lunes, 13 de septiembre de 2010

ALTA RIBAGORZA


Desde que Homero (o quienquiera que fingiera ser Homero) inaugura la metáfora del viaje, de forma escrita, los destinos y los caminos han guardado miles de pequeños secretos, que los ingleses y franceses parecieron haber agotado, en el siglo XIX, y que la tecnología moderna reduce a esquirlas. Sin embargo, aunque la expectativa se desvanece, y nuestra percepción, reducida, los achica, sólo el que sale con su mochila sabe que, tarde o temprano, le espera la sorpresa que le da la vida.

A ellos, que siguen buscando, y a ellas; a las sorpresas que esperan, van dedicadas estas líneas.

1. LA LUZ.
Hay una hora del día en un momento del año en la que la luz convierte al mundo en sueño. Toda la reflexión estética del mundo pierde su peso, la pena tiene sus momentos de carnaval y se disfraza de alegría, existe la levedad del tiempo, quizá ese pequeño atisbo de eternidad, ese punto de ascenso y descenso en el que la gravedad remite inconsistente a sí misma. Y el trazo del vuelo sobre la luz proyectada convierte también al pobre en príncipe, y a la necesidad casi en necedad (sólo desde los rincones en que esa luz es posible, visible). Pero esa luz tiene los minutos contados, reclama la atención del mismo modo que silenciosa parece mostrar una verdad a gritos; la belleza es sólo el instante previo a ese otro en que todo se desvanece. No se toca, no se posee. Se siente. Dicen que los egipcios situaban en el corazón al pensamiento. A pesar de la ciencia estoy con ellos. La aspiración no es banal; la luz es clara y sonora. Su falta, evidente. Busqué esa luz el miércoles, yo solo, en la pista que iba desde Torres del Obispo a Benabarre. El Mountain Bike también te permite esto. Los signos fueron claros. Ante mi, un jabalí corría hasta desaparecer en el bosque. Tras de mi, un perro grande estuvo a punto de atacarme, y sólo el grito del guerrero prolongó la última hora. Después, la luz lo inundó todo. Cuando por fin marchó, una nube rojiza y malva temblaba, melancólica, sobre Benabarre.

El Martes, una hora antes de que el sol se fuese, sobre Montfalcó, en una ermita (Santa Quiterla y San Bonifacio)situada sobre las rocas, el gran embalse de Canelles. Al otro lado, el río Noguera atravesaba el Congost de Mont Rebei. Durante la hora que precedió a la puesta, la luz jugó conmigo al indescifrable misterio de la luz. Ni ayudado por la cámara descubrí el misterio.




2. EL ARROJO.
En La Habana, en donde todavía jóvenes y viejos recordaban a Hemingway, lo leí por primera vez. Me llegó un pulso narrativo decepcionante. Con los años, he reconocido ese pulso como una de las grandezas literarias. Sin embargo, en la memoria de aquel lector ignorante hay una frase que introduce “Las nieves del kilimanjaro” que aún no he podido olvidar. Dice así: “Kilimanjaro is a snow covered mountain 19710 feet high, and is said to be the highest mountain in Africa. Its western summit is called the masai “Ngàje Ngài”, the House of God. Close to the western summit there is the dried and frozen carcass of a leopard. No one has explained what the leopard was seeking at that altitude”.
Cuando llegamos a Casa Bonet y vimos aquella Volkswagen con matrícula alemana supusimos una carretera o una pista. Cuando tras la incertidumbre, y la certeza de que algo pasaba conseguimos comunicar con aquel hombre vital de setenta y cinco años, gordo, de ojos azules y gestos torpes por una prótesis de rodilla reciente, comprendimos qué había pasado. En aquel lugar, frente a aquella casa deshabitada, llamada Casa Bonet, no había ni carretera ni pista. El arrojo de nuestro Frese (así se llamaba), acompañado de su mujer, que no estaba (había salido a buscar ayuda) al que había guiado la belleza del paraje y un deseo de ver “el otro lado de la ladera”, le había llevado más allá de los límites por donde puede ir, incluso, un 4 x 4. Y ese "un poco más" le llevó hasta el límite en el que sólo quedaba un sendero estrecho, un lugar desde el que era imposible salir. Aquel viajero insaciable que había recorrido, alejado de la comodidad de los hoteles, las esquinas de la península y de Francia, en busca de esquinas bellas y especialidades gastronómicas. “Lo conocido ya lo tengo en casa, si salgo es en busca de lo que no conozco”, les decía a sus amigos, en las reuniones en que su pasión por las motos no chocaba con su poca atracción hacia el fútbol. Cuando aquellos guardias civiles llegaron a “rescatarlo”, poco antes de que un helicóptero se lo llevara, debieron pensar, como mucho tiempo después seguimos haciendo nosotros “what the german man was seeking at that altitude”. Sin embargo, él, tranquilo, asumía las consecuencias de su arrojo, disfrutando de una larga conversación de tres horas con un extraño interlocutor: un españolito de a pie que bajaba en bici por la ladera, que hablaba alemán, y al que le pudo detallar media vida, sentado en la falda de una bella ladera, mientras el 112 y la guardia civil se movilizaban en su búsqueda, y su mujer, perdida en el monte y en el reino de las palabras ajenas, trataba de explicar (sin éxito) dónde podían encontrarle.


3. EL RESCATE.
Empieza Sanchez Ferlosio “Alfanhui” con una cita que copiaré, para evitar llantos familiares: “sembradas están para ti las locuras que andaban en mi cabeza y que en castilla tenían tan buen asiento. Escrita para ti esta historia castellana y llena de mentiras verdaderas”. Quiero hacer mía la cita por dos razones: una, por mi locura, al escribir lo que voy a escribir. Es la locura del cuerdo; capaz de convertir cada hecho en carnaval muy a pesar de la trágica realidad de los hombres. La segunda es porque todo lo que diga a partir de ahora será mentira, o por lo menos, todo lo que se refiere a las descripciones del accidente de Enrique y de las intervenciones que sobre él hicimos. Que sus familiares y amigos estén tranquilos. Él no miente.

Desde las alturas de Montfalcó, donde los románticos apuran por la noche estrellas y galaxias, nitidas en la oscuridad, y desde donde el Embalse de Canelles aparece en su máxima extensión, baja por el pedregal y entre el bosque de pinos una pista pedregosa y resbaladiza que llega al pantano. Hace frío. Se masca la tragedia. Y aunque luego una subidita hacer subir la temperatura ( y mucho ), el descenso, a través de un sendero (invisible para el líllico) llega hasta la orilla del embalse, que es ya reto para el tático y alarma para el prudente. La ceguera puede llevarte por la diversión de las piedras que deja el río seco, en donde el Mountain Bike parece más “descenso de cañones con bici a cuestas”. El signo de la tragedia viene precedido por el signo que invita al signo. Desde allí, hay un sendero que vuelve a subir hasta el mirador Fet, donde una ermita se hermana con la de Montfalcó. Pero ya se han ido todos, como si tuvieran prisa porque lo que tuviera que pasar pasara. Un nuevo pinchazo y en el collado ya hay uno que decide tirarse hacia abajo, solo, para perderse. Es el último signo antes de la tragedia. Desde ahí bajamos por un pedregal que invita al riesgo y del que Enrique sale ya tocado, con el brazo ensangrentado. Después, la pista ancha. Rápida, con piedras. Es necesaria una prudencia extraña, esa que te hace pensar más en lo que puede pasar que en lo que pasa. Tato y yo venimos como perros pastores, rastreando y cuidando del grupo. Y en la pista, detenido, vemos a Enrique. Sobre el suelo. Inmóvil. O juega, o la cosa es seria. Está boca arriba, con lo ojos cerrados. No se mueve. Sangra abundantemente por la nariz y por la boca. Tiene las gafas llenas de tierra. El maillot roto. “¡¡¡Enrique, Enrique!!!”. Pero no contesta. Le golpeamos la cara. Nada. Entonces tiene un primer espasmo. Parece abrir un ojo. El pulso es bajísimo. Débil. Respira. Le doy dos tortazos. Inmerecidos, vaya eso por delante. Gruñe. Ya es algo. Le muerdo el meñique. Retira la mano. Eso es buen signo. Saco las vendas. Le rocío de agua, le limpio las heridas. “¿Qué pasa?”, pregunta. “Parece que te ha dado un bajoncito, seguramente por el calor”, le digo. Mira su bici. La rueda partida. Me mira. “Te ha debido dar un bajón y por eso se te ha ido la bici”, me veo obligado a aclarar. Vuelve a perder el conocimiento. “Necesitamos ayuda”, le digo a Tato. No tenemos cobertura. Tato sale como nunca he visto a nadie volar sobre la bici. El pulso vuelve a ser fácil. En el Camel llevo una jeringuilla de Adreyet, pero la llevo para una reacción asmática o alérgica mortal. No quiero darle adrenalina. “¡¡¡¡Enrique, Enrique!!!!” Estoy solo, y me siento aún más solo. “Me cago en la puta, me cago en la puta, ¡¡Enrique, coño!!”. “¿Qué pasa?”, me dice, “¿Qué pasa?”. Sonríe. Tiene la nariz en ascuas. “Hijo puta”, pienso, “te ha salvado la nariz y el casco de romperte la calva”. Le doy agua. “Anda bebe y ve sentándote que tenemos que tirar, el Lillo está impaciente”. “El Lillo siempre está impaciente”, dice. “Pues eso, andando”. La rueda está partida. Le damos unas patadas para que ruede y tiramos, andando, hasta más allá, siete kilómetros más arriba, un sitio llamado Estopiñán.


Allí le recoge un coche y lo lleva al hospital. Queda en observación. Nosotros nos vamos a comer. "¿Qué tiene?", preguntamos. "Tal y taly tal, y libritos de Lomo", "¿vienen con el texto?", "sí, contesta, con el texto completo. No son Biblias, pero no están mal". Por lo menos a alguien le queda humor. Repetimos esa ensalada y la longaniza ribagorzana que no nos sabe a nada. Normal, sin texto. El que ha decidido perderse no viene. Al final tardará dos horas en llegar. Tato y yo vamos al hospital. “Le vamos a tener 24 horas en observación”, nos dice un señor como salido de la Edad Media, con un rictus franquista. “Sí, claro, claro”, le digo yo. Pasamos a visitarle. Tiene buena cara. “Ve vistiéndote”, le dice Tato, “no tenemos todo el día. O salimos antes de las cuatro y media o no llegamos a Benabarre con luz”. Enrique no se mueve. “Quieren tenerme en observación” . “Si quieres nosotros te miramos toda la tarde, anda, despelmázate”. Enrique me mira a mi. “Así está el tema”, le digo. “Hay una puerta por atrás, al lado de los baños, salid por allí”. “¿Y la bici?”, pregunta Enrique. “La tienes nuevita, la asistencia te cambió la rueda. Esperadme ya en el taxi”. En Estopiñán recogemos las bicis y al Lillo y tiramos hacia Benabarre. Atravesamos el bosquecillo por una senda linda por el interior del bosque, y luego el terreno, abierto, con arbusto bajo, entre el que se distingue la figura de Enrique, arrastrándose: “parad, parad, que me mareo”. “No jodas, Enrique, que si te mareas ahora nos la montan por la fuga del hospital” “Pues también teneis razón, dale, dale, que se nos va la luz”. Y así, bajadita y subidita por el pedregal llegamos a Torres del Obispo. Ya está cayendo el sol. Enrique parece sano, aunque cansado. Yo me paso al punto uno de esta crónica: “la Luz”, los demás siguen por la carretera…

4. DE TRIALERAS Y SEROTONINAS
De Benabarre hasta Roda de Isábena encontramos la forma de empujar las bicis ladera arriba. Vemos desde la gran cima el Tourbon, buscamos la suerte en Lescuarres, donde perdí los guantes (como aquella vez en la Pedals de Foc) y tuve que recuperarlos conociendo a todo el pueblo y andando solo por entre los caminos. Pero de todo eso nadie se acordará. Quedará sólo, en nuestras memorias, los 22 kilómetros de subida por esta vez sí que verdadero pedregal, (dice Enrique que no es posible ver piedras preciosas en una cuesta arriba, habría que preguntar a los sátrapas) en el que no sólo la pendiente mataba, sino que era técnicamente difícil mantenerse sobre la bici. Fuimos poquito a poco, como se hacen las cosas para hacerse bien, metidos en ese bosque tupido que dicen los de por aquí que es la algarabía del Otoño. Y una vez arriba, con el agotamiento en el ojal, hizo acto de presencia la serotonina. Entrábamos en la senda de bajada por el bosque, dos curvas reviradas de ciento ochenta grados y la pendiente se disparaba. Espacio estrecho, piedras escondidas entre el verde, y esas curvas cerradas en las que nos parábamos para redisponer la bici. Bajamos como poseídos por la locura. Sin accidentes. Sin paradas. Al llegar abajo, a pesar de que nos quemaban los brazos y las piernas y los frenos, se nos había ido el cansancio. Era la serotonina, sin duda. Gritamos de descontrol, y nos golpeamos las manos. Quedaba aún un tramo de repechos pedregosos sobre el acantilado. Los recorrimos rápidos, con furia, por miedo a que la serotonina perdiera su efecto. Y así llegamos a la Roda, antes (mucho antes) de que nuestros compañeros, que se habían ido por la carretera, empezaran a tomar sus cervezas.

domingo, 5 de septiembre de 2010

LA VERDADERA HISTORIA DEL DESCUBRIMIENTO DE LA TUMBA DE TUTHANKAMÓN.




El 4 de Agosto de 2010, esta expedición entró en la cámara funeraria de Tuthankamón. Sin duda, fuimos los primeros. Para que la ciencia crea la historia, hemos decidido escribirla. Durante días, Pala, Enni, y yo, reconstruimos los detalles de aquellos días. Howard Carter sólo fue una leyenda.

Cuando descubrimos la tumba de Tuthankamón, Pala, descendiente del Dios de los bosques Ápalo, acababa de cumplir ocho años, y Enni, pequeña diosa de los ríos, recién había cumplido seis. Sabíamos que para esa expedición teníamos dos dificultades: una, convencer a la comunidad científica de que la tumba que había descubierto Howard Carter en 1922 no se había descubierto todavía, y la segunda, más difícil, era convencer a Minoe, que había cuidado de Pala y de Enni de pequeñas, de que nos dejara viajar hasta el valle de los Reyes. Aún así nos decidimos a emprender la expedición. El primer problema, convencer a la comunidad científica, lo dejamos para después, para cuando ya hubiéramos descubierto la tumba. El segundo era prioritario. Nos reunimos con dos ayudantes. Uno era Memé, el niño dragón, hijo de una descendiente de Dido, a la que apodaban Numa. Y nos lo pusieron fácil. “Id al lago que hay junto a la tercera catarata del Nilo, esperadnos allí, pacientemente, y nosotros os llevaremos al Valle de los Reyes”. A Minoe, hermana de uno de los más influyentes reyes del sur, fue fácil convencerla. Mucho más fácil de lo que nosotros mismos habíamos pensado. “Nos vamos a pisar la escalera que lleva al lugar donde todos los oros relucen”. Ella sonrió, como si sólo fuera un juego. Cuando tiempo después volvimos, supo que no la habíamos mentido. Pala llevaba una gargantilla dorada y Enni unas sandalias del mismo oro. Memé, que venía también con nosotros, llevaba la espada del faraón. No nos fue difícil llegar al primer recodo tras las tercera catarata del Nilo. Por los caminos del bajo Egipto, un cuatro por cuatro nos recogió, como enviado por los dioses. Nos dejó en la orilla, sin que nosotros se lo pidiéramos siquiera. En el agua, unos peces rojos brillaban bajo el dorado del reflejo del sol en la superficie. Hacía calor, y los tres; Pala, Enni, y yo, nos sentimos solos. Ante nosotros la extensión del Nilo nos parecía un mar, y aquel silencio de la superficie del río, inquietante, se turbó cuando Enni dejó caer sobre el agua un trozo de pan con cocolate, asquerosamente derretido por el calor. El estruendo fue terrible; un monstruo de los mares acometió aquel trozo de pan como si de un asunto de vida o muerte se tratara. “El bicho es asqueroso”, grito Enni, asustada, “asqueroso”. Las aguas tranquilas son profundas, pensé, mientras el río volvía a la calma. Aunque en principio no había peligro, íbamos a intentar llegar al Valle de los Reyes, donde suponíamos la tumba de Tuthankamón, en la costa oeste del Nilo. Sin duda, necesitábamos refuerzos. Cuando Memé llegó, con Numa, el calor estaba a punto de achicharrarnos. Habíamos esperado tres días junto a la costa, sin otro agua que el peligroso agua del Nilo, sin otra comida que los panes con chocolate derretido que aún Pala conservaba en la mochila. Numa nos despertó, rociándonos con agua. “Vamos, chicos”, dijo, “hay que animarse”. Sacó de un gran bolso dos botellas de agua y de una tartera pan y embutidos. A Enni le costó despertar. Era a la que más le afectaba el calor. Pero Memé se encargó de animarla, con esos ojos de un azul grisáceo que la envolvieron, ya sonrojada a sus seis años. “he traído dos botes”, dijo Memé, “yo iré con Numa y vosotros tres juntos”. “La navegación es sencilla, pero hay que tener cuidado con los surtidores, son como geiseres de río, nos pueden empapar”. “Y hay que cuidarse también de piratas y de cocodrilos”. Hacía bastante viento, pero mucho calor. “Saldremos después de comer”, dijo Numa. Y así fue. Enni y Pala remaron como si lo hubieran hecho toda la vida. Y, justo antes del amanecer, llegó lo inesperado. Cuando habíamos superado los surtidores, un bote con piratas egipicos nos atacó.



Utilizaron una bana estrategia. Querían llenar nuestro bote de agua, para que nos hundiéramos. Memé, el hombre dragón, dibujó una espada en el aire y les atacó, sin miedo.




Y como si de una fuerza sobrenatural se tratara, los piratas huyeron, no sin antes haber sido empapados por los remos de Pala, de Enni, y de Numa, golpeando furiosos sobre la superficie del río.
Casi había anochecido cuando un chapoteo en el agua nos inquietó. Fue Enni la que primero lo vió: un cocodrilo verde se acercaba sigiloso a nuestro bote. Sin que casi nos diera tiempo a reaccionar, Pala le pidió a Memé el secreto de la espada invisible. Memé dibujó cinco espadas en el aire. Cada uno cogimos al nuestra. Cuando el cocodrilo nos atacó por primera vez, golpeando el bote, que se movió, inestable, Pala, Enni, y yo, agitamos nuestras espadas y las clavamos sobre la piel dura del cocodrilo verde. La bestia retrocedió, sin ceder del todo. Vimos como el agua se llenaba de sangre. Unos metros más allá vimos a otro gran cocodrilo, un cocodrilo de piel marrón al que los egipcios llamaban “cocodrilo bueno”. El cocodrilo verde atacó de nuevo. La barca se tambaleó. Enni se tiró al agua. Rodeándola, aparecieron seis cocodrilos verdes. Enni, diosa de los ríos, se elevó por encima de la superficie, desafiando a la ley de la gravedad. Los seis cocodrilos intentaron morderla. Ella se movió ágilmente y con enorme facilidad, sacudió su espada sobre las cabezas de los tres primeros verdes. Elevándose de nuevo, se subió sobre las espalda del cuarto. Desde allí, soltó una patada mágica que mató al quinto.







Al sexto, le dijo, suavemente: “vete”. El sexto se fue. El “cocodrilo bueno” lo observaba todo. El primero, el que primero nos había atacado, aún herido, se hundió, desapareciendo en el río. Nunca supimos si aquel cocdrilo marrón había atacado al verde, o si este se había asustado por su mera presencia. Lo que estaba claro es que aquellos siete cocodrilos verdes habían desaprecido. Vimos al cocodrilo bueno desaparecer, por la orilla, antes de que nosotros la alcanzáramos. Ya era de noche. Memé sacó una linterna y señaló el camino. Dejamos las barcas en la orilla. Cuando tiempo después volvimos, sólo quedaban astillas. Con casi total seguridad, los cocodrilos habían destrozado las barcas. Caminamos durante media hora, con las mochilas, hasta que nos quemaron los hombros. En cada una llevábamos todo lo neesario para entrar en la tumba de Tuthankamón; nuestras herramientas de arqueólogos y nuestras tiendas. Estábamos cansados. Atravesar el Nilo era casi una tarea de héroes. Habíamos sobrevivido. El primer escollo para ser los primeros en entrar en la tumba de Tutankhamón estaba salvado. Pusimos dos tiendas. Una grande y otra pequeña. En la pequeña dejamos las mochilas y los instrumentos. En la grande pusimos las esterillas. Hicimos un fuego que rodeara el campamento y nos echamos a dormir. No tardamos en quedarnos dormidos.
Por la mañana, al despertar, tres serpientes rodeaban la esterilla de Pala. Enni salió rápidamente en busca de un instrumento que utilizaríamos para la excavación: una brocha. Con ella, frente a las serpientes, hizo seis círculos en el aire. Las serpientes se quedaron adormiladas. Pala se levantó y las rodeó dibujando un círculo en la tierra que las rodeaba. De aquella línea surgió una chispa que las rodeó de fuego. Pala levantó las manos al cielo. Las serpientes se agitareon volviándose locas y mordiéndose a sí mismas. No tardaron en morir. Entonces, los dedos de Enni, como conectados con el Nilo, apagaron el fuego. Después, pasado el peligro, recogimos las tiendas, comimos algo, y empezamos a caminar sobre el desierto. Estábamos en el Valle de los Reyes. Uno de nuestros sueños se había cumplido. El Valle de los Reyes se abría ante nosotros como una inmensa extensión, un espacio mítico, sagrado, imponente. Mucho más grande de lo que habíamos imaginado. El desierto era infinito. Caminar por la arena era dificultoso. Éramos, y así lo dijo Memé, “como hormiguitas sobre la tierra”. Por primera vez nos sentimos pequeños ante el espacio, ante la tarea. Después de dos días de fatigoso andar, encontramos una gran pared de arena. Sabíamos que bajo nuestros pies estaba la tumba de Tuthankamón. Por suerte, no teníamos que investigar palmo a palmo, como había hecho Howard Carter en los años veinte, cada rincón del Valle. Eso nos facilitó el trabajo. Sacamos las brochas, y empezamos a rastrear el suelo. Enseguida surgió una piedra. Luego, otra. Estábamos sobre una de las paredes de la cámara funeraria. Cinco horas después, la entrada estaba libre. Era casi de noche. Decidimos esperar a la mañana siguiente para entrar. Enni fue la primera en bajar las famosas escaleras de la cámara. Después lo hizo Memé. La tercera era Pala, seguida de Numa. Yo bajé el último. Al final de las escaleras, como sabíamos que le había pasado a Carter, la pared, sellada, no nos dejó seguir. Había que romperla. Los cinco picamos a golpes la última puerta hacia el faraón. Teníamos una prevención. Aunque la leyenda decía que todo el que profanara la tumba de Tuthankamón moriría y pasaría a formar parte de la piedra y de la arena del desierto, sabíamos, por la ciencia, que las bacterias dormidas durante siglos habían causado la muerte de casi todos los que entonces entraron en la cámara. Nosotros estábamos preparados. En nuestra mochilas, llevábamos potentes bactericidas y fungicidas. Eso fue lo primero que hicimos. Antes de dejarnos embelesar por los brillos del oro, llenamos la estancia con aquellos sprays. Prudentes, volvimos a salir fuera. Dejamos que aquel spray hiciera efecto. Queríamos volver sanos y salvos, para mostrar a Minoe “los relucientes oros del oro”.
Aquel día lo pasamos observando el Valle de los Reyes, tranquilos, victoriosos, orgullosos de lo que íbamos a conseguir. Eso nos permitió ir viendo cómo desaparecía el día. El Valle se llenó de colores; desde los amarillos de la mañana a los dorados del medio día y los rojos de la tarde. Aquella belleza era impagable. Numa propuso que escribiéramos un poema sobre la arena, para que el viento se lo llevara y transmitiera el mensaje por el mundo. Así lo hicimos. Tras ir poco a poco construyéndolo, entre todos, en nuestro pedacito de arena, el Valle de los Reyes decía:

Todos los brillos del oro
Quedan en sombra
Ante el amanecer

Todos los brillos del oro
Pierden su brillo
Bajo el crepúsculo.

A la mañana siguiente entramos en la cámara funeraria. Teníamos la planta de la cámara, así que pasamos las dos primeras estancias y fuimos directamente adonde se encontraba Tuthankamón. Era eso lo único que nos interesaba. Estaba momificado bajo cuatro cajas y cuatro ataúdes. Cuando los abrimos, le vimos. Sólo Enni evitó mirarle de frente. Temía convertirse en piedra. Pala nos advirtió de que no había que quitarle la corona. Cuando le vimos, le dijimos: “Hola, Tuthankamón, sólo vinimos para saludarte. Queremos ver tus tesoros, pero no nos llevaremos nada”.




El faraón pareció asentir, y creímos oír como decía: “Pasad”. Así lo hicimos, nos pasamos el día entre vasijas, barcos, y objetos dorados. Pero no nos llevamos nada. De recuerdo, yo sólo quería que todos nos hicéramos una foto con el faraón. Lo sentamos junto a nosotros y nos hicimos la foto. Al salir, llamamos al Brittish Museum para que se hiciera cargo de todo. No tardaron en llegar. Antes de que aquel lugar se llenara de perdiodistas y de televisiones, nosotros cogimos nuestras mochilas y volvimos a atravesar el Valle de los Reyes en dirección al Nilo. Allí, encontramos los botes destrozados, pero una gran barcaza egipcia, llevada por un consejero del faraón que no hablaba español, nos recogió. Nos dejó al otro lado del Nilo. La barcaza, eso lo supimos después, había sido una barcaza utilizada por Tuthankamón. Al otro lado del Nilo nos recogió un cuatro por cuatro. Nos llevó hasta Luxor, antes paraíso de Akhenatón, el padre de nuestro Tutahnakamón. Desde allí, en autobús, fuimos a El Cairo. En el gran mercado central, Memé compró una espada, Pala, una gargantilla dorada, Enni, las sandalias de oro y las uñas doradas. Y Numa, una túnica. Yo no quise nada, tenía la foto. Desde El Cairo volvimos a Madrid, donde nos esperaba Minoe. Cuando nos vió llegar, supo que no la habíamos mentido, en nuestros rostros brillaba el oro del oro. La ciencia, sin embargo, nunca nos creería.