martes, 5 de enero de 2010

MÁS ALLÁ DE LOS CAMPOS DE LAVA

las notas a pie se indican entre paréntesis (), y se pueden encontrar al final del texto.


A veces, el excesivo orgullo, lejos de ser considerado un vicio, se eleva como la única virtud capaz de salvar la vida. Decirse a sí mismo: “Sólo yo soy capaz”, enfatizando ese “sólo” que es en realidad la clave de todo: del ser víctimas propias y ajenas de nuestra egolatría; la que deja a los demás sin el atributo de una capacidad que consideramos en nosotros única. Sólo esas palabras, ante una empresa imposible, pueden convertir el exceso en heroísmo y al infierno en una llanura. Me permito esta reflexión, ya en mi lecho de muerte, después de sopesar las loas y las traiciones vividas, de “degustar” los diamantes y sufrir en mis carnes el impacto de los guijarros. Y me pregunto sin encontrar respuesta qué relación tendrán, unos y otros, con las virtudes y los vicios.
Los años a los que se refiere mi memoria, donde sucede la historia que voy a contarles, fueron años de enfermedades traídas por la escasez de lluvias. Los niños y las mujeres morían por todas partes; ellos nacían sin vida, ellas la perdían intentando dar a luz cubiertas de un pellejo cerúleo. Los pozos se secaban y las salinas desalaban a tal velocidad que era casi imposible recuperar el agua.
Yo había ganado cinco años seguidos los juegos deportivos antes de que se suspendieran “para siempre”, y me había negado desde el principio a ingresar en el ejército (1). Me mantenía a base de pequeños privilegios concedidos por el Cabildo y vivía una vida sin pretensiones. La tristeza había sido mi fiel compañera desde el abandono de Adria, que se había marchado con un poeta, muriendo después tras dar a luz a una niña, que, por lo que se decía, era de una belleza casi sobrenatural. Había nacido al otro lado del volcán, donde con más crudeza había afectado la sequía, y vivía con su padre, más allá de los campos de lava, donde ya no quedaba casi nadie. La abuela de la pequeña, en otro tiempo una veleidosa beldad que recibía los favores de diferentes señores bien posicionados en las antiguas Juntas supremas, vivía a este lado, sumida en una especie de silencio difícilmente interpretable, mezcla de sus propias vergüenzas, de culpas que no eran suyas, de los dolores de la pérdida y de la distancia de la separación.
Apareció una mañana, de repente, ajena a los gritos de las gaviotas y a la queja de los cuervos, casi desnuda; llevaba un chal de color crema sobre un vestido blanco. Golpeó dos veces la puerta y esperó, junto a la cancela, con la actitud del que no puede perder nada más de lo que ha perdido. Me miró un instante, sin súplica, y dijo: “Sálvala, en mis sueños le falta agua, debe regresar”. Me quedé mirándola un rato. Casi no tenía expresión. Sabía que se refería a Alba, y yo mismo sabía que nadie, ni yo mismo, haría una cosa así, que nadie arriesgaría tontamente su vida. Pero entonces, algo lo cambió todo. Ella añadió: “Sólo tú puedes hacerlo”. Esperó un instante, dio media vuelta, y desapareció. Inundado por el propio orgullo, víctima del narcótico del lenguaje y del ego me dije que sí, que sólo yo podría hacerlo.
Aunque la tarea era prácticamente imposible, sólo había una posibilidad: alcanzar el norte por la costa, bajar hacia el sur por la otra orilla, a favor del viento, y atravesar los campos de lava, aprovechando que el volcán llevaba años dormido. Desde allí, debido al viento de noreste, sería imposible volver. Sólo quedaba una opción: bajar hasta el sur y tratar de alcanzar la capital por la costa Este, soñando con que el viento, la orografía, y nuestro propio agua, lo permitieran.

Sólo había una forma de intentar aquello: los viejos ciclos de madera (2) . Nada que ver con los que ahora tenemos por toda la isla. Para llevar suficiente agua necesitaríamos por lo menos dos personas más. No dudé. Toqué a la puerta de Paladín y de Natato. Uno llevaría la calma y otro mantendría siempre encendido el fuego del ánimo. Con un convencimiento que entonces no me sorprendió, y que sólo lo hizo después, una vez pasado, supe que me seguirían. Mi cabeza no admitía la posibilidad de que no lo hicieran. Quizá esa fue la clave de que fuera así.
“Llevaremos agua a Alba, y a ella luego la traeremos a la capital, prepárate”, le dije a Natato. Hice lo mismo con Paladín. “Saldremos mañana a las ocho”, añadí. Aquella noche la pasé en silencio, sin apenas dormir. Encendí algunas velas y observé las luces y las sombras, sin pensar en nada más. No tuve imágenes de Adria ni soñé con Alba. No visualicé el terreno ni creé obstáculos. Me quedé dormido sobre el suelo con la única compañía posible; el silencio y las luces y las sombras. Me despertaron muy de mañana los relinchos de los caballos, seguramente celosos por no poder acompañarnos. Con ellos la tarea hubiera estado perdida, hubieran perecido de sed. Allí, en la puerta, esperando silenciosos, estaban Paladín y Natato, que no habían querido disturbar mi sueño. Aún no era de día, pero ya se podía vislumbrar la niebla baja de la mañana. Sobre el suelo, las grandes alforjas llenas de agua y de comida se preguntaban sobre nuestras fuerzas para acarrearlas. A un lado, los ciclos de madera, uno sobre otro, parecían descansar a la sombra. “Paladín”, dije, “nosotros llevaremos al agua”. “Coge tú la comida”, le dije a Natato. Para soportar el calor tendríamos que cubrirnos con fulares y chales. “Iremos con lo puesto”, añadí. Decidimos que Natato iría delante y yo cerraría la caravana, mientras fuera posible. Íbamos a intentar alcanzar el Norte antes del anochecer, pero no sabíamos los días que nos llevaría encontrar a Alba ni regresar, atravesando los Ajaches.
El ímpetu nos acompañó en los primeros kilómetros, íbamos acariciando la costa, por el paseo, imaginándonos que la tarea era mucho más sencilla de lo que sería. Aquellas ruedas rodaban como la seda, y la carga no parecía pesar, aligerada por el ánimo y la frescura. ¿Serían las trompetas de Jericó capaces de derribar los muros a los que nos enfrentábamos? La belleza es engañosa, te atrae, te ceba, y, una vez prendido, te muestra sus dientes. No es que entonces tuviéramos dudas, pero la belleza de aquella costa, sus pequeñas playas abiertas o cerradas junto a las agrupaciones de nuestras pequeñas casas blancas, no parecían hacer justicia a lo que entonces estábamos viviendo. Todo en el exterior era bonito y parecía discurrir con rapidez, sin dificultad. Admiré la piedra negra y resbaladiza de la costa antes de tomar un camino interior, todavía sin gran dificultad, pero que ya iba dejando ver la piedra dura a la que se enfrentaban nuestros ciclos de madera. El camino subía y bajaba, sin dejarnos descanso. Así, poco a poco, cuando ya la niebla había desparecido y el sol caía de lleno sobre nosotros, empeñados en racionar el agua hasta el límite, por si acaso Alba la necesitaba en exceso, atravesábamos el páramo, desprotegidos, como navegantes de un cierto desierto en busca de una de nuestras pocas referencias, un pequeño núcleo urbano, del que todos habían huido; lo que había sido Guatiza, famosa en otro tiempo por sus garbanzas, que bajadas por los carros hacia Arrecife habían dejado otrora esta línea por la que pasamos hoy. Los molinos de viento de la entrada y los eucaliptos, aroma fresco bajo el infierno de la solanera, nos dan la bienvenida, secos, en donde ya sólo queda silencio. Ni siquiera las brujas, nacidas de la brutalidad de las conquistas de turcos y bereberes, paseaban ya por un lugar cuyos únicos jardines iban a ser jardines de Nopal blanco, salvado por la famosa cochinilla, y cuya única leyenda, la de Pedro Avero, el sibarita que hizo de Guatiza retiro enamorado, había dejado de contarse desde que la muerte lo inundó todo. Hacia el norte, la temible arena blanca y la piedra negra, acumulada en la estrecheces de un imaginado rumbo, nos invitaba a unas habilidades por las que Natato era ampliamente conocido.
Abandonamos hacia el Este aquel cementerio de casas hacia el que habíamos tenido que desviarnos para no enfrentarnos directamente contra el paso imposible de la roca junto al mar, hasta que volvimos a encontrarlo. El mar golpeaba sin la fuerza habitual contra la roca. El antiguo charco del palo, donde solían exhibirse los cuerpos desnudos, otrora esbeltos o lozanos, ya no era la pasarela de los últimos desfiles de esqueletos vivientes, ya que la desnudez pública, en otro tiempo virtud, se había convertido en vicio, no por capricho o por ley, sino por sentido común y pudor propio. Eran más pasarelas de esqueletos en el cortado de la muerte que goce de la desnudez. En aquellos rincones, que durante la adolescencia nos habían servido para la contemplación y el goce, y, de viejos, ya pasadas las penurias de los tiempos de los que hablamos, sirvieron de descanso, eran borrados a nuestro paso por la obsesión de un único objetivo; salvar a Alba. Nuestra mirada apenas se detenía en ellos, reinterpretaba el paisaje de un modo mucho más crudo: la isla y sus atributos; viento, calor y sequía, se habían convertido ya en un monstruo, en un personaje desconfiable y cruel que se iba llevando a los nuestros, que se iba llevando todo lo que éramos y habíamos sido, e incluso las escenas que escapaban a todo aquello, por su belleza, eran tomados por nosotros como trampas, como máscaras de un cierto infierno oculto. El calor, ya bien entrados en el día, era insoportable. Pensé en la sed que tenía, pero este pensamiento lo deseché en seguida. Había que conservar el máximo agua posible para Alba. A ella no podía faltarle. Estábamos a punto de entrar en uno de esos lugares desérticos en los que la piedra negra quemaba y la arena era un tentáculo movedizo, donde nuestros ciclos de madera apenas podían pasar, y donde además podían romperse, como amenaza de la desgracia. Tuvimos que desmontar y cargar con los ciclos; a la izquierda, las dos grandes montañas de Fuja y la Atalaya, parecían mirarnos como sobrevuelan los buitres los espacios abiertos; tranquilas, sin el menor gesto que indique un ataque, pero esperando tu caída y tu muerte. El viento había empezado a soplar con fuerza, aunque no se perdía la visión del horizonte. Paso a paso, íbamos avanzando, mezclando las habilidades de Natato para ir superando los obstáculos y la calma de Paladín, siempre dispuesto a contribuir en las decisiones, a pesar de las dificultades. Fue Paladín el que tuvo el primer contratiempo. Fue al ir a pasar entre las rocas, montado en el ciclo. La rueda resbaló, por la arena, y fue a chocar contra una de las piedras. Paladín cayó sobre las pequeñas piedras, incapaz de controlar su cuerpo inmenso. Cayó de costado y las cortantes piedras negras rajaron sus vestiduras, dejando sobre la arena un goteo de sangre. “Estoy bien”, dijo, enseguida, “no es nada”. Se apretó con fuerza el chal y rechazó el agua. “Es para Alba”, dijo, simplemente.
Arrieta era uno de los lugares que aún conservaba algo de lo que una vez fue. Gente en la calle que paseaba, y playas en las que todavía los niños y los mayores se refrescaban. Apoyados sobre un malecón, se bebía Tozca, esa bebida seca y dulce que parecía darte la vida. Era una bebida hecha, según la leyenda, del soplido de los dioses. Así se bebía. De qué estaba hecha no tenía importancia. Era, incluso, accesorio, porque la sequedad y el dulce eran muy diferentes entre unas zonas y otras. Lo importante era la forma de beberse, el pensamiento de estar recibiendo el insufle de los dioses. La leyenda la trajo Arríete Perdomo, en 1402, en los días en que entró por la playa de la Garita para conquistar la isla que noventa años antes había conquistado Lanceloto Malocello, y la bebida, que probablemente no trajo él, se hizo más desde la leyenda que desde los productos. Arríete trajo los genes Perdomos, de donde descendería unos años después de los días en los que sucede esta historia la niña Juana León Alemán (3) , a la que se llevó la tuberculosis con diecisiete…
Pensábamos los tres en Juana y en Alba al pasar junto al chalet rojo de Arrieta, ese edificio rojo rodeado de casa blancas, junto al muelle, bajo un cielo incandescente que nos abrasaba, aprisionados por nuestro propia decisión de no beber. El esfuerzo, cuando está en el límite, va desdibujando los sueños, reconvirtiendo las tareas en misiones imposibles. Sin embargo, mantenerse despierto y vigilante es la tarea de los vencedores. Descubrir los trucos y las trampas del engaño. Acceder a las verdades de la puerta trasera. El orgullo, por sí solo, no era capaz, necesitaba de nuestras vigilias. “No abráis las puertas al cansancio”, dije a Paladín y a Natato, “manteneos alerta”. Natato apenas miró, estaba pálido. Le ofrecí agua, la rechazó sin convencimiento. Miré a Paladín, pero se encogió de hombros. Me pregunté si tendría sentido seguir, o si sería mejor esperar. Pero no encontré respuesta. “Bebe, Natato, la distancia más corta entre dos puntos no es siempre la línea recta”. Sonrió. “Estoy bien, no te preocupes”, dijo empujando la tripa de agua. Unos kilómetros más adelante se desvanecería delante de mi, cayendo por suerte sobre la arena…
Natato despertó con energías renovadas, aunque sin color. Aceptó unos sorbos de agua y de Tozcal, y pudo ponerse de nuevo en pie. “Lo importante no es sólo salvar a Alba, sino hacerlo vivos. No lo aceptaré de otra manera”, le dije. “Descansemos”, dijo, animoso. Alrededor no pudimos encontrar ninguna sombra, había que equilibrar el descanso con una reducción de la exposición al sol, así que descansamos más para pensar qué era lo mejor que para de verdad detenernos. Paladín parecía tranquilo y se dedicó a observar su ciclo, a ajustar sus piezas, y a acomodar con mayor eficiencia el agua. “¿y si Alba fuera una reina, una diosa?¿y si fuera ella la que nos salvara nosotros?”, preguntó, en una media ironía. “¿Y no lo está haciendo ya?”, le espeté yo, casi jocoso. “¿Crees que hubieras podido levantarte y caminar, tras la caída, si una fuerza superior a ti, una ayuda divina, una misión, no lo hubiera dispuesto?”. “Es cierto”, contestó. “Gracias, Alba”, añadió, sonriente, mirando al cielo. Después tomó un respiro y dijo: “¿No será a mi a quien esperáis, verdad? aquí estamos perdiendo el tiempo y achicharrándonos. Venga, en marcha”. Paladín miró su ciclo como si de una obra maestra se tratara y montó sobre él. Superados los primeros bancos de arena todo fue mucho más fácil. Nos dejamos caer casi sin esfuerzo y alcanzamos la punta norte sin dificultad. Allí montamos el campamento, hicimos un fuego, cocinamos algo, y sin más preámbulo, nos fuimos a dormir. Pensé que era demasiado pronto para saber si lo conseguiríamos, que todo había ido bien, que el desfallecimiento de Natato podría ser una señal, pero que podría también no serlo. Estaba cansado y dejé de divagar. Ví a Adria, un día, caminando conmigo junto a la costa, esa belleza elegante que me cautivaba, y luego su cuerpo desnudo, joven, entrando en el mar, mostrándose con descaro frente al sol y mezclándose con el mío, en aquellos días de suprema felicidad. Así me quedé dormido, envuelto en una mágica nube de irrealidad.
La “panza de burro” del cielo; esas nubes acumuladas en globos redondeados, nos recibieron por la mañana. “¿Qué me decís?”, pregunté a Paladín y a Natato, señalando al cielo. “Así es el norte, amenazante. Pero no os hagáis ilusiones, no lloverá; el aire es caliente”, dijo Paladín. Así que nos pusimos en marcha. Aún no había amanecido, pero esa era la mejor opción; había que atravesar una de las zonas más difíciles de la isla, y era conveniente que lo hiciéramos con el menor calor posible. Había un camino bien marcado, que aún resistía del tiempo en que todavía por allí pasaban los carros, en dirección a las huertas. Subía de forma empinada entre cardos gigantes y secos que me recordaban la muerte, pero que se mantenían allí, recios, mucho después de agotada toda reminiscencia de vida. Tuvimos que atravesar lo que en otro tiempo habían sido huertas, serpenteando por entre las lindes y las estrechas sendas que conducían a ellas, cuyo rastro había desaparecido, siendo ocupado por ramas secas de arbustos silvestres y mala hierba, que a su vez se habían ido secando, dejando un cuerpo salvaje de color a tierra y una barrera natural al paso de caminantes y ciclostas. En las huertas, sólo los grandes cactus permanecían, adelgazados, arrugados, y medio secos, sin frutos, como imagen de la resistencia. Yo iba detrás de Natato, que serpenteaba por entre las piedras y las ramas como si pudiera adaptarse al terreno, como si los pinchos no pincharan, como si las estrecheces se ensancharan a su paso, como si las piedras dejaran de ser piedras para convertirse en puentes. “Es la oportunidad de las dificultades: la forma en que la belleza más sutil podía surgir de una aparente imposibilidad”. Así, los tres, guiados por Natato, atravesábamos aquellas huertas sin llanura, acercándonos a Haria, donde descansaríamos. Pero antes, enormes pechos de tierra se colocaron frente a nosotros, como grandes obeliscos insalvables sobre los cuales habríamos de empujar nuestros ciclos. Sudábamos con orgullo sobre cada una de las tetas de tierra, grandes elevaciones desde las cuales veíamos un mar oscuro, enfurecido por el viento. Asomados al acantilado sentíamos las dos muertes, la de la sequedad, allí arriba, y la del mar, dispuesto a engullir a sus víctimas, allá abajo. Fue en este punto en el que mejor comprendí la situación en la que nos hallábamos, encerrados entre tres mundos, privados de la libertad por los cuatro costados, negados al agua de los cielos y al fruto de la tierra. Consumidos hasta por el calor de la tierra y azotados y robados por el viento. A lo lejos, donde llegaban los ojos, se aparecía el paraíso: la isla de la Graciosa; conquistada igual que Arrieta por Jean de Bethencourt, no sólo era el paraíso imaginado para los ojos, sino que lo había sido también para el fenicio ansioso de la mágica púrpura, paraíso del pirata europeo y berberisco al que había dado seguridad y refugio, y paraíso para ese tesoro escondido por un barco inglés, más leyenda que otra cosa, que había quedado durmiendo escondido en la Playa de las Conchas, hasta que el olvido, y no los descubridores, lo borró de la memoria colectiva. Paraíso había sido también para Von Humboldt, que la pisó antes de que desapareciera el siglo pasado (4) , y, cómo no, había sido paraíso de los hombres y del ganado y de sus pastos, no sólo el siglo pasado, con las primeras erupciones del Timanfaya (5) , sino en este, mucho antes de que nosotros pisáramos este mundo. (6)
¿Qué le esperaba a Alba, en caso de sobrevivir?, ¿no era un sueño, más que cualquier otra cosa, intentar salvarla? ¿no sería más una profecía de su abuela que una realidad? La reflexión, en estos casos, es vacua. Pesa más la decisión tomada y los pasos a seguir que la resolución de ningún otro elemento. Una decisión firme es siempre una decisión acertada, aunque encierre en sí misma la esencia de la estupidez y el germen del fracaso. “Sigamos”, dije, “en Haria nos tomáremos un respiro”.
Se daba la terrible paradoja de que Haria, a la que los aborígenes llamaban Faria, de “Chafariz”, que significa manantial o fuente, había sido uno de los lugares más castigados por las sequías. No sólo sufrió la conquista de Juan de Bethencourt, como lo había hecho también Arrieta, ni el pirateo del Morato Arráez, que acabó con el robo de mucha de la ganadería y la quema de los campos, sino sequías importantes, precedentes de la que estábamos viviendo en aquellos años. El agua, la gran riqueza de Haria, capaz de generar toda una agricultura de papas, cereales, legumbres, hortalizas, además de frutales y viñas, se había convertido, por ausencia, en el gran protagonista, y abandonando Haria había hecho que nosotros mismos la abandonásemos a ella, quedando como lo que alguna vez fue y siendo no otra cosa que una ruina, otrora fuertemente poblada.
Desde mis años infantiles no había vuelto por allí. Las imágenes que aún conservaban mi memoria eran un jolgorio de blancos y verdes, de algarabía y salpicados de agua, de fuentes, de gente que llenaba las calles, y de niños que jugaban en las plazas y en las correderas. Cuando Natato, Paladín, y yo, alcanzamos aquel lugar, a todos nos invadió la tristeza; había sido completamente abandonado a su suerte. Un olor intenso a muerte lo invadía todo. Los cadáveres no quedaban tendidos en el suelo, pero su presencia era notoria en los interiores. Apenas dos o tres personas caminaban por la ciudad. Las hierbas secas habían quedado incrustadas entre las calles y las casas. Todo estaba cerrado, sucio, roto, viejo. La ciudad chirriaba ante este calor de muerte. Era casi imposible seguir. Era como atravesar un incendio. Decidimos beber generosamente de las tripas de agua que portaba Paladín. Después supe que con esa decisión evitamos una muerte segura, aunque no me queda aún claro, después de tantos años, qué hubiera pasado con Alba. Estábamos cansados. Si bien Natato parecía otro y ya no daba muestras de palidez, Paladín parecía renquear. Allí, como proveniente de la nada, de ese silencio espeso que lo ocupaba todo, se oía un recitar como de las ánimas, que luego los abuelos dirían a sus hijos y a sus nietos:
“…que sin comer ni beber
aquí ninguno se amaña
tratan de halagar la tierra
e irse para la güaira,
unos a Montevideo,
a Santa Cruz y a Canaria,
y los que no tienen flete
aquí mueren como cabras…” (7)

A la mañana siguiente nada parecía haber cambiado. Quizá habíamos pensado que el descanso lo transformaría todo. Pero no fue así. Natato parecía sereno. Paladín también. Era él el que en este momento más me preocupaba. “Vamos en busca de un verso”, les dije medio en broma, no sin un cierto dolor, “vamos en busca de la hija de un poeta”. Ambos sonrieron sin atreverse a más. La mañana era un alivio contra el calor, a pesar de que el sueño, en aquellos catres viejos de casa abandonada, había sido como el aire; un sueño denso, como el ambiente de una pesadilla. De aquella mañana apenas recuerdo nada. Cómo es la memoria, con qué tendencia al capricho se apropia de determinadas escenas, y con qué ligereza abandona otras. Quizá, frunciendo el ceño, sigo sintiendo el viento en aquellas partes altas, y en lo alto del declive sigo viendo los grandes cardos secos y la blancura sorda de Teguise. Veo el largo paisaje perderse en la calima y en el infinito, en el mar, como borrándose de este mundo, dejándonos de forma sutil la advertencia templando el día. Es esta la maravilla perdida de Teguise, la vista de esa llanura, a la que todos llaman “El Jable”, que se pierde, en días claros, en los bordes de la isla. Pero ¿qué queda de todo eso? ¿quién quiere observar los límites que ha escogido la muerte? ¿quién quiere observar el encierro de “majos” que desde el tiempo de los nobles normandos se han convertido en “conejeros sin agua”? Desde aquí, desde la “Gran Aldea de Acatife”, como siempre ha sido llamada, protegida casi por siempre de piratas por la montaña de Guanapay , me pregunto por qué esta montaña no nos habrá protegido del cielo, me pregunto si ella será, ahora, capaz de entregarnos a Alba con vida. Me doy cuenta de que estoy rezando, de que, si no miedo, una inquietud me recorre. Que la visión de la llanura derretida me inquieta más que la sed, el cansancio o el fracaso y la muerte. De esa visión sí que le quedan recuerdos a mi memoria. Eso sí que lo puedo contar todavía. Aunque ante mi vista se perdiera el lugar en el que encontraríamos a Alba.
Eso fue al anochecer, casi cuando la noche cerraba sus puertas. En aquellos tiempos, en aquellos días, así se terminaban los días: como un portazo. La oscuridad era tal que parecía que una pared te impedía seguir adelante. Habíamos atravesado la costa con los ciclos, la comida y el agua a cuestas, caminando entre las piedras, habíamos atravesado las ya dormidas montañas de fuego, por encima y al lado de sus lenguas otrora de fuego, más arrastrándonos que otra cosa, y, sólo después, agotados, todavía silenciosos, masticando nuestro propio destino y el de Alba, apareció aquella pequeña villa, en la que sabíamos que se hallaría la pequeña.
Entramos por el norte, dejando de lado la lava seca, como atravesando la línea que había separado en sus principios de fuego la vida y la muerte, tal y como lo había contado el padre Andrés Lorenzo Curbelo (8) : “(…)de Santa Catalina se precipitó sobre Mazo, incendió y cubrió toda esta aldea y siguió su camino hasta el mar, corriendo seis días seguidos con un ruido espantoso y formando verdaderas cataratas. Una gran cantidad de peces muertos sobrenadaban en la superficie del mar, viniendo a morir a la orilla.” En la entrada de la ciudad no había nadie, en el cementerio, un poco más arriba, tampoco. Nos movíamos con dificultad, por la oscuridad y el cansancio. Aquello parecía una ciudad sin vida, una villa abandonada; ni siquiera se sentía el olor de otros lugares. Atravesamos la avenida principal, y, antes de empezar a salir hacia el suroeste, una pequeña luz nos llamó la atención. Había una calle estrecha, sin salida, que aparecía a la derecha. Al fondo, una pequeña casa baja estaba iluminada por dentro, probablemente con la luz de una lámpara de aceite. Llegamos hasta ella. La luz era tenue y llegaba a la ventana desde el interior. Nos miramos, desmontamos de los ciclos, los apoyamos junto a la pared, y fui yo el que me acerqué a la puerta, con una mezcla de prudencia, respeto, y duda. Toqué tres veces, de forma suave. Una voz delgada e infantil respondió desde dentro: “Pasen”. Empujé la puerta y entré. No sabía lo que iría a encontrarme. Había una pasillo largo y estrecho que se abría a un pequeño salón, del que salía un cuarto del que, a su vez, provenía la luz. Me asomé. Esa fue la primera vez que vi a Alba. Estaba arrodillada en el suelo, con las manos sobre la cama, en donde yacía un hombre al que parecía velar. Era su padre. A su lado, sobre una silla de mimbre, estaba la lámpara. Alba me miró:”estaba segura de que vendrían, pero soñaba con que le salvaran también a él”. Alba no tendría más de seis años. Su voz era débil, pero conmovía su serenidad, como si supiera de antemano todo lo que había de ir pasándole. Su piel era blanca, y parecía estar ya bastante afectada por el hambre y por la sed. Intercambiaba sus miradas conmigo y con su padre, al que no dejaba de acariciar la mano. Yo no me había movido del quicio de la puerta. Natato y Paladín seguían fuera. “Dormirán en el salón”, dijo, sin levantarse. “mañana nos iremos de esta ciudad, aquí ya no queda nadie”. No me acerqué, sólo le alcancé una tripa de agua, que dejé junto a ella, sin querer molestar. Después acomodamos aquel antiguo salón, para pasar la noche, sin que Alba se asomara siquiera.
Fue a la mañana siguiente cuando Natato y Paladín la vieron por primera vez. Esperaba fuera, sentada, con una especie de camisón color crema, moteado, a que nosotros nos despertáramos, mucho antes de que saliera el sol. Cuando nos vio salir, se acercó a Natato y le dio la mano. “Hola”, dijo. “Hola”, le contestó Natato. Hizo lo mismo con Paladín. Después se dirigió a mi, lentamente: “Gracias por venir”, dijo, “mi padre contaba que mi madre hablaba con frecuencia de ti. Por eso supimos que vendrías a buscarme.” Aguanté a duras penas la emoción y le tendí la mano. La estrechó sonriendo, y añadió: “yo iré contigo”. Y aquello me sonó familiar.
La mañana era especialmente calurosa. Sin embargo, una situación extraña nos confundió; Alba parecía haber esperado los días, no con desesperación ni con deseo, sino con una rara naturalidad. Miraba de lejos, al horizonte, sin extrañeza, se subía a mi ciclo, acomodándose delante de mí, como si siempre lo hubiera hecho. Parecía conocernos, y, aunque no hablaba, manteniéndose en un silencio propio que le permitía observarlo todo, sonreía sin dar la impresión de que algo le faltara. De algún modo, parecía ajena a la realidad, parecía vivir ensimismada en un mundo de serena fantasía. Eso era probablemente lo más inquietante: no la fantasía, sino la serenidad. Yo estaba totalmente confundido: donde había pensado encontrar un bebé, había encontrado a una niña de seis años que más parecía una pequeña diosa adulta que una verdadera niña, donde había esperado encontrar a una niña agotada por la falta de agua, encontraba un espíritu sosegado, y donde había esperado encontrar un espejo al que enfrentarme por la falta de Adria, un olvido inmenso lo ocupaba todo. De mi ensimismamiento me sacó ella: “Hoy no conseguiremos cruzar los Ajaches, ese viento del norte nos cortará el camino”. Ninguno de los tres supimos que decir. Mientras, bajábamos, ajenos al acecho de los buitres, junto a la costa. El calor parecía enfurecido, como si alguien o algo debiera pagar una culpa suprema. Entre la arena fina y blanca y la arenisca negra conseguimos alcanzar las caletas del fuego, desde donde siempre se mezclaron loas altares cristianos con los de la diosa madre; con los de Iemaia. Descansamos junto a la roca, a la sombra. Alba bebió buena parte del agua. Por fin aparecía su sed. Natato se acomodó en la piedra, como para descansar. Pareció quedarse medio dormido, y se desvaneció por segunda vez. Tardó un tiempo eterno en recuperar el sentido. Mientras, el viento nos silbaba en los oídos, empujándonos hacia el agua. Al despertar, le dimos agua; estaba pálido. Pareció ser capaz de incorporarse de nuevo, pero se desvaneció una vez más, como si no fuera a ser capaz de despertarse nunca. Unas manchas rojas empezaron a cubrirle la cara y los brazos. Me temí lo peor, pero no me asusté. Alba nos había contagiado esa distancia con la realidad, esa confianza en lo por venir. Ya había empezado a anochecer y el calor había empezado a ceder. Alcé la vista y no avisté ni una sola nube junto al lomo blanco del Morro de los dioses. Los Ajaches ni siquiera se intuían y apenas nos quedaba el agua de Alba. Aquella tarde pasó lentamente. Natato se retorcía, entre debilidad y sueño, dolor o inconsciencia, pero parecía recobrar el sentido. Paladín afilaba una rama de palma, creo que como ejercicio de meditación. Alba se acercaba al mar, caminando con los pies descalzos sobre la arenisca negra, sobre los pequeños guijarros, hundiéndose hasta el tobillo. No jugaba en el sentido en el que nosotros lo entendemos, pero, en realidad, lo hacía. No parecía preocuparse por Natato; “si tiene esas manchas rojas es que aún tiene fuerzas para luchar”, decía, y tampoco mostraba la debilidad que el color de su piel hacía. Estaba pálida, pero tranquila. “Sobrevivirá”, pensé. No recordaba ya el tiempo que nos había llevado alcanzar aquella caleta de fuego, pero no imaginaba otra posibilidad de supervivencia que cruzar los Ajaches cuanto antes. La noche era pegajosa, por el calor, sofocante, y por ese viento caliente que te ahoga y asfixia. La decisión más difícil estaba en el agua. Sólo quedaba agua para un día. Y, en realidad, sólo para Alba. Siempre que al día siguiente fuera posible llegar por la noche, no habría problema, pero Natato parecía deshidratado. Trataba de resolver un dilema sin solución, cuando Alba se acercó a mi. Se sentó a mi lado y señaló al Morro de los Dioses: “Ellos no quieren. Mañana no conseguiremos atravesar los Ajaches. Ellos quieren que yo muera pronto, pero tranquilo, me dará tiempo a ver a mi abuela. Eso será suficiente. Dale el agua a tu amigo, a él todavía puedes salvarle”. No contesté, y no me moví. “Hazlo”, dijo de nuevo, “lo que te digo es la verdad”. Esperé toda la noche antes de decidir darle agua a Natato. La sequedad blanquecina de la comisura de los labios y de los ojos, me obligó a ello. El viento había enloquecido. Salir era un suicidio en vida. Aquella mañana les dejé solos. Los ciclos estaban atrancados entre las rocas, para que no los empujará el viento ni pudieran ser arrancados por una ola traicionera. Subí yo solo hasta el Morro de los Dioses. Quería inspeccionar el terreno. Si bien no llevaba agua, no llevar el ciclo me daba una ligereza especial. No fue difícil alcanzar la cima. Desde allí; majestuosos, como un desierto montañoso, como un gran cañón, aparecían los Ajaches, casi desnudos, perdiéndose en una lejanía que desaparecía para la vista. El viento soplaba muy fuerte, no me dejaba avanzar. Comprobé que hubiera sido imposible, pero intuí que aquel viento estaba quemando sus fuerzas en vano, que tendría que descansar. Grité: “¡¡Adriaaaaaa!!” No supe que iba a gritar su nombre hasta que lo oí en mi propio eco, entrecortado por el viento. “Nos quedaremos aquí hasta el atardecer. Pasaremos la noche en la falda del Morro de los dioses; divisar los Ajaches nos dará fuerzas para enfrentarlos mañana por la mañana. Les pediré a los dioses que retiren el viento”, les dije, al volver a bajar. Natato asintió, parecía recuperado, aunque todo su cuerpo estaba cubierto de manchas rojas. Paladín estaba junto a él, ayudándole, y Alba estaba también con ellos. Más pálida que por la mañana, eso sí. “Bebe, Alba, tienes que beber”, le dije, y la ayudé a beber, a sorbitos, nuestro bien más escaso.
Decidí cargar con dos de los ciclos, pensando que así Natato podría recuperarse y Alba iría más cómoda. Poco antes del anochecer, con el tiempo justo para llegar, salimos hacia la falda del Morro de los dioses. Silenciosos como un gran caravana, ascendimos, lentamente, hacia aquel lugar mágico. El viento parecía haber aflojado y la noche hacía bajar la temperatura. Por un momento me olvidé de Paladín. De repente, un pensamiento pasó por mi imaginación. Si daba por sentado que Paladín estaría bien, si me olvidaba de él, podríamos tener problemas. Sin embargo, decidí confiar en sus fuerzas como si fueran una continuación de las mías, y me volví a olvidar de él. Extrañamente, en esa hora en la que nuestros dos parámetros se disolvían; el espacio dejando de ser espacio y el tiempo borrando sus límites, ascendimos sin problemas a la Falda. A punto de que la luz despareciera, sentados, ensimismados por tamaña belleza, vimos cómo los Ajaches, en un cercano y lejano horizonte, desaparecían en la oscuridad, como borrados por un halo divino. Más allá, donde el cielo aún mantenía sus colores, quedaba el que sería nuestro destino, un destino incierto que la noche nos borraba, en donde encontraríamos el descanso, o la muerte, y en donde el orgullo inicial se convertiría en victoria o en fracaso. ¿Nos borraba la oscuridad la imaginación del Puerto del Carmen como burla o nos impediría ya para siempre volver a verlo? ¿Era una imagen repetida cada día o la última de una serie que se terminaba? Miré a Alba. Parecía saber lo que estaba pensando. Asintió, diciendo: “es fácil convertir las imágenes cotidianas en grandes metáforas. Pero son nuestros pensamientos y nuestras dudas las que lo hacen. No son los dioses. Los dioses son sólo el viento”. Alguien parecía estar hablando a través de ella. Pero para mí, allí, en aquel cuerpo pálido, seguía habiendo no otra cosa que una niña. “Tienes razón, Alba, es nuestra mirada la que crea y destruye todo, pero no te preocupes, llegaremos a Puerto del Carmen”. “Lo sé”, dijo, “allí viviré mis últimos días”. Aunque se podía interpretar de muchas maneras, comprendí que presentía su muerte, aunque ella misma confiaba de que esta se produjera junto a su abuela. No dije nada. Como la mayor parte de las veces, no encontré nada que mereciera la pena decir.
Alba bebió las últimas gotas de las tripas de agua antes de emprender el regreso del que esperábamos fuera el último día. Durante la noche se había revuelto nerviosa, y mi insomnio la había escuchado sin pausa. Natato parecía vivir una nueva juventud, que no era la primera, aunque su cuerpo seguía mostrando sus manchas rojas. El viento soplaba con mucha más suavidad que el día anterior, y cabalgando y descabalgando, pudimos, poco a poco, ir atravesando los Ajaches. El desierto montañoso de los Ajaches. La dureza de la piedra, la sequedad de una tierra baldía, la arenilla negra, quemada, como una trampa para los débiles, y la orografía, rota y escarpada hasta la extenuación, fueron nuestros compañeros de viaje. Así, a plena luz, como una caravana al ritmo de una marcha fúnebre, descansando en los riscos altos desde los que veíamos el mar y un horizonte cada vez más cercano, nos aproximábamos a Playa quemada y al Puerto del Carmen, donde Alba se encontraría con su abuela. Estábamos cansados y deshidratados, la sequedad de las comisuras y de la garganta se iban convirtiendo en un empuje hacia la prisa, que nosotros, gracias a Paladín, sobre todo, debíamos convertir en tranquilidad: “vayamos despacio”, decía, “así es como el horizonte se asusta menos, así es como el horizonte no avanza en nuestra misma dirección”. Alba siempre le sonreía, encantada con sus imágenes. Parecía recobrar las fuerzas del ánimo, porque apenas podía dar ya ni un paso. Yo la llevaba sobre mi ciclo, bien sujeta. Natato estaba animoso. “Hemos convertido Puerto del Carmen en un Paraíso”, decía, soñando con la vuelta a casa. Al fin pudimos ver las primeras casas. El júbilo iba por dentro. En la entrada de la ciudad, bajamos por la “bajada de la serpiente”, disfrutando de los costados de ciento ochenta grados, como unos niños recién llegados. Al llegar a casa, la abuela de Alba esperaba, sentada, junto a la puerta. Se levantó al vernos llegar, y fue directamente a abrazar a Alba, a la que no había visto nunca. La pequeña mantuvo su elegancia infantil: “estás muy guapa, abuela, Papa decía que te parecías a Adria, mi madre debía ser muy bonita”. Natato y Paladín se miraron, emocionados. La madre de Adria me dio la mano: “Gracias”, dijo, “sabía que sólo tú podrías hacerlo”. Alba fue a despedirse de Paladín, diciéndole: “no dejes de dar vida a las líneas del mundo, ellos te lo agradecerán” Besó a Natato y vino hacia mi, me cogió de la mano, y me arrastró hacia el muro que daba al mar: “Gracias por venir a buscarme”, empezó diciendo, “siempre te quedará el mar, el recuerdo, y las lluvias, que volverán pronto”. “Y aunque no volvamos a vernos ya sabes que yo te estaré siempre observando, como la luz de la mañana, vayas a donde vayas, vengas de donde vengas”. “En eso consiste la victoria”, añadió. Me dio la mano y se fue. No volví la vista. De aquellas palabras sólo me queda la imagen del mar, al otro lado del muro, y el sonido de las olas borrando los pequeños pasos de Alba, alejándose.
Dos días después murió. Al tercero, cuando a Natato ya le habían desparecido las manchas rojas, empezaron las lluvias.








(1). De esta actitud parece desprenderse una clara posición con respecto a la más que probable época histórica en que suceden los hechos, una vez que las Juntas Supremas de Canarias han desaparecido, y la Restauración ha llegado a las islas, sin que haya podido acabar, en la práctica, con el caciquismo imperante: “el pueblo gime en la misma servidumbre que antes, la libertad no ha penetrado en su hogar, su mísera suerte no ha cambiado en lo más mínimo, como no sea para empeorar: aquel medio siglo de propagandas y combates heroicos por la libertad ha desembocado en un inmenso fracaso; el régimen liberal ha hecho bancarrota” (Joaquín Costa)

(2). Es este uno de los datos más difíciles de identificar, por lo que sigue: ¿se refiere aquí el autor a los ciclos de Kipatrick Macmillan, de 1839, que hubieran llegado por barco a la Isla, o a los de E. Michaux, de 1861? Tendrían ya aquellos ciclos neumáticos de goma, como los que se utilizaban desde 1869, o eran todo creaciones propias o adaptaciones insulares a dichos modelos y dichos cambios? Ni el autor da otro dato que el de la madera, lo que los aleja de los ciclos europeos dominantes, ni se han encontrado restos que pudieran guiarnos hacia una u otra hipótesis. Queda entonces, el hecho, a disposición de la imaginación del lector.

(3). Es bien conocida la fecha de la muerte de Juana, el 2 de Noviembre de 1921, por lo que esta datación nos ayuda a situar la historia años antes y la vida del narrador una vez pasada esta fecha.
(4). Es bien conocida también la fecha en la que el científico estuvo en la Graciosa. 1799.
(5). El autor parece referirse aquí, sin duda, a las erupciones de 1730, las primeras que se reconocen en el Timanfaya.
(6). Aquí parece referirse sin duda a las terribles erupciones de 1824 que dejaron la isla avocada en el hambre y la ruina.
(7). Esta es la referencia textual más importante para datar, no el texto, sino los acontecimientos del texto, ya que este fragmento, reproducido por tradición oral hasta bien entrado nuestro siglo, se refiere a las hambrunas de 1878 y 1879, debidas a la sequía de aquellos años. Es en esas fechas, entonces, en donde hemos decidido ubicar temporalmente la historia que cuenta el narrador.
(8). Testigo de las erupciones de 1730.