Los monjes lo sabían casi todo, pero les faltaba
Sameirás. Sé que tengo que subir tranquilo porque no sé exactamente a cuanto
está Sto Estevo. Voy sin desayunar, pero llevo los mágicos higos secos de
Cirilo y arándanos deshidaratados. En la parte alta, que es una especie de alto
llano que no deja de subir, están las mamoas de Moura, son monumentos
megalíticos que se me confunden con formas naturales. A cada tramo, un
cartel indica el nombre de una piedra; su forma nos recuerda a otra cosa. Es
esta forma de imaginación la que hemos ido perdiendo; las metáforas, fruto de
la imaginación, de la desautomatización, de la recontextualización, van
desapareciendo sibilinamente de nuestro mundo. “Ya”, diréis, “no están
desapareciendo, es una exageración”. El viejo mito de cualquier mundo pasado
fue mejor. La metáfora es una forma de supervivencia innecesaria hoy. Para el
que vive en la naturaleza, una nube, una piedra, un tronco seco, le recuerda a
un pájaro, a una manzana, a un jabalí. Son imágenes casi antropológicas cuya
forma estructura la anagnórisis, el reconocimiento. Hoy, no reconocer al pájaro
ni a la manzana ni al jabalí no nos impide sobrevivir, pero limita la transferencia de mundos y nos reduce a este nuestro, literal, en el que una
vaso es un vaso y un plato es un plato. En este aburrimiento supino de las
cosas unifuncionales y prácticas, me imagino que uno necesita el fútbol, la
cocaína, o dar rienda al ansia de la codicia. Pero hay lugares, como este de
Moura, que son como el amanecer de Borges, lugares como instantes que mantienen el mundo, que evitan que cuando uno se quite la zapatilla y quiera meter el pie
en un agua que no sea el de la bañera; el de un río, con sus pececillos, fangos,
arenillas y oscuridades, no se le contraiga el gesto y le aparezca un signo de inquietud
y asco. Y desde Mouras, el acceso sobre las piedras resbaladizas del robledal,
llenas de musgo, serpenteando por un pequeño cortado en el interior del bosque,
ya nos dice algo: de nuevo, los monjes de Sto Estevo lo sabían todo. Los dos
claustros renacentistas a esta hora de la mañana, después de una hora y media
corriendo por la montaña y aún sin que se hayan abierto las puertas del
desayuno (son aún las ocho y media), me recuerdan algunas de las reglas
benedictinas, y algo más: que me queda exactamente el mismo tiempo camino
arriba y camino abajo, hasta que, en torno a las diez, me siente a desayunar en
“el remanso de los patos”, con las patas de palo. Como un pirata que recién
vuelve de otros mundos; del mundo de las formas y del mundo del tiempo. Un
tiempo el que prima la envidia de los claustros y los lugares silenciosos. Una
envidia imposible, porque ya hemos sido expulsados de aquel paraíso. Pero hay algo
peor; la ansiedad de envolver en una única luna de miel, todo lo que supuestamente
soñábamos. Por eso nos quedamos en la terraza del remanso bebiendo cerveza
tranquilamente, al sol, escribiendo estas líneas, antes de salir rumbo a
Ribadavia a visitar Sameirás; la bodega. Antonio Cajide nos había regalado vino
para la primera exposición de “Paraíso Perdido”. Y sus tintos fueron humus para
una larga discusión sobre Celan en Función lenguaje. Pero ahora nos enseña,
entre historias y anécdotas, la clave: el viñedo. La forma de caer la tierra,
la profundidad y la forma de revolver el abono, la distancia entre viñas, la
forma de entrelazarlas a la guías, la limpieza de la tierra, los injertos de
meses y meses, la forma de enfrentar la hierba y la helada, y sobre todas las
cosas, creo, la autocrítica. Después de dos horas con Antonio salimos hinchados
de uva, y, decidimos irnos a Entreríos (¡¡como
Mesopotamia!!), ya pegado a la costa, en Pobra de Caraminhal.
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