los nervios de Álvaro desde que hacía dieciocho años entraron en una empresa de distribución de bebidas carbonatadas; Álvaro de contable, López de mozo de almacén.
López quería montar la entrevista de Álvaro, grabada en vídeo, como inicio de un documental sobre el futuro de la empresa española, una idea con la que quería empezar una cierta carrera cinematográfica, en la esfera documental, que apaciguara sus inquietudes sociales y artísticas.

- Venga, Álvaro, coño, relájate, que no pasa nada…- le contestó, cariñoso.

Aunque Saint Bertrand de Comminges era un pequeño pueblo abierto, en la Occitania francesa, en el que la Catedral de Notre Dame parece protegerlo todo, los Pirineos por todas partes nos causaban inquietud. Mientras que Álvaro parecía inquietarse porque a Ágata le hubiera pasado algo, López y yo parecíamos pensar con más picardía. Lorena no decía nada. Así estuvimos hasta las diez y media; una inmensidad. En recepción habían llamado ya a la Gendarmerie, y no hacían sino servir a Álvaro unas absurdas infusiones de té de arce.

-Il ne pluie plus, monsieur-, le decían, - il faut tenir la calme.

Ágata y Robledano llegaron cerca de las diez y media, sonrientes. “Se nos hizo tarde y no nos dimos cuenta”, dijo Ágata, como si tal cosa. Robledano no dijo nada. Estaba serio. Álvaro se mordía los labios, y López “le pasaba la mano”, como a él mismo le gustaba decir, para “achicarle la congoja”.

Habíamos hecho el viaje con la única intención de recorrer la Occitania francesa en mountain bike, y no nos prometíamos otra cosa que pistas, caminos estrechos, trialeras pedregosas y embarradas, y unas enormes vistas al Pirineo. Algo idílico, debíamos pensar.
Al día siguiente, antes de bajar a desayunar, después de asomarse por la ventana y ver de nuevo las nubes y esa puñetera lluvia, Álvaro le dijo a López:

- ¿Fue él el que te pidió que me hicieras la entrevista, verdad?
- ¿De qué cojones me estás hablando?,- le contestó López.

Pero no contestó; se quedó en un mutismo cerrado que lo enrarecía todo, y del que, aunque aún no lo sabíamos, no saldría.

- Hoy va a ser día de trialeras, de bosques, de garrapatas. Un día grande, ya vereis, - dijo Lorena.
- Si no lo estropea el barro-, dijo Álvaro, de muy mala gana.
- Venga, Álvaro, el barro es caricia para la piel-, añadí.
- Y coz para el ciego-, cerró él.

Creo que el enfado de Álvaro fue fruto de algún tipo de pensamiento inescrutable. No fue fruto del miedo ni de la rabia, ni siquiera de los celos. Quizá fue la lluvia, pero creo que fue un enfado basado en sí mismo, fruto de una extraña necesidad de enfadarse, de una necesidad de mantenerse de por sí, pero nada más. A pesar de los arrumacos de Ágata, aquello se convirtió en inercia.

- ¡¿Nos quieres contar qué cojones te pasa?!
- Me pasa la estela del ave fénix entre las orejas-, contestó.
- Qué extraño -, susurró López para sí, - la estela del Ave Fénix.

Pero la inercia es la inercia; no se detiene porque sí, no se perdona a sí misma su curso.
No llevábamos ni veinte kilómetros cuando, al salir de una curva estrecha, pedregosa, resbaladiza, vi a Robledano en el suelo; sangraba de forma abundante, y parecía atontado. Estaba embarrado, aún con uno de los pies sin desenganchar de la bici. “¿Estás bien?”, le pregunté. “Creo que sí”, contestó. Me bajé a ayudarle. Enonces apareció Álvaro. Ni siquiera se detuvo. Hizo como si no nos hubiera visto y continuó, pasando de largo. Robledano y yo nos quedamos unos segundos mirando la curva por la que había desaparecido, y, sin decir nada más, le ayudé a levantarse. Al poco llegó López. Entre los dos lo sacamos de allí, a cuestas, hasta un claro. Le limpiamos la herida y le quitamos el barro. Él mismo se levantó. Le vimos caminar sin problemas. No iba a ser nada. Intentó volver a montar y pudo hacerlo. Bajamos poco a poco hasta el pueblo, donde, en una plaza, esperaba Álvaro. López se acercó a él: “¿Tú estás gilipollas o qué?”, le preguntó, de forma violenta. Robledano se quedó atrás. Yo también. Les vi discutir, con dureza, sin escuchar qué decían. Un rato después llegaron Ágata y Lorena: “¿Qué pasa aquí?” preguntó esta última. Pero no supimos decirle.

Lorena tenía el culo respingón y las piernas largas. Tenía los pechos “como ornamento al altar” y un gesto erótico al caminar. Cuando la lluvia incendiaba la tarde, Robledano y Ágata volvían loco a Álvaro, López estudiaba “fundamentos de cine documental”, y yo me quedaba con Lorena, salvando el mundo.

- Si me das tu corazón bajará la luna.
- Si me das tu silencio, te daré el mío.


Y todo el día, mañana tarde y noche, una lluvia incansable lo llenaba todo. Arriba, en el bosque, en la montaña, las nubes bajas, la niebla, el cielo gris, se iba metiendo por todas partes. Nunca un resquicio, un pequeño hueco para ver el sol. Nunca. Nos levantábamos con una lluvia suave, y nos dormíamos oyéndola golpear contra las ventanas. Era como una cantinela, una especie de mantra que hacía al tiempo alargarse. No recordaba ya cuantos días llevábamos allí. Pero ya parecía una eternidad. Y en la eternidad, cada uno busca su oasis. Supe que el mío era banal; acostarme con Lorena. Lo supe cuando empecé a tener sueños eróticos y me sorprendí a mi mismo mirándola el culo, ensimismado. Hacía tiempo que no me acostaba con nadie, la lluvia me amodorraba, era tiempo de quedarse en la cama. López andaba por todas partes, grabando pequeñas escenas con su cámara. Supongo que practicaba algunos principios de lo que leía en su libro sobre cómo hacer documentales.

- Imagínate que estás en la cola del paro, y llevas seis meses sin trabajar, ¿qué dirías?, -le preguntaba a Álvaro.
- Te mandaría a tomar por culo.
- El lógico enfado del trabajador desempleado ante una situación laboral insostenible.
- No te equivoques, López, sería el manotazo al moscón.
- Yo me voy a echar la siesta, - dijo Lorena.
- Me voy contigo, -dije yo.
- Jajaja, tú no vienes conmigo a ninguna parte.
- A la luna, iría, te llevaría a la Luna…

El día siguiente volvió a amanecer lluvioso. Cuando un lunes se parece a un martes, cuando una mañana se parece a la otra, estamos perdidos. La memoria es ya incapaz de recordar un rastro, una vereda, un acontecimiento anterior a otro, ni la duración de nada.

- ¿Cuánto lleva Álvaro enfadado?
- Una eternidad -, me contestó - creo que toda la vida.
- ¿Y cuánto tardará Lorena en entregarse?
- Otra eternidad, no te engañes.

Las lluvias, el viento, y esta extraña primavera lo habían destrozado todo. Ante nosotros, el camino desaparecía, ocupado por árboles caídos, por ramas difícilmente franqueables, por charcos o barrizales que nos empapaban hasta las rodillas, convirtiendo los charcos en ríos y los barrizales en arenas movedizas. De repente, la alegría del descenso lo envolvía todo, resbalando sobre las piedras, apurando las frenadas en barros resbaladizos, atravesando chicanes de agua y rezando sobre las raíces. Volvíamos a ser, a sentirnos llenos. La adrenalina del riesgo, el descubrimiento de otra belleza, escondidos en las sombras del bosque, y la certeza de haber salido indemnes, agitaba más la respiración que el esfuerzo de brazos y piernas por mantener el equilibrio. Incluso Álvaro parecía olvidarse de sí mismo.

- Wow!!!, -dejaba escapar, sin darse cuenta.

Mientras, con mucha más prudencia, Robledano y Ágata bajaban andando. Él la ayudaba a bajar por tramos que andando parecían más difíciles que con la bici. Lorena disfrutaba de su nueva “full suspension bike”, cuyos rebotes dejaban volar mi imaginación, mirándola, y Álvaro recuperaba su rostro cenizo cuando, por fin, llegaban Ágata y Robledano, lentamente, y aparecían por entre la niebla, caminando y conversando sobre la senda.

- Esto está para un documental sobre el tiempo en España, para “guiris”.
- Pues más bien parece una montería -, añadió, agriamente, Álvaro.
- ¡¡perdices y conejos!! -, dejé escapar, ingenuamente.

El hotel estaba en lo alto de una colina. Está vez, excepto a Ágata y Álvaro, nos habían dado habitaciones individuales. Me quedé toda la tarde leyendo a Nabokov. “Es un regalo de la lluvia”, recuerdo que pensé. Por segunda vez me dejaba mecer por Ada, por Van, y por esa pequeña Lucette, criatura encantadora a la que al final se llevaría el mar. Sin embargo, el erotismo de la narración me tenía inquieto, me hacía removerme intranquilo sobre las sábanas. Decidí bajar al gimnasio a hacer algunos estiramientos y a correr un poco, sobre la cinta. Allí estaba Álvaro, haciendo lo mismo.

- ¿Cómo va eso, artista?-, pregunté.
- Enfangado en cataratas de mierda. – contestó.
- ¿Cómo así? -, pregunté, de coña.
- Bah, déjalo, si pudiera te lo contaría.

Sentí que dudaba, que algo le empujaba a contarme algo, y que, sin embargo, algo le impedía hacerlo. Quise cambiar rápidamente de tema, pero creo que no acerté a hacerlo.

- ¿Por qué llaman a Robledano Robledano?-, pregunté.
- Es una oscura leyenda que se dejó de contar hace muchos años.
- Joder, Álvaro -, dije, -me recuerdas a “Bodas de sangre” o a “Mariana Pineda”.
- Así son las cosas en los pueblos, no cambian con los tiempos.
- No como nosotros -, añadí, - que nos acartonamos con las lluvias o los soles.

Al salir, encontré a López, entretenido con su grabación, fingiendo que entrevistaba a los dueños del hotel. De repente se volvió a nosotros, se acercó corriendo, gritando “¡¡aquí están, aquí están!!”

- Díganos, señor presidente, -dijo, dirigiéndose a mi, -¿aprobarán la reforma laboral?
- Eso depende de la oposición -, contesté con seriedad, señalando a Álvaro.
López se acercó a él, haciendo un gesto como de ofrecerle el micrófono.
- Jamás -, dijo, - jamás aceptaremos una reforma laboral que no tiene en cuenta a los trabjadores.
- ¿Qué cambiaría, entonces? -, se animó López.
- Prohibiría la caza de conejos y encerraría a los asesinos. Por ahora es lo que puedo decir. Eso es todo.

Lo dijo de mala gana y subió a su habitación, dónde no encontró a Ágata. Salió al pasillo, se asomó por la escalera, y al vernos, preguntó por ella.

- López, ¿has visto a Ágata?
- Salió, dijo que iba a cogerte flores.

Miré a López con una media sonrisa, antes de subir a la habitación. No tenía ganas de seguir leyendo, así que pregunté a López, con picardía, si sabía si Lorena estaba en la habitación.

- No -, dijo, -salió con Ágata a cogerte flores.
- Lo suponía-, le dije, sonriendo.

El valle se extendía mucho mas alla de la vista. Más allá de la niebla podíamos imaginar una belleza invisible. Los pinos se amontonaban de forma ordenada, como si subieran hacia la cima. Entre ellos, el prado, ese espacio de soledad y de sencillez, ponía el contrapunto. El espacio de reposo, el aire. Como si el paisaje tuviera alguna necesidad de respirar. Y entre ellos, jugueteando con las luces y las sombras (más con las sombras que con las luces); el color. Incapaz de achicarse, de reducirse, de quedarse en la nada de la simplicidad de tres o cuatro colores repetitivos. Eran como una constante mutación, como el deseo de la luz de ser inasible. Por allí pasábamos, en fila, de uno en uno, ensimismados con nosotros mismos, en mayor o menor grado ajenos a tanta belleza. Hasta que, arriba, en la puerta del gran bosque, decidimos internarnos en él. Flotábamos por entre las hojas ocres caídas durante el invierno, flotábamos sobre los barros, sobre las ramas resbaladizas, hasta que el bosque del oso se fue haciendo espeso. Bajaba la niebla y los charcos se iban acercando, ampliando, embarrando. Los árboles caídos y las dificultades nos hablaban. Así que nos detuvimos. Había que decidir. Álvaro estaba detrás, en silencio. López se preguntaba qué hacer, y Robledano y Ágata se daban el espacio necesario. Lorena se quedó a mi lado. La miré inquisitivo, pero no obtuve respuesta. Había un silencio que nadie quería romper.

- Yo sigo -, dije, - ¿viene alguien?

Lorena bajó la vista. Álvaro dio dos pasos adelante, pero su enfado le impidió hablar. No vendría. Nadie más dijo nada.

- Nos vemos en el hotel -, dije, y continué.

Cuando atravesé el río, con la bici a cuestas, y el agua hasta la rodilla, pensé que quizá merecía la pena. Pero al llegar arriba, el barro me hizo resbalar. Caí rodando hasta chocar con un árbol. No tenía nada. A duras penas conseguí continuar, sin enfrentar la pendiente. Si el bosque me obligaba a bajar, bajaría. Volví a resbalar. Miré hacia arriba y vi a los árboles, ordenados, como mirándome. Y a la niebla, que iba bajando, inapelable. Sentía frío, en el interior del bosque. Pero lo que más me conmovió fue el silencio. Un silencio inquebrantable. Un espacio inamovible. Me vi desde fuera y continúe la secuencia. Supe que moriría. Que no hace falta la acción para atrapar a la víctima. La gran lección de la vida. La espera, la inacción. El bosque es un ente vivo; un ser. Dispone sus propias líneas para obtener sus nutrientes, para continuar y mantener su ciclo. Pero no se mueve, no da el primer paso. Espera a que tú mismo te equivoques, espera a que tú te enredes, a que no reconozcas las trampas, a que los nervios equivoquen tus pasos. La niebla, la noche, y el frío, harán el resto. Pero no, no iba a morir. Ni siquiera me devorarían los osos. Estaba allí para verlo, para disfrutar, para encontrar la senda que se escondía detrás de los árboles, detrás las sombras, más allá del sonido de los cencerros. Y así sucedió, los cencerros se fueron oyendo con nitidez, y cuando atravesé aquel prado, entre las vacas, supe que estaba en la senda que me llevaría al hotel, desde la altura hasta el valle.

- Bello -, dije al llegar.
- La locura es la belleza de la cordura. Pero está justo antes de la muerte -, dijo Álvaro.
- Necesito una ducha -, contesté.

Fuera seguía lloviendo. Yo me revolvía nervioso, de la silla a la mesilla, de la ventana al cuarto de baño. Salí fuera. El pasillo estaba silencioso, como siempre a media tarde. Toqué silencioso la puerta de la habitación de Lorena, a medias, sin querer molestar. No hubo respuesta. Esperé, y volví a intentarlo. Pero volví a no obtener respuesta. Bajé al Hall, a leer los periódicos del día. Bazofia. Me asomé a la calle. Seguía lloviendo. “Mèrde”, me dije, bromeando conmigo mismo. Volví a entrar. Me quedé medio dormido viendo la tele. Había fútbol. Me despertaron los pasos de López, bajando hacia el Hall.

- ¿No sabrás dónde está Lorena?-, le pregunté, directamente.
- Fueron al pueblo. Estarán tomando café en algún sitio.
- Voy a buscarles-, dije, -estoy aburrido.
- Yo me quedo, quiero pensar unas tomas.

Me asomé a la puerta sin la intención de salir. Algo inexplicable me inquietaba. Volví a entrar, cuando sentí que López ya se habría ido. Subí rápido y silencioso hasta el pasillo, y, apostado en una esquina, lo vi. Estaba apoyando el oído en la puerta de la habitación de Lorena, golpeando suavemente con los nudillos. La puerta se abrió. Lorena se asomó, miró a todos lados, y le dijo, en un susurro: “pasa”. López entró y la puerta se cerró tras de sí. Bajé de nuevo y salí a la calle. Había dejado de llover.
Por la noche, en la cena, todo fue como siempre. Un Álvaro enfadado y los demás desplegando nuestra banalidad. Al día siguiente volvió, de nuevo, la lluvia. Recorrimos los caminos entre regueros y arroyos nuevos que me recordaban cómo crea el cuerpo vasos nuevos, vías nuevas. Sin grandes dificultades llegamos al hotel. Aquella tarde volví a Nobokov, y, tras la cena, me quedé dormido en la escena en la que Van vuelve a encontrar a Córdula de Prey, ya señora de Tobakoff. Por la mañana volví a Madrid, preguntándome con frecuencia de dónde vendría el nombre de Robledano. Supe que a Álvaro se le pasó el enfado; unos días después. Me lo contó López, un miércoles. De Lorena no supe hasta el Otoño.