lunes, 15 de mayo de 2017

Día 4

Vagar como una buena costumbre. Quizá habría que acostumbrarse a esto. Nadie dijo que hubiera que ver o que hacer. Podría haberse dicho que bastaba con salir, con asomarse. Podría haberse dicho que no hacía falta siquiera salir. Podría no haberse dicho nada. Así salimos en dirección al cañón del Mao. No hacia el cañón, sino en dirección del cañón. En uno de los pueblos vemos que hay un mirador, dejamos el coche junto al cementerio y bajamos y bajamos. Una serpiente pequeña descansa sobre la hoja de un helecho, a centímetros de donde pasamos, tomando el sol. No se inmuta, pero no estará a la vuelta en el mundo de los cautos. Del mirador nunca supimos. Después, más adelante, en una aldea llamada Vilouxe, vemos casas abandonadas, o estados de casas en los que se ha detenido el tiempo, como si las cosas mantuvieran su hálito en la función y el movimiento para el que fueron hechos. Me explico: en su último día, un abuelito preparó el desayuno, dejó la tetera frente a la ventana, la cesta sobre la encimera y se fue. Quizá cayó o le sorprendió la muerte cuando se disponía a enfrentar la humedad de ese día. Con suerte, se ocuparon de él con cariño, culpa y tristeza. Hoy, frente a la ventana, la tetera está en el mismo lugar en el que la dejó aquella mañana. Unos metros más abajo el codo del Sil; una de las vistas más impresionantes del mundo. Pero estamos en el día del vagar y seguimos, hasta Parada de Sil. Es casi hora de comer, así que comemos. Comemos pote y secreto y, por suerte, flan de café!! Aquí se da la escena comentada más arriba. El hombre nos amenaza con la ruta de la ermita de Sta Cristina y Kilian le contesta lo del Everest. Por cierto, cuando escribo esto Kilian acaba de subir al Everest; solo, sin oxígeno y sin cuerdas fijas, en 26 horas. Para nosotros, espectadores, es espectacular, para Herzog, o sin cierta razón, un signo de la decadencia de este mundo. Decidimos llegar a la Ermita de Sta Cristina; atajamos con el coche y nos dejamos el último tramo, una estrecha senda que baja de golpe, para acceder a Sta Cristina. Allí, solos, rodeados de bosque, nos damos cuenta de las grandes sabidurías de estos afortunados monjes: a saber, el silencio, la naturaleza, y la luminosidad. Si nos damos cuenta merodeando por entre la ermita y el monasterio más aún nos damos cuenta al llegar de golpe hasta el lugar un autobús escolar cargado de adolescentes escupidos a la escalinata de acceso. El lugar retumba de ruido, de gritos, y las paredes tiemblan, contaminadas. Es tentador culpar a las hormonas de una traición así, pero este es un pensamiento facilón. No son las hormonas.
 En el cañón del Mao la pasarela nos lleva hasta un recodo que busca el Sil, como una inmensa piscina redonda. Como es Mayo y aquí no hay nadie, nos bañamos, antes de seguir caminando por las viñas situadas a media ladera. En la lejanía, suenan explosiones. “Es para alejar al jabalí de las viñas”, nos dice una mujer que lava la ropa a mano contra la piedra, mientras alrededor todos los gatos están enfermos, los gallos roncos y sólo los pájaros la envuelven, sola, ocupada en la tarea. Como furtivos que creen estar cazando una especie en peligro de extinción o una estampa de otro tiempo, la grabamos rodeada por el sonido de los pájaros, el canto del gallo, y su sospecha. A punto de anochecer, subo de nuevo hasta la cumbre de la Mouras, en seis tandas de dos minutos fuertes. Arriba, me imagino ya el día de mañana, intentando alcanzar Sto Estevo antes de desayunar. Por fin, por la noche, terminamos “Hombres felices”. “Felices”, dice Herzog, y quiere decir alejados de burocracias, horarios convencionales o entramados humanos. Aunque la idea es completamente insuficiente, se agradece la dialéctica. Con la luz del día, y no bajo horarios, intentaré llegar a Sto Estevo.


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