martes, 16 de mayo de 2017

DÍA 5


 Los monjes lo sabían casi todo, pero les faltaba Sameirás. Sé que tengo que subir tranquilo porque no sé exactamente a cuanto está Sto Estevo. Voy sin desayunar, pero llevo los mágicos higos secos de Cirilo y arándanos deshidaratados. En la parte alta, que es una especie de alto llano que no deja de subir, están las mamoas de Moura, son monumentos megalíticos que se me confunden con formas naturales. A cada tramo, un cartel indica el nombre de una piedra; su forma nos recuerda a otra cosa. Es esta forma de imaginación la que hemos ido perdiendo; las metáforas, fruto de la imaginación, de la desautomatización, de la recontextualización, van desapareciendo sibilinamente de nuestro mundo. “Ya”, diréis, “no están desapareciendo, es una exageración”. El viejo mito de cualquier mundo pasado fue mejor. La metáfora es una forma de supervivencia innecesaria hoy. Para el que vive en la naturaleza, una nube, una piedra, un tronco seco, le recuerda a un pájaro, a una manzana, a un jabalí. Son imágenes casi antropológicas cuya forma estructura la anagnórisis, el reconocimiento. Hoy, no reconocer al pájaro ni a la manzana ni al jabalí no nos impide sobrevivir, pero limita la transferencia de mundos y nos reduce a este nuestro, literal, en el que una vaso es un vaso y un plato es un plato. En este aburrimiento supino de las cosas unifuncionales y prácticas, me imagino que uno necesita el fútbol, la cocaína, o dar rienda al ansia de la codicia. Pero hay lugares, como este de Moura, que son como el amanecer de Borges, lugares como instantes que mantienen el mundo, que evitan que cuando uno se quite la zapatilla y quiera meter el pie en un agua que no sea el de la bañera; el de un río, con sus pececillos, fangos, arenillas y oscuridades, no se le contraiga el gesto y le aparezca un signo de inquietud y asco. Y desde Mouras, el acceso sobre las piedras resbaladizas del robledal, llenas de musgo, serpenteando por un pequeño cortado en el interior del bosque, ya nos dice algo: de nuevo, los monjes de Sto Estevo lo sabían todo. Los dos claustros renacentistas a esta hora de la mañana, después de una hora y media corriendo por la montaña y aún sin que se hayan abierto las puertas del desayuno (son aún las ocho y media), me recuerdan algunas de las reglas benedictinas, y algo más: que me queda exactamente el mismo tiempo camino arriba y camino abajo, hasta que, en torno a las diez, me siente a desayunar en “el remanso de los patos”, con las patas de palo. Como un pirata que recién vuelve de otros mundos; del mundo de las formas y del mundo del tiempo. Un tiempo el que prima la envidia de los claustros y los lugares silenciosos. Una envidia imposible, porque ya hemos sido expulsados de aquel paraíso. Pero hay algo peor; la ansiedad de envolver en una única luna de miel, todo lo que supuestamente soñábamos. Por eso nos quedamos en la terraza del remanso bebiendo cerveza tranquilamente, al sol, escribiendo estas líneas, antes de salir rumbo a Ribadavia a visitar Sameirás; la bodega. Antonio Cajide nos había regalado vino para la primera exposición de “Paraíso Perdido”. Y sus tintos fueron humus para una larga discusión sobre Celan en Función lenguaje. Pero ahora nos enseña, entre historias y anécdotas, la clave: el viñedo. La forma de caer la tierra, la profundidad y la forma de revolver el abono, la distancia entre viñas, la forma de entrelazarlas a la guías, la limpieza de la tierra, los injertos de meses y meses, la forma de enfrentar la hierba y la helada, y sobre todas las cosas, creo, la autocrítica. Después de dos horas con Antonio salimos hinchados de uva, y, decidimos irnos a Entreríos (¡¡como Mesopotamia!!), ya pegado a la costa, en Pobra de Caraminhal.

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