domingo, 12 de diciembre de 2010

EL GRITO DEL GANSO EN LA LAGUNA DE LA NAVA

Desde que en 1990 Fernando Jubete se empeñó en recuperar el humedal de la Laguna de la Nava,

muchas cosas han cambiado en los alrededores de los dominios de la Estrella de Campos.


(alrededores de ruinas de adobe y sombras góticas).

Una, la más grande, la más vistosa, ocurre durante los meses de Diciembre y Enero, cada mañana y cada tarde, como un reloj. En el “albergue” de algunas aves migratorias que se ha convertido la laguna, acuden cada invierno entre cuarenta y cincuenta mil gansos (contando tanto los que acuden a la Laguna de la Nava como los que acuden a la cercana de Boada de campos). Este espectáculo de la naturaleza había llegado a mis oídos como un mito, se había escapado de mi mano hace un año, por apenas días, y, por fín, con más regocijo del imaginado, ha sido posible contemplarlo. En estos dos días, los miles y miles de gansos, ajenos a individualidades o a caprichos, abandonan la laguna por grupos, muy poquito después del alba, cuando apenas abre la noche, como un reloj vivo, y no como un segundero falaz.

El espectáculo, particulamente en la laguna de Boada, es bello: aquellos grupos de aves alineadas, dibujan el horizonte no sólo con sus sombras ordenadas, sino sobre todo con sus graznidos, y, durante una hora, van abandonando una laguna que antes del amanecer es más un grito común que una sombra, hasta dejarla sumida en un silencio conmovedor, a solas con el horizonte rosáceo de esta parte del mundo. Por el día, se les puede ver por los campos de cereal, sin abandonar sus grupos, y, por la tarde, cuando ya la oscuridad y el frío lo ocupan todo, vuelven a la laguna silenciosa para ocuparlo de nuevo todo con sus gritos. Y si bien nuestra vista suele preceder al oído, en este caso el sonido común de esos graznidos casi roturan la noche, como un regalo ajeno a los órdenes a veces sinsentido de los humanos. A los que, en general, se les compensa el madrugar...

domingo, 24 de octubre de 2010

La Puebla de Montalbán. 23-24 de Octubre.

Fernando de Rojas, el judío converso que apareció en el acróstico de la Celestina, y que nos mantuvo en vilo en nuestra primera lectura de esta, con las andanzas de Calixto y Melibea, nació en 1470 en una villa toledana llamada la Puebla de Montalbán, a unos treinta kilómetros de la gran Toledo. Por andanzas deportivas del destino (más que por argucias celestinescas); a saber, la noche del sábado 23 de Octubre Miguel Chispas y yo nos las vimos con nuestro primer Duatlón nocturno (http://www.youtube.com/watch?v=w01Q1eDHqSw) en un pequeño pueblito, cercano a Toledo, llamado Burguillos de Toledo, llegamos a la Puebla de Montalbán. Como la región toledana es de rica gastronomía y de gratos recuerdos literarios, elegimos una casa rural del siglo XVII, llamada Fernando de Rojas (como no podía ser de otra manera), con un patio maravilloso y una terraza de ensueño en la que por la mañana, bajo el aún soleado Octubre, volví a leer a Mercedes Roffé y a sus “Linternas flotantes”. Un patio es espacio sereno para la lectura compartida. Si a alguien le apetece visitar la casa, desde el patio hasta la terraza, que me siga (http://www.youtube.com/watch?v=1yUycvUajGI ). Aprovechando la estancia, elegimos el Restaurante Legazpi (925750032); un comedor popular, muy barato, para probar algunas de las especialidades de la región: en primer lugar el arroz con liebre, un plato exquisito en el que el arroz, caldoso y en su punto, coge el sabor fuerte de la caza, y en el que el buen cocinar respeta el sabor propio dejándolo bajo de sal, para que cada uno ajuste su punto. La paella es generosa, y donde comen dos podrían comer cuatro. La liebre tiene el sabor de la liebre. De carne más dura que el conejo, no queda en todo caso seca por cocinada en exceso, y conserva el sabor de la caza.
La ensalada lleva olivas amargas, seguramente terminadas por ellos, porque la región es rica en aceitunos. La morcilla de cebolla, casera, es exquisita, ni está grasienta ni esconde el sabor. Es equilibrada, jugosa, y crujiente en el exterior.
Para repetir en Domingo, sin duda, en que probamos además la otra especialidad del Legazpi; el conejo al ajillo. De sabor fuerte, mantiene la carne blanda, y el aceite no resulta aceitoso. Una delicia. De nuevo, donde comen dos comen cuatro.
Pero antes, nos proponen una sopa de cocido, que tiene el sabor y además la ligereza, y en la cuál, este comedor popular tiene el gusto de echar los fideos cinco minutos antes, de manera que da gusto y, como dice el camarero “aunque no alimenta calienta”.
Si alguna vez alguien pasa por la Puebla de Montalbán, que no deje de disfrutar de estos manjares, ni de darse un paseo por las Barrancas (www.wikiloc.com/wikiloc/view.do?id=355663 ), a unos tres kilómetros del pueblo, en dirección a Toledo. El entorno del embalse de Castrejón y las cárcavas rojizas de su vera, rodeadas de gran cantidad de aves que hacen su paso en invierno, son una regalo para los ojos del caminante, y, probablemente, muy probablemente, pueda ser un tesoro en los momentos en los que la luz abandona el día.

miércoles, 20 de octubre de 2010

EL PARQUE DEL CAPRICHO




He vuelto al Parque del Capricho. Este caprichito de la Duquesa de Osuna, del siglo XVIII, es también suerte y orgullo para Madrid. Pasear por el Parque es como viajar por los arrebatos de Maria Antonieta y Fernando VII, pero es también pasear por los deseos de aquella época del triunvirato romano, cuando ya los hombres buscaban en el Locus Amoenus una salida de la ciudad. Es además como bajar a las ensoñaciones de Kurosawa, cuando ya el Otoño deja en el huerto de juguete esas enormes calabazas, cuyos tamaños, reales, nos hacen confundir la realidad y el sueño. Pero es también como querer ser el Manckievicz de la huella, y un poco, casi, Werther, por entre los "salvajes" y espesos caminos del parque. Para eso está, además, Dioniso, el vigilante de la desmesura, el guardian de las pasiones, ese que borra la aburrida línea del orden de los hombres con los hombres. Hasta Goethe se había atrevido a dibujar brujas y noches y muertes y vidas en la frondosa maravilla del "unheimlich" bosque. Esa sombra es la que guarda Dioniso, esas sombras son las que mantiene el Capricho. Y, como tomando forma de todo eso, el cisne negro dibuja en el agua la sombra de Mefisto. Si no es el cisne el propio maravilloso demonio, que baje Dios y cierre el parque. Que baje Dios y cierre el Capricho, la sombra, el misterio, que baje Dios y ponga barrotes entre nosotros y nuestra imaginación.

lunes, 18 de octubre de 2010

La carrera de la ciencia. 16 de Octubre.

A las nueve en punto de la mañana sonó el disparo de salida. Estábamos en segunda fila, después de trepar la valla. Estábamos a merced de las sombras de Serrano. ¡¡Pero adónde van esos!!, debimos pensar viendo a los primeros. Tú como la sombra de Carlos y ahí sin moverte, me digo. Pero hostia a qué hostia va, pensé. Lo pensé sin reloj, tanta pijadita y luego no le sé dar al botoncito de iniciar. Vaya mierda. Hay que ver lo que prona Carlos, es de libro, me digo. Pero a qué hostia va, a mi me va costar ir diez kilómetros a esta leche, me oigo. Oye perdona, le digo a la chica, ¿en cuánto hemos pasado el dos mil? En seis cincuenta, dice. ¿Cómo?, digo. En seis cincuenta, repite. Gracias, le digo. Haciendo amigas hasta en las carreras. Pero a lo que íbamos, eso es ir a 3:25, una leche que no es pa mi. Tú tira, si no vas mal, hombre. Si sigues así te plantas en treinta y cinco minutos. Así que tiro del carro, adelantando grupos, hasta el kilómetro cuatro, donde está mi Cla y mi desfallecer. A Carlos se le ocurre pasar delante y yo le sigo, pero forzado. Hay que decidir, o reventar o regular. Yo que no soy de sufrir... ¡¡pues regular!!, decido. Carlos se aleja en el horizonte. Yo a lo mío. Pensamientos deslabazados hasta el siete. Y luego a remontar, que ya es hora. Termino los dos últimos kilómetros con fuerza, seguro de mi derrota con el cuñado Carlos. Pues sí que ha elegido bien mi hermana; un tío que me gana corriendo, el cabrón. En 36:31. Aquí le tienen.

Así que entro y veo que he hecho 37:10. Aquí estoy yo, con mi alma gemela.

Pues no está tan mal, ya tenemos la mínima para la San Silvestre. Ese era el objetivo, ¿no?, me consuelo. Pues sí, ese era. Así que a disfrutar de la derrota familiar. Qué gozada. Y no veo mejor manera que irme a patinar por el Retiro por la mañana con mi Clá, y con mis sobrinas a montar en el pulpo por la tarde, para así evitarle así a mi cuñado que pase el miedo que pasa uno en esos cacharros. Se lo merece, coño, que me ha ganado de largo esta mañana. Al César, lo que es del César.

jueves, 7 de octubre de 2010

O´Zapft is!!! 200 años de Oktober Fest. Munich, 4 de Octubre de 2010.

Han pasado ya 200 años desde que Ludwig I y Therese celebraran, 5 días después de su boda, un 12 de octubre de 1810, aquella carrera de caballos que haría nacer la Oktober Fest y mitificar el Theresienwiese (el césped de Teresa, del que sólo queda el espacio en el que se celebra la fiesta). Después, siguieron los caballos y la fiesta de la agricultura, a la que poco a poco se iban añadiendo el desfile, desde 1835, y la estatua de bavaria, allí desde 1850. Después vinieron los juegos y las casetas (Tents), esos grandes espacios de los que ahora quedan 14, en los que se bebe y se baila. A la mayor fiesta del pueblo del mundo se sumó entonces el Hendl (pollo), el Schweinsbraten (cerdo asado) la Schweinhaxe (pata de cerdo). Steckerlfisch (pescado a la parrila, ensartado), los Brezn (panecillos con forma de o partida), los knödel, de pan o patata, los Kasspatzn, pasta de queso, los Sauerkraut (nabo de ese que pica y mata) y las famosas Weisswurst (salchichas blancas). Por todos lados corre la cerveza. Y aquella fiesta de los caballos, rodeada de bávaros en Lederhose y de bávaras en Dirndl, discurre ahora por dentro y por fuera de las casetas, con música suave hasta las 6 para que no se dispare el alcohol, y con música fuerte desde entonces para que los 5 millones de visitantes de todo el mundo den rienda suelta a su locura alcohólica. Allí los alemanes se desalemanizan, bailando enloquecidos, y la fiesta popular da paso a la bebida y a la música de los Beatles, a Queen, a Shakira… Desde arriba el Carrussel debe enseñar la ciudad a los que aún puedan verla, la montaña rusa con cuatro “lupings” parece un regalo sobre la ciudad. Heiko apura los cielos, Manuel se desata con Let it be. Sobre el andén del metro, la cruz roja, “la caseta número 15” despliega sus mantas metálicas y rodea a alguien que quizá vuelva en sí. Es el último día, el último lunes. Me pregunto que queda de aquella carrera de caballos, de aquel desfile, me pregunto por qué usarían los bávaros los lederhose, pero sé que de aquello queda sólo una fina capa visible, como ese hielo de la mañana, antes de partirse.

lunes, 13 de septiembre de 2010

ALTA RIBAGORZA


Desde que Homero (o quienquiera que fingiera ser Homero) inaugura la metáfora del viaje, de forma escrita, los destinos y los caminos han guardado miles de pequeños secretos, que los ingleses y franceses parecieron haber agotado, en el siglo XIX, y que la tecnología moderna reduce a esquirlas. Sin embargo, aunque la expectativa se desvanece, y nuestra percepción, reducida, los achica, sólo el que sale con su mochila sabe que, tarde o temprano, le espera la sorpresa que le da la vida.

A ellos, que siguen buscando, y a ellas; a las sorpresas que esperan, van dedicadas estas líneas.

1. LA LUZ.
Hay una hora del día en un momento del año en la que la luz convierte al mundo en sueño. Toda la reflexión estética del mundo pierde su peso, la pena tiene sus momentos de carnaval y se disfraza de alegría, existe la levedad del tiempo, quizá ese pequeño atisbo de eternidad, ese punto de ascenso y descenso en el que la gravedad remite inconsistente a sí misma. Y el trazo del vuelo sobre la luz proyectada convierte también al pobre en príncipe, y a la necesidad casi en necedad (sólo desde los rincones en que esa luz es posible, visible). Pero esa luz tiene los minutos contados, reclama la atención del mismo modo que silenciosa parece mostrar una verdad a gritos; la belleza es sólo el instante previo a ese otro en que todo se desvanece. No se toca, no se posee. Se siente. Dicen que los egipcios situaban en el corazón al pensamiento. A pesar de la ciencia estoy con ellos. La aspiración no es banal; la luz es clara y sonora. Su falta, evidente. Busqué esa luz el miércoles, yo solo, en la pista que iba desde Torres del Obispo a Benabarre. El Mountain Bike también te permite esto. Los signos fueron claros. Ante mi, un jabalí corría hasta desaparecer en el bosque. Tras de mi, un perro grande estuvo a punto de atacarme, y sólo el grito del guerrero prolongó la última hora. Después, la luz lo inundó todo. Cuando por fin marchó, una nube rojiza y malva temblaba, melancólica, sobre Benabarre.

El Martes, una hora antes de que el sol se fuese, sobre Montfalcó, en una ermita (Santa Quiterla y San Bonifacio)situada sobre las rocas, el gran embalse de Canelles. Al otro lado, el río Noguera atravesaba el Congost de Mont Rebei. Durante la hora que precedió a la puesta, la luz jugó conmigo al indescifrable misterio de la luz. Ni ayudado por la cámara descubrí el misterio.




2. EL ARROJO.
En La Habana, en donde todavía jóvenes y viejos recordaban a Hemingway, lo leí por primera vez. Me llegó un pulso narrativo decepcionante. Con los años, he reconocido ese pulso como una de las grandezas literarias. Sin embargo, en la memoria de aquel lector ignorante hay una frase que introduce “Las nieves del kilimanjaro” que aún no he podido olvidar. Dice así: “Kilimanjaro is a snow covered mountain 19710 feet high, and is said to be the highest mountain in Africa. Its western summit is called the masai “Ngàje Ngài”, the House of God. Close to the western summit there is the dried and frozen carcass of a leopard. No one has explained what the leopard was seeking at that altitude”.
Cuando llegamos a Casa Bonet y vimos aquella Volkswagen con matrícula alemana supusimos una carretera o una pista. Cuando tras la incertidumbre, y la certeza de que algo pasaba conseguimos comunicar con aquel hombre vital de setenta y cinco años, gordo, de ojos azules y gestos torpes por una prótesis de rodilla reciente, comprendimos qué había pasado. En aquel lugar, frente a aquella casa deshabitada, llamada Casa Bonet, no había ni carretera ni pista. El arrojo de nuestro Frese (así se llamaba), acompañado de su mujer, que no estaba (había salido a buscar ayuda) al que había guiado la belleza del paraje y un deseo de ver “el otro lado de la ladera”, le había llevado más allá de los límites por donde puede ir, incluso, un 4 x 4. Y ese "un poco más" le llevó hasta el límite en el que sólo quedaba un sendero estrecho, un lugar desde el que era imposible salir. Aquel viajero insaciable que había recorrido, alejado de la comodidad de los hoteles, las esquinas de la península y de Francia, en busca de esquinas bellas y especialidades gastronómicas. “Lo conocido ya lo tengo en casa, si salgo es en busca de lo que no conozco”, les decía a sus amigos, en las reuniones en que su pasión por las motos no chocaba con su poca atracción hacia el fútbol. Cuando aquellos guardias civiles llegaron a “rescatarlo”, poco antes de que un helicóptero se lo llevara, debieron pensar, como mucho tiempo después seguimos haciendo nosotros “what the german man was seeking at that altitude”. Sin embargo, él, tranquilo, asumía las consecuencias de su arrojo, disfrutando de una larga conversación de tres horas con un extraño interlocutor: un españolito de a pie que bajaba en bici por la ladera, que hablaba alemán, y al que le pudo detallar media vida, sentado en la falda de una bella ladera, mientras el 112 y la guardia civil se movilizaban en su búsqueda, y su mujer, perdida en el monte y en el reino de las palabras ajenas, trataba de explicar (sin éxito) dónde podían encontrarle.


3. EL RESCATE.
Empieza Sanchez Ferlosio “Alfanhui” con una cita que copiaré, para evitar llantos familiares: “sembradas están para ti las locuras que andaban en mi cabeza y que en castilla tenían tan buen asiento. Escrita para ti esta historia castellana y llena de mentiras verdaderas”. Quiero hacer mía la cita por dos razones: una, por mi locura, al escribir lo que voy a escribir. Es la locura del cuerdo; capaz de convertir cada hecho en carnaval muy a pesar de la trágica realidad de los hombres. La segunda es porque todo lo que diga a partir de ahora será mentira, o por lo menos, todo lo que se refiere a las descripciones del accidente de Enrique y de las intervenciones que sobre él hicimos. Que sus familiares y amigos estén tranquilos. Él no miente.

Desde las alturas de Montfalcó, donde los románticos apuran por la noche estrellas y galaxias, nitidas en la oscuridad, y desde donde el Embalse de Canelles aparece en su máxima extensión, baja por el pedregal y entre el bosque de pinos una pista pedregosa y resbaladiza que llega al pantano. Hace frío. Se masca la tragedia. Y aunque luego una subidita hacer subir la temperatura ( y mucho ), el descenso, a través de un sendero (invisible para el líllico) llega hasta la orilla del embalse, que es ya reto para el tático y alarma para el prudente. La ceguera puede llevarte por la diversión de las piedras que deja el río seco, en donde el Mountain Bike parece más “descenso de cañones con bici a cuestas”. El signo de la tragedia viene precedido por el signo que invita al signo. Desde allí, hay un sendero que vuelve a subir hasta el mirador Fet, donde una ermita se hermana con la de Montfalcó. Pero ya se han ido todos, como si tuvieran prisa porque lo que tuviera que pasar pasara. Un nuevo pinchazo y en el collado ya hay uno que decide tirarse hacia abajo, solo, para perderse. Es el último signo antes de la tragedia. Desde ahí bajamos por un pedregal que invita al riesgo y del que Enrique sale ya tocado, con el brazo ensangrentado. Después, la pista ancha. Rápida, con piedras. Es necesaria una prudencia extraña, esa que te hace pensar más en lo que puede pasar que en lo que pasa. Tato y yo venimos como perros pastores, rastreando y cuidando del grupo. Y en la pista, detenido, vemos a Enrique. Sobre el suelo. Inmóvil. O juega, o la cosa es seria. Está boca arriba, con lo ojos cerrados. No se mueve. Sangra abundantemente por la nariz y por la boca. Tiene las gafas llenas de tierra. El maillot roto. “¡¡¡Enrique, Enrique!!!”. Pero no contesta. Le golpeamos la cara. Nada. Entonces tiene un primer espasmo. Parece abrir un ojo. El pulso es bajísimo. Débil. Respira. Le doy dos tortazos. Inmerecidos, vaya eso por delante. Gruñe. Ya es algo. Le muerdo el meñique. Retira la mano. Eso es buen signo. Saco las vendas. Le rocío de agua, le limpio las heridas. “¿Qué pasa?”, pregunta. “Parece que te ha dado un bajoncito, seguramente por el calor”, le digo. Mira su bici. La rueda partida. Me mira. “Te ha debido dar un bajón y por eso se te ha ido la bici”, me veo obligado a aclarar. Vuelve a perder el conocimiento. “Necesitamos ayuda”, le digo a Tato. No tenemos cobertura. Tato sale como nunca he visto a nadie volar sobre la bici. El pulso vuelve a ser fácil. En el Camel llevo una jeringuilla de Adreyet, pero la llevo para una reacción asmática o alérgica mortal. No quiero darle adrenalina. “¡¡¡¡Enrique, Enrique!!!!” Estoy solo, y me siento aún más solo. “Me cago en la puta, me cago en la puta, ¡¡Enrique, coño!!”. “¿Qué pasa?”, me dice, “¿Qué pasa?”. Sonríe. Tiene la nariz en ascuas. “Hijo puta”, pienso, “te ha salvado la nariz y el casco de romperte la calva”. Le doy agua. “Anda bebe y ve sentándote que tenemos que tirar, el Lillo está impaciente”. “El Lillo siempre está impaciente”, dice. “Pues eso, andando”. La rueda está partida. Le damos unas patadas para que ruede y tiramos, andando, hasta más allá, siete kilómetros más arriba, un sitio llamado Estopiñán.


Allí le recoge un coche y lo lleva al hospital. Queda en observación. Nosotros nos vamos a comer. "¿Qué tiene?", preguntamos. "Tal y taly tal, y libritos de Lomo", "¿vienen con el texto?", "sí, contesta, con el texto completo. No son Biblias, pero no están mal". Por lo menos a alguien le queda humor. Repetimos esa ensalada y la longaniza ribagorzana que no nos sabe a nada. Normal, sin texto. El que ha decidido perderse no viene. Al final tardará dos horas en llegar. Tato y yo vamos al hospital. “Le vamos a tener 24 horas en observación”, nos dice un señor como salido de la Edad Media, con un rictus franquista. “Sí, claro, claro”, le digo yo. Pasamos a visitarle. Tiene buena cara. “Ve vistiéndote”, le dice Tato, “no tenemos todo el día. O salimos antes de las cuatro y media o no llegamos a Benabarre con luz”. Enrique no se mueve. “Quieren tenerme en observación” . “Si quieres nosotros te miramos toda la tarde, anda, despelmázate”. Enrique me mira a mi. “Así está el tema”, le digo. “Hay una puerta por atrás, al lado de los baños, salid por allí”. “¿Y la bici?”, pregunta Enrique. “La tienes nuevita, la asistencia te cambió la rueda. Esperadme ya en el taxi”. En Estopiñán recogemos las bicis y al Lillo y tiramos hacia Benabarre. Atravesamos el bosquecillo por una senda linda por el interior del bosque, y luego el terreno, abierto, con arbusto bajo, entre el que se distingue la figura de Enrique, arrastrándose: “parad, parad, que me mareo”. “No jodas, Enrique, que si te mareas ahora nos la montan por la fuga del hospital” “Pues también teneis razón, dale, dale, que se nos va la luz”. Y así, bajadita y subidita por el pedregal llegamos a Torres del Obispo. Ya está cayendo el sol. Enrique parece sano, aunque cansado. Yo me paso al punto uno de esta crónica: “la Luz”, los demás siguen por la carretera…

4. DE TRIALERAS Y SEROTONINAS
De Benabarre hasta Roda de Isábena encontramos la forma de empujar las bicis ladera arriba. Vemos desde la gran cima el Tourbon, buscamos la suerte en Lescuarres, donde perdí los guantes (como aquella vez en la Pedals de Foc) y tuve que recuperarlos conociendo a todo el pueblo y andando solo por entre los caminos. Pero de todo eso nadie se acordará. Quedará sólo, en nuestras memorias, los 22 kilómetros de subida por esta vez sí que verdadero pedregal, (dice Enrique que no es posible ver piedras preciosas en una cuesta arriba, habría que preguntar a los sátrapas) en el que no sólo la pendiente mataba, sino que era técnicamente difícil mantenerse sobre la bici. Fuimos poquito a poco, como se hacen las cosas para hacerse bien, metidos en ese bosque tupido que dicen los de por aquí que es la algarabía del Otoño. Y una vez arriba, con el agotamiento en el ojal, hizo acto de presencia la serotonina. Entrábamos en la senda de bajada por el bosque, dos curvas reviradas de ciento ochenta grados y la pendiente se disparaba. Espacio estrecho, piedras escondidas entre el verde, y esas curvas cerradas en las que nos parábamos para redisponer la bici. Bajamos como poseídos por la locura. Sin accidentes. Sin paradas. Al llegar abajo, a pesar de que nos quemaban los brazos y las piernas y los frenos, se nos había ido el cansancio. Era la serotonina, sin duda. Gritamos de descontrol, y nos golpeamos las manos. Quedaba aún un tramo de repechos pedregosos sobre el acantilado. Los recorrimos rápidos, con furia, por miedo a que la serotonina perdiera su efecto. Y así llegamos a la Roda, antes (mucho antes) de que nuestros compañeros, que se habían ido por la carretera, empezaran a tomar sus cervezas.

domingo, 5 de septiembre de 2010

LA VERDADERA HISTORIA DEL DESCUBRIMIENTO DE LA TUMBA DE TUTHANKAMÓN.




El 4 de Agosto de 2010, esta expedición entró en la cámara funeraria de Tuthankamón. Sin duda, fuimos los primeros. Para que la ciencia crea la historia, hemos decidido escribirla. Durante días, Pala, Enni, y yo, reconstruimos los detalles de aquellos días. Howard Carter sólo fue una leyenda.

Cuando descubrimos la tumba de Tuthankamón, Pala, descendiente del Dios de los bosques Ápalo, acababa de cumplir ocho años, y Enni, pequeña diosa de los ríos, recién había cumplido seis. Sabíamos que para esa expedición teníamos dos dificultades: una, convencer a la comunidad científica de que la tumba que había descubierto Howard Carter en 1922 no se había descubierto todavía, y la segunda, más difícil, era convencer a Minoe, que había cuidado de Pala y de Enni de pequeñas, de que nos dejara viajar hasta el valle de los Reyes. Aún así nos decidimos a emprender la expedición. El primer problema, convencer a la comunidad científica, lo dejamos para después, para cuando ya hubiéramos descubierto la tumba. El segundo era prioritario. Nos reunimos con dos ayudantes. Uno era Memé, el niño dragón, hijo de una descendiente de Dido, a la que apodaban Numa. Y nos lo pusieron fácil. “Id al lago que hay junto a la tercera catarata del Nilo, esperadnos allí, pacientemente, y nosotros os llevaremos al Valle de los Reyes”. A Minoe, hermana de uno de los más influyentes reyes del sur, fue fácil convencerla. Mucho más fácil de lo que nosotros mismos habíamos pensado. “Nos vamos a pisar la escalera que lleva al lugar donde todos los oros relucen”. Ella sonrió, como si sólo fuera un juego. Cuando tiempo después volvimos, supo que no la habíamos mentido. Pala llevaba una gargantilla dorada y Enni unas sandalias del mismo oro. Memé, que venía también con nosotros, llevaba la espada del faraón. No nos fue difícil llegar al primer recodo tras las tercera catarata del Nilo. Por los caminos del bajo Egipto, un cuatro por cuatro nos recogió, como enviado por los dioses. Nos dejó en la orilla, sin que nosotros se lo pidiéramos siquiera. En el agua, unos peces rojos brillaban bajo el dorado del reflejo del sol en la superficie. Hacía calor, y los tres; Pala, Enni, y yo, nos sentimos solos. Ante nosotros la extensión del Nilo nos parecía un mar, y aquel silencio de la superficie del río, inquietante, se turbó cuando Enni dejó caer sobre el agua un trozo de pan con cocolate, asquerosamente derretido por el calor. El estruendo fue terrible; un monstruo de los mares acometió aquel trozo de pan como si de un asunto de vida o muerte se tratara. “El bicho es asqueroso”, grito Enni, asustada, “asqueroso”. Las aguas tranquilas son profundas, pensé, mientras el río volvía a la calma. Aunque en principio no había peligro, íbamos a intentar llegar al Valle de los Reyes, donde suponíamos la tumba de Tuthankamón, en la costa oeste del Nilo. Sin duda, necesitábamos refuerzos. Cuando Memé llegó, con Numa, el calor estaba a punto de achicharrarnos. Habíamos esperado tres días junto a la costa, sin otro agua que el peligroso agua del Nilo, sin otra comida que los panes con chocolate derretido que aún Pala conservaba en la mochila. Numa nos despertó, rociándonos con agua. “Vamos, chicos”, dijo, “hay que animarse”. Sacó de un gran bolso dos botellas de agua y de una tartera pan y embutidos. A Enni le costó despertar. Era a la que más le afectaba el calor. Pero Memé se encargó de animarla, con esos ojos de un azul grisáceo que la envolvieron, ya sonrojada a sus seis años. “he traído dos botes”, dijo Memé, “yo iré con Numa y vosotros tres juntos”. “La navegación es sencilla, pero hay que tener cuidado con los surtidores, son como geiseres de río, nos pueden empapar”. “Y hay que cuidarse también de piratas y de cocodrilos”. Hacía bastante viento, pero mucho calor. “Saldremos después de comer”, dijo Numa. Y así fue. Enni y Pala remaron como si lo hubieran hecho toda la vida. Y, justo antes del amanecer, llegó lo inesperado. Cuando habíamos superado los surtidores, un bote con piratas egipicos nos atacó.



Utilizaron una bana estrategia. Querían llenar nuestro bote de agua, para que nos hundiéramos. Memé, el hombre dragón, dibujó una espada en el aire y les atacó, sin miedo.




Y como si de una fuerza sobrenatural se tratara, los piratas huyeron, no sin antes haber sido empapados por los remos de Pala, de Enni, y de Numa, golpeando furiosos sobre la superficie del río.
Casi había anochecido cuando un chapoteo en el agua nos inquietó. Fue Enni la que primero lo vió: un cocodrilo verde se acercaba sigiloso a nuestro bote. Sin que casi nos diera tiempo a reaccionar, Pala le pidió a Memé el secreto de la espada invisible. Memé dibujó cinco espadas en el aire. Cada uno cogimos al nuestra. Cuando el cocodrilo nos atacó por primera vez, golpeando el bote, que se movió, inestable, Pala, Enni, y yo, agitamos nuestras espadas y las clavamos sobre la piel dura del cocodrilo verde. La bestia retrocedió, sin ceder del todo. Vimos como el agua se llenaba de sangre. Unos metros más allá vimos a otro gran cocodrilo, un cocodrilo de piel marrón al que los egipcios llamaban “cocodrilo bueno”. El cocodrilo verde atacó de nuevo. La barca se tambaleó. Enni se tiró al agua. Rodeándola, aparecieron seis cocodrilos verdes. Enni, diosa de los ríos, se elevó por encima de la superficie, desafiando a la ley de la gravedad. Los seis cocodrilos intentaron morderla. Ella se movió ágilmente y con enorme facilidad, sacudió su espada sobre las cabezas de los tres primeros verdes. Elevándose de nuevo, se subió sobre las espalda del cuarto. Desde allí, soltó una patada mágica que mató al quinto.







Al sexto, le dijo, suavemente: “vete”. El sexto se fue. El “cocodrilo bueno” lo observaba todo. El primero, el que primero nos había atacado, aún herido, se hundió, desapareciendo en el río. Nunca supimos si aquel cocdrilo marrón había atacado al verde, o si este se había asustado por su mera presencia. Lo que estaba claro es que aquellos siete cocodrilos verdes habían desaprecido. Vimos al cocodrilo bueno desaparecer, por la orilla, antes de que nosotros la alcanzáramos. Ya era de noche. Memé sacó una linterna y señaló el camino. Dejamos las barcas en la orilla. Cuando tiempo después volvimos, sólo quedaban astillas. Con casi total seguridad, los cocodrilos habían destrozado las barcas. Caminamos durante media hora, con las mochilas, hasta que nos quemaron los hombros. En cada una llevábamos todo lo neesario para entrar en la tumba de Tuthankamón; nuestras herramientas de arqueólogos y nuestras tiendas. Estábamos cansados. Atravesar el Nilo era casi una tarea de héroes. Habíamos sobrevivido. El primer escollo para ser los primeros en entrar en la tumba de Tutankhamón estaba salvado. Pusimos dos tiendas. Una grande y otra pequeña. En la pequeña dejamos las mochilas y los instrumentos. En la grande pusimos las esterillas. Hicimos un fuego que rodeara el campamento y nos echamos a dormir. No tardamos en quedarnos dormidos.
Por la mañana, al despertar, tres serpientes rodeaban la esterilla de Pala. Enni salió rápidamente en busca de un instrumento que utilizaríamos para la excavación: una brocha. Con ella, frente a las serpientes, hizo seis círculos en el aire. Las serpientes se quedaron adormiladas. Pala se levantó y las rodeó dibujando un círculo en la tierra que las rodeaba. De aquella línea surgió una chispa que las rodeó de fuego. Pala levantó las manos al cielo. Las serpientes se agitareon volviándose locas y mordiéndose a sí mismas. No tardaron en morir. Entonces, los dedos de Enni, como conectados con el Nilo, apagaron el fuego. Después, pasado el peligro, recogimos las tiendas, comimos algo, y empezamos a caminar sobre el desierto. Estábamos en el Valle de los Reyes. Uno de nuestros sueños se había cumplido. El Valle de los Reyes se abría ante nosotros como una inmensa extensión, un espacio mítico, sagrado, imponente. Mucho más grande de lo que habíamos imaginado. El desierto era infinito. Caminar por la arena era dificultoso. Éramos, y así lo dijo Memé, “como hormiguitas sobre la tierra”. Por primera vez nos sentimos pequeños ante el espacio, ante la tarea. Después de dos días de fatigoso andar, encontramos una gran pared de arena. Sabíamos que bajo nuestros pies estaba la tumba de Tuthankamón. Por suerte, no teníamos que investigar palmo a palmo, como había hecho Howard Carter en los años veinte, cada rincón del Valle. Eso nos facilitó el trabajo. Sacamos las brochas, y empezamos a rastrear el suelo. Enseguida surgió una piedra. Luego, otra. Estábamos sobre una de las paredes de la cámara funeraria. Cinco horas después, la entrada estaba libre. Era casi de noche. Decidimos esperar a la mañana siguiente para entrar. Enni fue la primera en bajar las famosas escaleras de la cámara. Después lo hizo Memé. La tercera era Pala, seguida de Numa. Yo bajé el último. Al final de las escaleras, como sabíamos que le había pasado a Carter, la pared, sellada, no nos dejó seguir. Había que romperla. Los cinco picamos a golpes la última puerta hacia el faraón. Teníamos una prevención. Aunque la leyenda decía que todo el que profanara la tumba de Tuthankamón moriría y pasaría a formar parte de la piedra y de la arena del desierto, sabíamos, por la ciencia, que las bacterias dormidas durante siglos habían causado la muerte de casi todos los que entonces entraron en la cámara. Nosotros estábamos preparados. En nuestra mochilas, llevábamos potentes bactericidas y fungicidas. Eso fue lo primero que hicimos. Antes de dejarnos embelesar por los brillos del oro, llenamos la estancia con aquellos sprays. Prudentes, volvimos a salir fuera. Dejamos que aquel spray hiciera efecto. Queríamos volver sanos y salvos, para mostrar a Minoe “los relucientes oros del oro”.
Aquel día lo pasamos observando el Valle de los Reyes, tranquilos, victoriosos, orgullosos de lo que íbamos a conseguir. Eso nos permitió ir viendo cómo desaparecía el día. El Valle se llenó de colores; desde los amarillos de la mañana a los dorados del medio día y los rojos de la tarde. Aquella belleza era impagable. Numa propuso que escribiéramos un poema sobre la arena, para que el viento se lo llevara y transmitiera el mensaje por el mundo. Así lo hicimos. Tras ir poco a poco construyéndolo, entre todos, en nuestro pedacito de arena, el Valle de los Reyes decía:

Todos los brillos del oro
Quedan en sombra
Ante el amanecer

Todos los brillos del oro
Pierden su brillo
Bajo el crepúsculo.

A la mañana siguiente entramos en la cámara funeraria. Teníamos la planta de la cámara, así que pasamos las dos primeras estancias y fuimos directamente adonde se encontraba Tuthankamón. Era eso lo único que nos interesaba. Estaba momificado bajo cuatro cajas y cuatro ataúdes. Cuando los abrimos, le vimos. Sólo Enni evitó mirarle de frente. Temía convertirse en piedra. Pala nos advirtió de que no había que quitarle la corona. Cuando le vimos, le dijimos: “Hola, Tuthankamón, sólo vinimos para saludarte. Queremos ver tus tesoros, pero no nos llevaremos nada”.




El faraón pareció asentir, y creímos oír como decía: “Pasad”. Así lo hicimos, nos pasamos el día entre vasijas, barcos, y objetos dorados. Pero no nos llevamos nada. De recuerdo, yo sólo quería que todos nos hicéramos una foto con el faraón. Lo sentamos junto a nosotros y nos hicimos la foto. Al salir, llamamos al Brittish Museum para que se hiciera cargo de todo. No tardaron en llegar. Antes de que aquel lugar se llenara de perdiodistas y de televisiones, nosotros cogimos nuestras mochilas y volvimos a atravesar el Valle de los Reyes en dirección al Nilo. Allí, encontramos los botes destrozados, pero una gran barcaza egipcia, llevada por un consejero del faraón que no hablaba español, nos recogió. Nos dejó al otro lado del Nilo. La barcaza, eso lo supimos después, había sido una barcaza utilizada por Tuthankamón. Al otro lado del Nilo nos recogió un cuatro por cuatro. Nos llevó hasta Luxor, antes paraíso de Akhenatón, el padre de nuestro Tutahnakamón. Desde allí, en autobús, fuimos a El Cairo. En el gran mercado central, Memé compró una espada, Pala, una gargantilla dorada, Enni, las sandalias de oro y las uñas doradas. Y Numa, una túnica. Yo no quise nada, tenía la foto. Desde El Cairo volvimos a Madrid, donde nos esperaba Minoe. Cuando nos vió llegar, supo que no la habíamos mentido, en nuestros rostros brillaba el oro del oro. La ciencia, sin embargo, nunca nos creería.

martes, 31 de agosto de 2010

APÉNDICE GASTRONÓMICO

Me cuesta no hablar de comer, en este mundo pirenaico. Hay un plato en esta región que lo ocupa todo, es la olla aranesa. Es un pote, o sea es de invierno, aunque algunos (yo) le dan al pote a cualquier hora del año. Lleva zanahoria, patatas, alubia blanca en mayor o menor medida, y luego butifarra blanca, morcilla y algún fídeo, dependiendo del sitio. En Lucana más alubia blanca y sin fideo, en Goço, creo que se llamaba así, apenas alubia, y mucho fídeo. A pesar del porte y el servicio de Lucana, y a pesar de la terraza, maravilla entre las maravillas, a pesar de la inclinación, más rica en este último; Goço. En este mismo, las pizzas parecen cocas, que son también de la región. Y no están mal, se dejan. La masa es deliciosa y fina como la de las cocas. Después está el buey. He comido dos veces ese buey, una en junio, y otra ahora, y creo que repetiría sin pensarlo. Hay un vino del Segre que me gusta. Se llama Alges. Tiene el cuerpo y el poso. Se mantiene. Es más suave que los otros vinos de aquí, que los que bebíamos en Baqueira. Me gusta. Y después, al otro lado de la plaza, está el Txapela, creo que se llama Txapela. Si no es así, sigue siendo una Segardoteguia, la versión "light", claro. La sidra es rica, fuera de temporada pero rica. Y luego hay ensaladas y risottos de hongos que se dejan, porque ahora en una sidrería vasca en la plaza mayor de Viehla, en plenos Pirineos, se puede comer risotto, como a lo mejor se encuentra jamón de jabugo en alemania, si uno busca mucho y bien...

lunes, 30 de agosto de 2010

La cuerda entre Francia y España. 30 de Agosto


La cuerda de los valles que dan a Francia y a España, aún subiendo por esta cara del valle de Arán es otro sitio bello. Hay una pista cariñosa que te va llevando hasta que te abandona en el Prado de los lobos y tienes que subir de cuajo. Un “tour de force” para Tamara, una paraíso para la Lula, y un libro de botánica para Miguel. Las lluvias de la última primavera aún dejan su rastro: árboles caídos, arrancados de raíz, dejando un camino dificultoso, con el color gris que sólo el paso de las hadas convierten en camino luminoso. Al final, cuando ya la cosa es casi imposible, decidimos volver. En el Prado, queda el cariño de los saltamontes, la búsqueda de la caricia perdida en el cobijo de Tamara. Miguel nos da sabiduría fúngica, y aún sube como los ángeles, después de su paliza de ayer. Por la tarde, después de despedirnos de Miguel, Tamara y Lula, a los que dejamos con la única compañía de su amor, poco a poco, atravesamos la meseta, disfrutando del espacio sagrado para la plática que es el coche. Una plática que es como un corro, un lugar en el que todos juegan.

domingo, 29 de agosto de 2010

MEDIA MARATÓN DE MONTAÑA 15 POBLES. Viehla, 28-29 Agosto.





Aunque parezca una paradoja, voy a hablar de amor. Y no hablaré de un amor concreto, ni del mío, sino del Amor. Nos lo va a explicar Miguel, como una metáfora del carrerón que hizo por las enormes subidas del valle de Arán. Mi dedo roto me había impedido entrenar el último mes, pero aún así, quería acompañar a Miguel. Lo hice hasta donde pude. Luego, reventé. Amaneció amenazante, como lo hacen los días del Pirineo, con el cielo cubierto y gris. Ya lo decía Miguel en el desayuno: “En el amor las cosas no son como empiezan, sino como acaban…”. Desayunamos fuerte. “El amor se consolida o desaparece por las mañanas, cuando nada más despertar uno se enfrenta, nada más abrir los ojos, con lo que la noche hizo de ella…” En el bus hacia Es Bordes Miguel se sentó conmigo: “ya está bien de tanta tontería”, dijo, mientras mi hada reía, apartada, junto a la ventana. En Es Bordes, mientras calentábamos, vimos cómo las luces inundaban el valle, lo encendían: “el brillo de la mañana es como el del amor, reluce un instante en el fresco para luego achicharrarte en la tarde”. A las nueve en punto, después de calentar con Lobezno, que había ganado la subida de escaleras del día anterior, salimos, como locos. “Suave, suave”, dijo Miguel, “que una pareja es como la larga distancia, hay que saber dosificarla para que dure”. La subida era durísima, desde los primeros quinientos metros subía en picado, en dirección a Arro, y a Vilamós, en el kilómetro seis. Yo iba rotito, ya de salida, pero aguantaba por orgullo. A media subida me sentí recuperado y pasé a Miguel, muy levemente. “En el amor hay que ser escueto y claro, basta una palabra: quita”, y repitió: “quita, quita”. No supe si me lo decía a mi o a la montaña, pero no importó. Al llegar a Vilamós yo ya no podía más. Sin embargo la belleza del paisaje me maravilló. “Hay que subir muchas cuestas para disfrutar de una bien ganada vista”. Bajamos por una senda linda, por el bosque, disfrutando hasta el kilómetro diez. En algunos tramos había piedras sueltas: “hay que saber no resbalar, hay que intentar no cavar zanjas que lo sepulten a uno”, repetía, mientras bajábamos. En el avituallamiento del diez recibimos los primeros ánimos. Había un tío encantador que iba encandilando a los corredores, con sus palabras de ánimo, que te hacían volar: “muy suavito para arriba y ya es todo coser y cantar”, decía. Comimos una naranja y plátano, y bebimos agua. “O te refrescas, o aprovechará tu débil figura para convertirla en marioneta”. Nos encontramos la primera gran pared. “A veces es mejor desistir, coger un pasito corto, andar, parar”. Al llegar arriba, en Arrós, apenas había descanso. “No siempre un esfuerzo ve la recompensa de forma inmediata”. Desde allí, por la ladera, recorrimos, por una senda preciosa, que permitía ir abriéndose al valle, un tramo entre sombras, para disfrutar, hasta que antes de llegar a Vila apareció una nueva pared, por una pista senda que acabó con mis fuerzas. “A veces es mejor separarase”, dijo Miguel, “te espero en la meta”. Pensé que no me quedaban fuerzas, y así era. Antes de coger la senda hacia Betlán, tuve que pararme. Estaba mareado. Tardé mucho tiempo en recuperarme. Hubiera abandonado, pero tal como me dijo Miguel, luego “sólo hay que rendirse cuando uno esté convencido de que lo ha dado todo, de que ha hecho todo lo posible”. Así que continué, aún quedaba una inmensa subida, en dirección a Montcorbau. Tuve que hacerla a tramos. “El romanticismo ha hecho mucho daño”, dijo Miguel, “en esa última subida supe que hasta el último momento hay que mantenerse alerta, que en el amor no hay respiro, que no iba a dejar de encontrar escollos, y que había que ir de uno en uno, tirar el trazo de los ojos hacia el horizonte, en vez de soñar la luna”. Esa última frase me emocionó, cuando ya le hincábamos el diente al buey en La Lucana. Esa última subida era fea, el asfalto le quitaba belleza: “Pensé”, dijo Miguel, “que los pasos de Tamara sobre el asfalto harían al camino tornarse bello”. No dudé, cuando desde arriba, desde Montcorbau, pude ver Viehla, ver que ya sólo era dejarse caer, que también había un tiempo para dejarse llevar. Comprendí que Miguel tenía razón. “Ven aquí, bonita”, le dijo él, a Viehla, “que te voy a partir por la mitad” . Ella sonrió, de lejos. Y a pesar del cojeo de mi pie derecho, y del agotamiento que me hizo llegar con más de hora y media de retraso, toqué la meta y me abracé a mi hada, covencido de que algo había pasado.

sábado, 28 de agosto de 2010

El bosque de Carlac, 28 de Agosto.




El bosque de Carlac es como un bosque encantado. En él, la araña madre espera la caída del saltamontes, lo envuelve como si se tratara de hacer un crep, y lo deja allí, momificado, a expensas de su muerte. Una senda fuerte te lleva hacia arriba hasta que el oxígeno deja sólo arbusto bajo, para después internarte en un bosque de sombras, con robles, avellanos, retama y el helecho bajo que lo llena todo. Sobre cada árbol, sobre cada hongo, sobre cada detalle del bosque abre Miguel su libro de la sabiduría. Y así nos ilustra, embelleciéndolo aún más. Este bosque de Carlac es parte del Camin Reiau; esos 150 kilómetros que una loca hizo en dos días corriendo, y que es el hijo lindo de Lola, nuestra Lola, la de la Aranbike, la del hotel Pirene, la de la media maratón y la que se inventó la subida de escaleras de esta mañana, que nosotros hicimos "quedito" y los que compitieron hicieron con y como pudieron (200 de desnivel en 350 metros!!!). Pero Lola es, sobre todo, la de casa Lola, esa maravilla que ha ido haciendo con los años, con sus altillos, sus colores a madera, su horno, esa sauna que fue delicia de la noche de domingo, el jardín que da al valle, a Francia, y que fue la postal de la tarde de Domingo. Y luego los detalles, los cabeceros, la decoración, los colchones perfectos. Casa Lola es una casa encantada, como el bosque de Carlac, en el que los árboles siguen extraños designios para simular grandes aves, abrazos que son metáfora y donde se encuentran los nudillos de Dios, todo bajo la mirada de la araña madre.

sábado, 21 de agosto de 2010

FUERTEVENTURA. 14 de Agosto




La ventura fuerte de Fuerteventura es el viento. Silba en la tarde un silbido de presente. Pero es también el silbido de los muertos y de los niños. Silba el viento de Fuerteventura una amenaza que enternece. Y es ese viento ventura por dos razones; porque se lleva lejos la valija del olvido, dejando sobre la superficie de la arena la pulida textura de un paso virgen, y porque trae desde lejos el sonido de lo nuevo, el estreno de la vida. Y en ese viento que se lo lleva todo y lo trae todo no quema el sol ni hiela el frío. Y es ese viento el que hace del desierto paraíso, y del día estantería. Para el amor, para la vida, para la muerte…
Si es necesario un primer apéndice de Fuerteventura lo ponemos sobre el plato: empezaré por los mejillones. En el Cotillo, en el único restaurante que alumbra nuestra noche y alumbrará los días que vendrán, “el Roque de los pescadores”, siendo catálogo, los mejillones frescos tienen el cuerpo carnoso y jugoso del pescado blanco. El mojo, la parrilla y la marinera son sólo el complemento al manjar de Dios. Pero más al fondo, recorre un mero las rocas para convertirse en regalo para los ojos y guinda jugosa para el paladar, del mismo modo que el pez rey se alimenta de otros peces para, sobre el plato, dejar una carne entre el carey y el emperador, que es como una muñeca rusa; pez de pez. Y si las olas de la mañana salpican sobre las rocas reflejos sobre las piedras, así el salpicón de marisco deja reflejos al alma, sobre sus bordes. Son estas, de momento, algunas de las venturas de Fuerteventura. Y son venturas que trae el viento.
Si es necesario un segundo apéndice, dibujaré con un lápiz las dunas del parque natural de Corralejo, y apenas me atreveré a pisar la arena. Los verdaderos regalos del mundo no van envueltos. Como Juanjo y Cris, hechos del oro del oro.

FUERTEVENTURA. 15 de Agosto


Día de la virgen. Si la fotografía es cacería, el cazador debe tener sus pies enteros. De camino hacia el faro, mucho antes del amanecer, mi cojeo es invisible. Cuando la luz sale, a tientas, arrastrándose por detrás de las nubes bajas, queda en el horizonte mi cojeo como una cartografía sobre el desierto. Alcanzar un faro a cinco kilómetros puede ser como hollar el Everest. Y entre paso y tropiezo, adivina el ojo una luz o una sombra, ensaya un milagro, busca un misterio, o simplemente intuye el movimiento de una posible presa. Que casi siempre escapa, ilesa. Así queda el fotógrafo: cansado, dolorido, y con la cesta llena. Incapaz de saber lo que caza. Busca con la aficionada intuición de un deseo que es, probablemente, un deseo ancestral. A mi lado, Juanjo exprime sus últimos discos lumbares en busca también de una luz. Cuando nuestro ojo se desgasta, apenas ha empezado el día. Son las 9:30. Cristina se despereza y Fuerteventura nos exprime el jugo de sus papayas. Así quedamos tendidos sobre la arena, entre el bullicio de los infantes, a la orilla de un mar piscinoso (que es virtud) e iluminados de pechos dorados. Entre los gritos, escucho a Werner Herzog subir el barco de Fitzcarraldo hacia la cima. Y siento por este hombre una honda empatía y un profundo agradecimiento. Su metáfora y su empresa, lejos de considerarla locura, la encuentro libre de todo gesto pretencioso. Su lectura me apacigua tanto como los secretos pensamientos y recuerdos de los últimos días. Y el pez rey y los mejillones hacen el resto. Quedo a disposición de la tarde. En la tarde, por los acantilados que van desde el Cotillo hacia el Norte, caminando por la senda del acantilado, llegamos a la playa del Águila. Bajé por las escaleras de la muerte, dándole esquinazo. Y abajo, arropado y asediado y amenazado por el acantilado soñé que vivía y soñé que volaba.

FUERTEVENTURA. 16 de Agosto



Apéndice gastronómico: hoy probamos un gallo moruno fresco y un bocinegro. El gallo no parece serlo, es fuerte y jugoso, deliciosa carne blanca, el bocinegro es de carne más blanda, más jugosa también, menos musculoso que el rodaballo y que el gallo, parecía darle sombra, a este. Lo comimos por la noche, una vez de haber vuelto de Isla de Lobos. Isla de lobos es como un malpaís insular. Si subes a la Caldera, a esos 127 metros de altitud que allí parecen el Everest, puedes ver como las pequeñas dunas van formando una cordillera de unidades que desaparecen en la calima. Pero puedes ver también Corralejo, con ese gran y absurdo hotel en el medio del parque natural, rodeado de arena y dunas, que también van desapareciendo en la calima. Si te giras, verás Playa blanca, en Lanzarote, y si fuerzas la imaginación, podrás soñar la Graciosa. Allí arriba azota el viento que lo llena todo, esa ventura fuerte que da el nombre, la palabra, el hálito. Abajo, en el malpaís, sólo hay silencio; la cruda soledad del paisaje. Después, en el Puertito, que bien pudo haber construido Maria Antonieta, si hubiera vivido aquí, los pescadores limpian las viejas y los niños juegan, nadan, bucean, o se llenan de champú el pelo. Desde arriba del pedregal, las gaviotas miran de frente al viento, en grupo, como si observaran algo por suceder. Allí mismo, entre las calles a medio hacer, hay un chiringuito que hace unas paellas que de tan amarillas echan para atrás. Y si sigues la senda, llegas a la Caleta, la única playa utilizable de Isla de lobos, donde descubrimos a un gran grupo dormido, nuestra mejor foto del día. Después, el regalo. En el barco de vuelta a Fuerteventura, desde donde vemos los fondos llenos de peces medianos, y algunas mantas (Juanjo promete haber visto tortugas gigantes), nos dan un Ron-Cola de caña vieja. El primer sorbo me emborracha. Subo a cubierta y me dejo mecer por las olas y por el viento, que hacen moverse el ron en mi cerebro de izquierda a derecha. Renuncio a todo y me dejo llevar. Y es eso lo más parecido al gozo. Después vino el pescado blanco. También un modelo de felicidad. Ah!! Y olvidé hablar de Christine Schal!! Fue ella, la de baviera, la que nos vendió los billetes de Ferry.

FUERTEVENTURA. 17 de Agosto

La playa de la mañana, si consigues que el viento no te llene de arena la boca, es un paraíso. Porque el sol te dora el alma, y la lectura te la apacigua, porque el sol te calienta y el agua apaga sus humos. Fue la mañana de terminar a Herzog, de terminar esa “conquista de lo inútil”, de la que estaba loco por empezar a hablar, y que me ha dado la alegria de los días. Después, materia para el apéndice, las croquetas de pescado, el salpicón, y las lapas, de cuerpo duro y carnoso, que no hacen las delicias de Cris y Juanjo, aunque sí las mías. Y luego las “papas arrugás”, claro. A media tarde nos colgamos del acantilado, que va desde la playa del águila a la playa del Esquizo, con la fortuna de esa luz que lo llena todo, pero que, como todas las cosas, también desaparece…

FUERTEVENTURA. 18 de Agosto


Nos pusimos en marcha todo lo pronto de lo que fuimos capaces. Y hay que alabar aquí a los que más le cuestan estos quehaceres. Con el miedo del mito terrible de la pista que lleva a Cofete, mito que traen de otros años Juanjo y Cris, sin saber si podremos llegar al fin de la isla, avistar el finisterre del sur, nos ponemos en marcha. En una gasolinera cercana a Morro jable, que es el espanto de esta isla, no la gasolinera sino Morro jable, producto de la idea que la inmigración inglesa y alemana tienen de lo que significa el sur (idea por otra parte tan alejada de la realidad como el pollo del jamón de jabugo), paramos. Paramos, claro, en la gasolinera. Echamos gasolina (mitad dentro mitad fuera, porque este depósito está roto, de eso no hay duda) y nos tomamos algo. Es como el Farwest; una gasolinera de estación, un lugar en el que no pasa nada, y, donde, sin embargo, podría pasar algo horrible, descabellado. Después tiramos pista arriba, tras pedir permiso para seguir (¡¡¡Pedir permiso para seguir por una pista que lleva a un mirador, porque es privada, bienvenido a Canarias!!! ). Desde arriba nos emocionan dos cosas: la vista de la pista perdida en la calima, y la costa, la playa de Cofete, como una gran linde en el norte, a lo largo de la lengua que queda una vez atravesado el istmo. En aquel mirador, en el que las cabras se entremezclan con las piedras, Cristina llora su vértigo. Ver Cofete desde el cielo nos evita buscarlo desde la tierra, así que nos dirigimos al faro, entre montañas desérticas, y grietas en las paredes. La pista es transitable. Sólo en dos momentos rozamos con los bajos la piedra. Al final, tras atravesar la arena y las “dunillas del pequeño arbusto”, acompañados de un coche con tres bellas italianas, que parecen perseguirnos (lo que hace la literatura) llegamos a nuestro destino: no el faro, sino el lugar donde comeremos el maravilloso caldo de pescado. A saber, está cocinado con cherna y papa canaria. La cherna me recuerda a aquella cherna que conseguí en Catalina, de cuatro kilos, y que llevé, cogida por la cola, mientras atravesaba “la central” con aquella bici sin frenos, así que les cuento la historia a Cristina y a Juanjo. La imagen es linda para mi memoria, pero supongo que la enjundia para un tercero debe ser poca. A ese caldo le añaden, sin duda, comino, y sal, además de menta. El resultado es bueno, aunque no sublime (hoy Juanjo no deja de hablar de lo sublime, desde su mirada de “pintor que toma imágenes”). Con ese caldo hacen un gofio denso, que se come con las capas de cebolla, como si fueran doritos. Al lado, el mejor mojo picón de todos estos días, para echarle a las papas. Salimos de allí con el caldo de pescado haciendo equilibrios con el límite de nuestras laringes. Ahítos, vamos. Fuera, la foto. Una hélice eólica junto con unas caravans fijas, bajo un cielo vivo. Subexpongo sin querer y tomo la foto. Me quedo feliz. Después, en una terraza, bebemos unos cafés que imitan a capuchinos, mientras hablamos de un tema complicado: el amor. La conversación es mucho más concreta, claro. Al final se nos va el tiempo, cuando ya hemos conseguido comprender a nuestros prójimos con más certezas, y el viento se levanta como un monstruo, una bestia. La sombrilla amenaza con volarse, la arena se levanta contra nuestros ojos, el mar brama… Con dificultad llegamos a la puerta del coche, que apenas podemos abrir, y de allí al faro, desde donde vemos el finisterre de Fuerteventura: allí donde acaba la tierra ruge el viento. Volvemos lentamente, atravesando la isla. Cerca de la medianoche hago a esta maravillosa pareja un arroz con pollo y trigueros, y, poco a poco, bajo la noche de lo divino, damos cuenta de una estupenda botella de Tarsus, que se queja, vacía, muy de madrugada…

FUERTEVENTURA. 19 de Agosto


Betancuria, como Celama, como Comala, como Macondo. Un espacio mítico sagrado. Por cierto, he pensado en Rulfo. Creo que en Pedro Páramo hay una enorme verdad que me había sido velada hasta hoy (por no estar despierto, claro): los muertos están en la vida de los vivos, viven en ellos, conviven con ellos. La metáfora es de un acierto infinito en Rulfo. Cuando escribo esto he perdido la intuición primera, el sentimiento de por qué me vino Comala a la cabeza, por qué sentí a los muertos con nosotros. Siento que pudo ser mi abuelo paterno, o Guillermo Vidal, o Marcos. En todo caso fue la metáfora. Pedro Páramo por primera vez para mi como una metáfora. Quizá lo siento en Fuerteventura por el viento, por el color de la tierra yerma, o quizá lo siento porque voy dejando de ser yo para ser lo vivido con los otros. El viento y mi cojeo, como en “¿No oyes ladrar los perros?”. No es que madrugáramos para salir pronto hacia Betancuria, pero el desayuno se nos alargó hasta la una, como un desliz. Betancuria es como la base de un cierto Picasso, aquel de los veinte y treinta, el de las mujeres como piedras, como cárcabas. Es un desierto de montañas redondeadas y agrietadas; agrietadas por el agua, redondeadas por el viento. Un paraíso de luces y sombras. Desde los miradores, desde los tres miradores, compartimos con los cuervos las visiones, las alturas. Compartimos los suelos con las ardillas, y las palabras con esa familia austriaca de Salzburgo, que no para de fotografiar ardillas. Allá arriba nos sentamos, sin que el viento nos pueda, a buscar cuadros para la foto y a comer bocadillos de jamón. Yo me cuelgo del visor, con los pies, y quedo sujeto en el aire por el viento. Juanjo acierta en el disparo y me detiene en el aire, antes de que yo dispare con pocas posibilidades de éxito. Cuando ya Betancuria nos ha llenado, buscamos Aguas verdes como se hacen todas las cosas, por empatía. Juanjo y Cris conocieron el año pasado a una alemana linda, sensible (lloraba cuando hablaron con ella, porque alguien la había hablado mal) que venía a bañarse desnuda a Aguas verdes (si hubiera estado yo…). Así que nos dejamos caer en aquella playa de piedras que no prometía, pero alguien había hablado de unas piscinas naturales que sí prometían. Una familia alemana nos indicó. Trepamos por las piedras, avanzamos por estalactitas de Basalto, y allí estaban, grandes pozas de mar en la piedra. “El sitio más bello para bañarse”. Era una tentación para el cuerpo, así que le evité al bañador el absurdo trabajo de empaparse y secarse, y me metí en aquella poza tal y como Dios me trajo al mundo. Disfrutamos como enanos, bañándonos y experimentando con las posibilidades de la Canon acuática, que nos dio alguna de nuestras mejores fotos. Después volvimos a nuestro Cotillo, a nuestro restaurante de siempre, “el Roque de los Pescadores”, para dar cuenta de una barracuda. La barracuda es un depredador alargado, que se parece en lo físico a los pescados azules, pero que tiene el temple en la mesa de los pescados blancos, con la fuerza de los azules. Una mezcla perfecta, la de esta criatura de los mares, que, a la vera de un rosado, y de los dos inevitables platos de mejillones, nos despidió de nuestro rincón preferido de Fuerteventura.

FUERTEVENTURA. 20 de Agosto

Agotamos la mañana en la playa del Cotillo, justo detrás de los apartamentos, con vistas a esos cuerpos bellos y morenos, mientras caía el último sol de justicia de nuestro verano insular. Después, pasito a pasito, nos dirigimos al aeropuerto, haciendo escala en el peor sitio para comer del mundo (un Burger King lo mejora con creces), en el seno de aqeul aeropuerto. Luego, por los cielos, la vista de Betancuria, del istmo, de Cofete y del faro, me fueron alejando de estos días, como si hubieran sido un sueño.

sábado, 7 de agosto de 2010

Montemor O´Vehlo Coimbra 7 de Agosto 2010



Llegué al desayuno confiado en que podría desayunarme a Herzog. Suponía la plaza de Montemor vacía, como un desierto en vida. Sin embargo, en la terraza, Jose Luis y Amelia ya apuraban sus cafés. Me hicieron un gesto para que me sumara, y la conversación duró hasta que no quedó sombra. Fernando no bajaba y ya empezábamos a achicharrarnos. Llegamos a Coimbra cerca de las 15:00. El reloj lo decía bien claro: 39ºC. Así estuvo hasta las 19:00, todo el tiempo en que duró la visita. Fuimos subiendo por las calles desencastradas en busca de Inés de Castro, que nunca estuvo si es que alguna vez lo estuvo. Esas calles portuguesas enamoran. Tienen lo que otras no tienen: el misterio, y una especie de eco, como si pudieran retumbar desde otro tiempo. Tienen la soledad y el bullicio, albergan del mismo modo la saudade que un adiós definitivo. Son, sin ser. Arriba, la universidad parece, sin embargo, haber muerto. Sus patios externos más bien parecen los grandes espacios alemanes de los treinta. Desde arriba, Coimbra vive. El río, como un hálito. A casi cuarenta grados ni siquiera ese río refresca. Las fuentes nos salvan, con su sonido. Y a última hora, cuando ya el sol abandona, nos zambullimos en Figueira de Foz, a expensas de un agua fría sin condescendencias, antes de darnos al pescadito y a una nueva versión de El Exilio y el Reino. De Coimbra me quedan las calles, los claustros, y estos dos pequeños rincones en los que brilla la luz, abandonados.

sábado, 3 de julio de 2010

Robledano

Me extrañó que Robledano tardara tanto en volver de su paseo con Ágata. Aunque le acababa de conocer, parecía lo suficientemente despierto para no dejarse encerrar por la noche o la montaña. Me preguntaba, en la espera, mientras el marido de Ágata desgastaba el parqué del Hall del hotel, con sus idas y venidas nerviosas, de dónde coño le vendría el sobrenombre de Robledano. Había un cierto misterio, un tabú, rodeando ese nombre. Ágata tenía esas formas que impiden siempre la sospecha; la forma de andar, de decir, de mirar. Una señora. Bien plantada, pero una señora. Me la imaginaba con Robledano camino del bosque y sentía que algo no concordaba. Era como la niebla en la noche. Sin embargo, nada nos permitía dejar volar la imaginación. Álvaro la llamaba sin poder contener los nervios. “Nada, no hay cobertura, sigue apagado”, decía, desinflándose en suspiros. Eran casi las diez menos cuarto. Hacía ya tiempo que hubiéramos debido empezar a cenar. Fuera había dejado de llover.

-Tu puta entrevista-, le dijo entonces Álvaro a López, - tenías que hacerme la puta entrevista…

López sonrió, era hombre de sangre fría, un tío sosegado. Conocía los nervios de Álvaro desde que hacía dieciocho años entraron en una empresa de distribución de bebidas carbonatadas; Álvaro de contable, López de mozo de almacén.
López quería montar la entrevista de Álvaro, grabada en vídeo, como inicio de un documental sobre el futuro de la empresa española, una idea con la que quería empezar una cierta carrera cinematográfica, en la esfera documental, que apaciguara sus inquietudes sociales y artísticas.

- Venga, Álvaro, coño, relájate, que no pasa nada…- le contestó, cariñoso.

Aunque Saint Bertrand de Comminges era un pequeño pueblo abierto, en la Occitania francesa, en el que la Catedral de Notre Dame parece protegerlo todo, los Pirineos por todas partes nos causaban inquietud. Mientras que Álvaro parecía inquietarse porque a Ágata le hubiera pasado algo, López y yo parecíamos pensar con más picardía. Lorena no decía nada. Así estuvimos hasta las diez y media; una inmensidad. En recepción habían llamado ya a la Gendarmerie, y no hacían sino servir a Álvaro unas absurdas infusiones de té de arce.

-Il ne pluie plus, monsieur-, le decían, - il faut tenir la calme.

Ágata y Robledano llegaron cerca de las diez y media, sonrientes. “Se nos hizo tarde y no nos dimos cuenta”, dijo Ágata, como si tal cosa. Robledano no dijo nada. Estaba serio. Álvaro se mordía los labios, y López “le pasaba la mano”, como a él mismo le gustaba decir, para “achicarle la congoja”.

Habíamos hecho el viaje con la única intención de recorrer la Occitania francesa en mountain bike, y no nos prometíamos otra cosa que pistas, caminos estrechos, trialeras pedregosas y embarradas, y unas enormes vistas al Pirineo. Algo idílico, debíamos pensar.
Al día siguiente, antes de bajar a desayunar, después de asomarse por la ventana y ver de nuevo las nubes y esa puñetera lluvia, Álvaro le dijo a López:

- ¿Fue él el que te pidió que me hicieras la entrevista, verdad?
- ¿De qué cojones me estás hablando?,- le contestó López.

Pero no contestó; se quedó en un mutismo cerrado que lo enrarecía todo, y del que, aunque aún no lo sabíamos, no saldría.

- Hoy va a ser día de trialeras, de bosques, de garrapatas. Un día grande, ya vereis, - dijo Lorena.
- Si no lo estropea el barro-, dijo Álvaro, de muy mala gana.
- Venga, Álvaro, el barro es caricia para la piel-, añadí.
- Y coz para el ciego-, cerró él.

Creo que el enfado de Álvaro fue fruto de algún tipo de pensamiento inescrutable. No fue fruto del miedo ni de la rabia, ni siquiera de los celos. Quizá fue la lluvia, pero creo que fue un enfado basado en sí mismo, fruto de una extraña necesidad de enfadarse, de una necesidad de mantenerse de por sí, pero nada más. A pesar de los arrumacos de Ágata, aquello se convirtió en inercia.

- ¡¿Nos quieres contar qué cojones te pasa?!
- Me pasa la estela del ave fénix entre las orejas-, contestó.
- Qué extraño -, susurró López para sí, - la estela del Ave Fénix.

Pero la inercia es la inercia; no se detiene porque sí, no se perdona a sí misma su curso.
No llevábamos ni veinte kilómetros cuando, al salir de una curva estrecha, pedregosa, resbaladiza, vi a Robledano en el suelo; sangraba de forma abundante, y parecía atontado. Estaba embarrado, aún con uno de los pies sin desenganchar de la bici. “¿Estás bien?”, le pregunté. “Creo que sí”, contestó. Me bajé a ayudarle. Enonces apareció Álvaro. Ni siquiera se detuvo. Hizo como si no nos hubiera visto y continuó, pasando de largo. Robledano y yo nos quedamos unos segundos mirando la curva por la que había desaparecido, y, sin decir nada más, le ayudé a levantarse. Al poco llegó López. Entre los dos lo sacamos de allí, a cuestas, hasta un claro. Le limpiamos la herida y le quitamos el barro. Él mismo se levantó. Le vimos caminar sin problemas. No iba a ser nada. Intentó volver a montar y pudo hacerlo. Bajamos poco a poco hasta el pueblo, donde, en una plaza, esperaba Álvaro. López se acercó a él: “¿Tú estás gilipollas o qué?”, le preguntó, de forma violenta. Robledano se quedó atrás. Yo también. Les vi discutir, con dureza, sin escuchar qué decían. Un rato después llegaron Ágata y Lorena: “¿Qué pasa aquí?” preguntó esta última. Pero no supimos decirle.

Lorena tenía el culo respingón y las piernas largas. Tenía los pechos “como ornamento al altar” y un gesto erótico al caminar. Cuando la lluvia incendiaba la tarde, Robledano y Ágata volvían loco a Álvaro, López estudiaba “fundamentos de cine documental”, y yo me quedaba con Lorena, salvando el mundo.

- Si me das tu corazón bajará la luna.
- Si me das tu silencio, te daré el mío.


Y todo el día, mañana tarde y noche, una lluvia incansable lo llenaba todo. Arriba, en el bosque, en la montaña, las nubes bajas, la niebla, el cielo gris, se iba metiendo por todas partes. Nunca un resquicio, un pequeño hueco para ver el sol. Nunca. Nos levantábamos con una lluvia suave, y nos dormíamos oyéndola golpear contra las ventanas. Era como una cantinela, una especie de mantra que hacía al tiempo alargarse. No recordaba ya cuantos días llevábamos allí. Pero ya parecía una eternidad. Y en la eternidad, cada uno busca su oasis. Supe que el mío era banal; acostarme con Lorena. Lo supe cuando empecé a tener sueños eróticos y me sorprendí a mi mismo mirándola el culo, ensimismado. Hacía tiempo que no me acostaba con nadie, la lluvia me amodorraba, era tiempo de quedarse en la cama. López andaba por todas partes, grabando pequeñas escenas con su cámara. Supongo que practicaba algunos principios de lo que leía en su libro sobre cómo hacer documentales.

- Imagínate que estás en la cola del paro, y llevas seis meses sin trabajar, ¿qué dirías?, -le preguntaba a Álvaro.
- Te mandaría a tomar por culo.
- El lógico enfado del trabajador desempleado ante una situación laboral insostenible.
- No te equivoques, López, sería el manotazo al moscón.
- Yo me voy a echar la siesta, - dijo Lorena.
- Me voy contigo, -dije yo.
- Jajaja, tú no vienes conmigo a ninguna parte.
- A la luna, iría, te llevaría a la Luna…

El día siguiente volvió a amanecer lluvioso. Cuando un lunes se parece a un martes, cuando una mañana se parece a la otra, estamos perdidos. La memoria es ya incapaz de recordar un rastro, una vereda, un acontecimiento anterior a otro, ni la duración de nada.

- ¿Cuánto lleva Álvaro enfadado?
- Una eternidad -, me contestó - creo que toda la vida.
- ¿Y cuánto tardará Lorena en entregarse?
- Otra eternidad, no te engañes.

Las lluvias, el viento, y esta extraña primavera lo habían destrozado todo. Ante nosotros, el camino desaparecía, ocupado por árboles caídos, por ramas difícilmente franqueables, por charcos o barrizales que nos empapaban hasta las rodillas, convirtiendo los charcos en ríos y los barrizales en arenas movedizas. De repente, la alegría del descenso lo envolvía todo, resbalando sobre las piedras, apurando las frenadas en barros resbaladizos, atravesando chicanes de agua y rezando sobre las raíces. Volvíamos a ser, a sentirnos llenos. La adrenalina del riesgo, el descubrimiento de otra belleza, escondidos en las sombras del bosque, y la certeza de haber salido indemnes, agitaba más la respiración que el esfuerzo de brazos y piernas por mantener el equilibrio. Incluso Álvaro parecía olvidarse de sí mismo.

- Wow!!!, -dejaba escapar, sin darse cuenta.

Mientras, con mucha más prudencia, Robledano y Ágata bajaban andando. Él la ayudaba a bajar por tramos que andando parecían más difíciles que con la bici. Lorena disfrutaba de su nueva “full suspension bike”, cuyos rebotes dejaban volar mi imaginación, mirándola, y Álvaro recuperaba su rostro cenizo cuando, por fin, llegaban Ágata y Robledano, lentamente, y aparecían por entre la niebla, caminando y conversando sobre la senda.

- Esto está para un documental sobre el tiempo en España, para “guiris”.
- Pues más bien parece una montería -, añadió, agriamente, Álvaro.
- ¡¡perdices y conejos!! -, dejé escapar, ingenuamente.

El hotel estaba en lo alto de una colina. Está vez, excepto a Ágata y Álvaro, nos habían dado habitaciones individuales. Me quedé toda la tarde leyendo a Nabokov. “Es un regalo de la lluvia”, recuerdo que pensé. Por segunda vez me dejaba mecer por Ada, por Van, y por esa pequeña Lucette, criatura encantadora a la que al final se llevaría el mar. Sin embargo, el erotismo de la narración me tenía inquieto, me hacía removerme intranquilo sobre las sábanas. Decidí bajar al gimnasio a hacer algunos estiramientos y a correr un poco, sobre la cinta. Allí estaba Álvaro, haciendo lo mismo.

- ¿Cómo va eso, artista?-, pregunté.
- Enfangado en cataratas de mierda. – contestó.
- ¿Cómo así? -, pregunté, de coña.
- Bah, déjalo, si pudiera te lo contaría.

Sentí que dudaba, que algo le empujaba a contarme algo, y que, sin embargo, algo le impedía hacerlo. Quise cambiar rápidamente de tema, pero creo que no acerté a hacerlo.

- ¿Por qué llaman a Robledano Robledano?-, pregunté.
- Es una oscura leyenda que se dejó de contar hace muchos años.
- Joder, Álvaro -, dije, -me recuerdas a “Bodas de sangre” o a “Mariana Pineda”.
- Así son las cosas en los pueblos, no cambian con los tiempos.
- No como nosotros -, añadí, - que nos acartonamos con las lluvias o los soles.

Al salir, encontré a López, entretenido con su grabación, fingiendo que entrevistaba a los dueños del hotel. De repente se volvió a nosotros, se acercó corriendo, gritando “¡¡aquí están, aquí están!!”

- Díganos, señor presidente, -dijo, dirigiéndose a mi, -¿aprobarán la reforma laboral?
- Eso depende de la oposición -, contesté con seriedad, señalando a Álvaro.
López se acercó a él, haciendo un gesto como de ofrecerle el micrófono.
- Jamás -, dijo, - jamás aceptaremos una reforma laboral que no tiene en cuenta a los trabjadores.
- ¿Qué cambiaría, entonces? -, se animó López.
- Prohibiría la caza de conejos y encerraría a los asesinos. Por ahora es lo que puedo decir. Eso es todo.

Lo dijo de mala gana y subió a su habitación, dónde no encontró a Ágata. Salió al pasillo, se asomó por la escalera, y al vernos, preguntó por ella.

- López, ¿has visto a Ágata?
- Salió, dijo que iba a cogerte flores.

Miré a López con una media sonrisa, antes de subir a la habitación. No tenía ganas de seguir leyendo, así que pregunté a López, con picardía, si sabía si Lorena estaba en la habitación.

- No -, dijo, -salió con Ágata a cogerte flores.
- Lo suponía-, le dije, sonriendo.

El valle se extendía mucho mas alla de la vista. Más allá de la niebla podíamos imaginar una belleza invisible. Los pinos se amontonaban de forma ordenada, como si subieran hacia la cima. Entre ellos, el prado, ese espacio de soledad y de sencillez, ponía el contrapunto. El espacio de reposo, el aire. Como si el paisaje tuviera alguna necesidad de respirar. Y entre ellos, jugueteando con las luces y las sombras (más con las sombras que con las luces); el color. Incapaz de achicarse, de reducirse, de quedarse en la nada de la simplicidad de tres o cuatro colores repetitivos. Eran como una constante mutación, como el deseo de la luz de ser inasible. Por allí pasábamos, en fila, de uno en uno, ensimismados con nosotros mismos, en mayor o menor grado ajenos a tanta belleza. Hasta que, arriba, en la puerta del gran bosque, decidimos internarnos en él. Flotábamos por entre las hojas ocres caídas durante el invierno, flotábamos sobre los barros, sobre las ramas resbaladizas, hasta que el bosque del oso se fue haciendo espeso. Bajaba la niebla y los charcos se iban acercando, ampliando, embarrando. Los árboles caídos y las dificultades nos hablaban. Así que nos detuvimos. Había que decidir. Álvaro estaba detrás, en silencio. López se preguntaba qué hacer, y Robledano y Ágata se daban el espacio necesario. Lorena se quedó a mi lado. La miré inquisitivo, pero no obtuve respuesta. Había un silencio que nadie quería romper.

- Yo sigo -, dije, - ¿viene alguien?

Lorena bajó la vista. Álvaro dio dos pasos adelante, pero su enfado le impidió hablar. No vendría. Nadie más dijo nada.

- Nos vemos en el hotel -, dije, y continué.

Cuando atravesé el río, con la bici a cuestas, y el agua hasta la rodilla, pensé que quizá merecía la pena. Pero al llegar arriba, el barro me hizo resbalar. Caí rodando hasta chocar con un árbol. No tenía nada. A duras penas conseguí continuar, sin enfrentar la pendiente. Si el bosque me obligaba a bajar, bajaría. Volví a resbalar. Miré hacia arriba y vi a los árboles, ordenados, como mirándome. Y a la niebla, que iba bajando, inapelable. Sentía frío, en el interior del bosque. Pero lo que más me conmovió fue el silencio. Un silencio inquebrantable. Un espacio inamovible. Me vi desde fuera y continúe la secuencia. Supe que moriría. Que no hace falta la acción para atrapar a la víctima. La gran lección de la vida. La espera, la inacción. El bosque es un ente vivo; un ser. Dispone sus propias líneas para obtener sus nutrientes, para continuar y mantener su ciclo. Pero no se mueve, no da el primer paso. Espera a que tú mismo te equivoques, espera a que tú te enredes, a que no reconozcas las trampas, a que los nervios equivoquen tus pasos. La niebla, la noche, y el frío, harán el resto. Pero no, no iba a morir. Ni siquiera me devorarían los osos. Estaba allí para verlo, para disfrutar, para encontrar la senda que se escondía detrás de los árboles, detrás las sombras, más allá del sonido de los cencerros. Y así sucedió, los cencerros se fueron oyendo con nitidez, y cuando atravesé aquel prado, entre las vacas, supe que estaba en la senda que me llevaría al hotel, desde la altura hasta el valle.

- Bello -, dije al llegar.
- La locura es la belleza de la cordura. Pero está justo antes de la muerte -, dijo Álvaro.
- Necesito una ducha -, contesté.

Fuera seguía lloviendo. Yo me revolvía nervioso, de la silla a la mesilla, de la ventana al cuarto de baño. Salí fuera. El pasillo estaba silencioso, como siempre a media tarde. Toqué silencioso la puerta de la habitación de Lorena, a medias, sin querer molestar. No hubo respuesta. Esperé, y volví a intentarlo. Pero volví a no obtener respuesta. Bajé al Hall, a leer los periódicos del día. Bazofia. Me asomé a la calle. Seguía lloviendo. “Mèrde”, me dije, bromeando conmigo mismo. Volví a entrar. Me quedé medio dormido viendo la tele. Había fútbol. Me despertaron los pasos de López, bajando hacia el Hall.

- ¿No sabrás dónde está Lorena?-, le pregunté, directamente.
- Fueron al pueblo. Estarán tomando café en algún sitio.
- Voy a buscarles-, dije, -estoy aburrido.
- Yo me quedo, quiero pensar unas tomas.

Me asomé a la puerta sin la intención de salir. Algo inexplicable me inquietaba. Volví a entrar, cuando sentí que López ya se habría ido. Subí rápido y silencioso hasta el pasillo, y, apostado en una esquina, lo vi. Estaba apoyando el oído en la puerta de la habitación de Lorena, golpeando suavemente con los nudillos. La puerta se abrió. Lorena se asomó, miró a todos lados, y le dijo, en un susurro: “pasa”. López entró y la puerta se cerró tras de sí. Bajé de nuevo y salí a la calle. Había dejado de llover.
Por la noche, en la cena, todo fue como siempre. Un Álvaro enfadado y los demás desplegando nuestra banalidad. Al día siguiente volvió, de nuevo, la lluvia. Recorrimos los caminos entre regueros y arroyos nuevos que me recordaban cómo crea el cuerpo vasos nuevos, vías nuevas. Sin grandes dificultades llegamos al hotel. Aquella tarde volví a Nobokov, y, tras la cena, me quedé dormido en la escena en la que Van vuelve a encontrar a Córdula de Prey, ya señora de Tobakoff. Por la mañana volví a Madrid, preguntándome con frecuencia de dónde vendría el nombre de Robledano. Supe que a Álvaro se le pasó el enfado; unos días después. Me lo contó López, un miércoles. De Lorena no supe hasta el Otoño.