Vagar como una buena costumbre. Quizá habría que
acostumbrarse a esto. Nadie dijo que hubiera que ver o que hacer. Podría
haberse dicho que bastaba con salir, con asomarse. Podría haberse dicho que no
hacía falta siquiera salir. Podría no haberse dicho nada. Así salimos en
dirección al cañón del Mao. No hacia el cañón, sino en dirección del cañón. En
uno de los pueblos vemos que hay un mirador, dejamos el coche junto al
cementerio y bajamos y bajamos. Una serpiente pequeña descansa sobre la hoja de
un helecho, a centímetros de donde pasamos, tomando el sol. No se inmuta, pero
no estará a la vuelta en el mundo de los cautos. Del mirador nunca supimos.
Después, más adelante, en una aldea llamada Vilouxe, vemos casas abandonadas, o
estados de casas en los que se ha detenido el tiempo, como si las cosas
mantuvieran su hálito en la función y el movimiento para el que fueron hechos.
Me explico: en su último día, un abuelito preparó el desayuno, dejó la tetera
frente a la ventana, la cesta sobre la encimera y se fue. Quizá cayó o le
sorprendió la muerte cuando se disponía a enfrentar la humedad de ese día. Con
suerte, se ocuparon de él con cariño, culpa y tristeza. Hoy, frente a la
ventana, la tetera está en el mismo lugar en el que la dejó aquella mañana.
Unos metros más abajo el codo del Sil; una de las vistas más impresionantes del
mundo. Pero estamos en el día del vagar y seguimos, hasta Parada de Sil. Es
casi hora de comer, así que comemos. Comemos pote y secreto y, por suerte, flan
de café!! Aquí se da la escena comentada más arriba. El hombre nos amenaza con
la ruta de la ermita de Sta Cristina y Kilian le contesta lo del Everest. Por
cierto, cuando escribo esto Kilian acaba de subir al Everest; solo, sin oxígeno
y sin cuerdas fijas, en 26 horas. Para nosotros, espectadores, es espectacular,
para Herzog, o sin cierta razón, un signo de la decadencia de este mundo.
Decidimos llegar a la Ermita de Sta Cristina; atajamos con el coche y nos
dejamos el último tramo, una estrecha senda que baja de golpe, para acceder a
Sta Cristina. Allí, solos, rodeados de bosque, nos damos cuenta de las grandes
sabidurías de estos afortunados monjes: a saber, el silencio, la naturaleza, y
la luminosidad. Si nos damos cuenta merodeando por entre la ermita y el
monasterio más aún nos damos cuenta al llegar de golpe hasta el lugar un autobús
escolar cargado de adolescentes escupidos a la escalinata de acceso. El lugar
retumba de ruido, de gritos, y las paredes tiemblan, contaminadas. Es tentador
culpar a las hormonas de una traición así, pero este es un pensamiento facilón.
No son las hormonas.
En el cañón del Mao
la pasarela nos lleva hasta un recodo que busca el Sil, como una inmensa
piscina redonda. Como es Mayo y aquí no hay nadie, nos bañamos, antes de seguir
caminando por las viñas situadas a media ladera. En la lejanía, suenan
explosiones. “Es para alejar al jabalí de las viñas”, nos dice una mujer que
lava la ropa a mano contra la piedra, mientras alrededor todos los gatos están
enfermos, los gallos roncos y sólo los pájaros la envuelven, sola, ocupada en la
tarea. Como furtivos que creen estar cazando una especie en peligro de
extinción o una estampa de otro tiempo, la grabamos rodeada por el sonido de
los pájaros, el canto del gallo, y su sospecha. A punto de anochecer, subo de
nuevo hasta la cumbre de la Mouras, en seis tandas de dos minutos fuertes.
Arriba, me imagino ya el día de mañana, intentando alcanzar Sto Estevo antes de
desayunar. Por fin, por la noche, terminamos “Hombres felices”. “Felices”, dice Herzog, y quiere decir alejados de
burocracias, horarios convencionales o entramados humanos. Aunque la idea es
completamente insuficiente, se agradece la dialéctica. Con la luz del día, y no
bajo horarios, intentaré llegar a Sto Estevo.
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