Los acontecimientos
se suceden muy rápidos. Ayer, recién llegados a la Junta de Retiro, aparece
Carmena, y, como en los cuentos de Atxaga, mientras nos hacemos una foto con
ella le digo al oído algo que posiblemente no sepa; que le habíamos pedido de
forma oficial que nos casara, con un alto componente literario: “hacer de los
rincones de la ciudad nuestros verdaderos altares”. Se encandila con la novia
repitiendo que qué guapa que qué guapa, que qué guapa, hasta tres veces. En el
novio no aprecia bondades, aunque de forma indirecta, aprecia buen ojo. Después
nos casa Nacho Murgui, el amigo de todos nuestros amigos, y sucede la
maravilla, escondida para el ciego: obligado por el protocolo lee cada uno de
los puntos formales, y entre todos, nosotros interrumpiéndole y él abriendo
paréntesis, comentamos cada epígrafe. Todo es como en una reunión de amigos. El
rito, los roles, no desaparecen, pero aún permanecen las personas. En eso hemos
alcanzado una gran altura, permanecer dentro del personaje que jugamos en la
función momentánea sin desaparecer. “Los contrayentes asumen igualdad de responsabilidades
en el cuidado de ascendentes y descendientes, así como en la tareas del hogar”.
“Aquí yo suelo mirar al chico”, dice Murgui, “y veo como el peso de la bóveda
celeste parece debilitar la decisión de casarse”. “Qué bueno sería que todo se
cumpliera”, añade. Pero en su ironía, en su humor, está también un deseo,
vestido de gala para el camino. Nos rodean todos los padres, los cuatro, y eso
lo equilibra todo. Pero hay más; está Pepe, la mirada capaz de ver la belleza
de esa espontaneidad exenta de pompa, de esa alegría en la sencillez, alguien
capaz de ver esa invisible perla que vamos encontrando, al despojar de toda
falsedad a las cosas, al moldearla a nuestra manera, común, en cada gesto. Como
en la antigüedad, Pepe representa al Fauno, ese habitante del bosque que parece
no pertenecer a los códigos de los hombres, pero que como el arlequín o el
ciego, lo ve todo.
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