El primer paso es
siempre el más importante, porque define la dirección. Porque ahuyenta destinos
autoimpuestos que habíamos pensado que eran para nosotros y que no representan
otra cosa que el vértigo que nos empuja, el miedo a no ser. En un proceso de
limpia, nos dirigimos por la carretera de la Coruña, en nuestro flamante Clio
de dieciséis años, en pos del cañón del Sil. Y empiezan los gestos rutinarios que
nos maravillan; escuchar la Ser, en la que nos falta Pepa Bueno para ser la hostia,
las cabezadillas de Getse, las tortillas de patata “mu regulares” de los bares
de carretera, y, al final, una cierta ansiedad para ver el Nadal-Djokovic de
las semis de Madrid. No es sólo el tenis, es esa cosa del cambio de rol.
Después de tres años sin ganar a Djokovic, Nadal no le da opción. Esa movilidad
de estar arriba y estar abajo (como en la canción de Pavel Urkiza) me atrae. A
veces esa posición es el resultado de una habilidad que viene y va, pero que
nunca será eterna. Otras, proviene de una lugar inefable que lo fortalece todo.
Las más de las veces viene de la representación de un rol, de una fortaleza
ficticia, de una convención lábil. Y es bajo la capa de la fortaleza falsa
donde los humanos claudican siempre. Aprovechan el traje para demostrar una
fuerza que no es suya. Mi experiencia reciente en el examen de Barcelona es una
prueba clara. Es la debilidad del ignorante, del vulgar, del soberbio la que te
marca la cara. Penalva está escondida en la ladera del Miño, muy cerquita de
Ourense. Galicia representa para nosotros ahora y hoy el paraíso, más que Hawai,
una playa del Caribe, o una isla. En cada piedra, en cada árbol, gruta,
esquina, pieza, o caída de agua, hay un nombre. Y ese nombre es el alma de las
cosas, ese nombre es el alma del mundo entero. Arrancamos camino arriba desde
Penalva hacia Ferreirua para reconocer la entrada al paraíso más cercano, y nos
metemos monte arriba. Un bosque de roble y castaño, en el que el musgo va
decorándolo todo, envuelve las piedras. A media ladera decidimos volver, por no
perdernos. Pero ya abajo sigo la más voluntariosa de todas las rutinas. Llegar,
cambiarme, y volver de nuevo a recorrer el camino, ladera arriba, pero
corriendo. Subo como una moto y consigo llegar a “una” cumbre; es una aldea
llamada Vilaxusa que los vecinos de abajo conocen como Moura. Me asomo al
cementerio y bajo de nuevo como una moto. Un jabalí negro enorme me escucha
llegar de repente, y desparece por el bosque destrozando las ramas. Es mi
primer día de casado y se nota la ligereza de las piernas. Pero es sobre todo
el flow mental lo que me llena, después de un día espeso de coche. ¿Cómo puede
descansarme y animarme tanto un paliza como esta, después de no dejar de correr
cuesta arriba en 25 minutos y no dar ni un paso andando? Cenamos con gusto; las
carrilleras al vino, bien cocinadas, le hacen perder esa desagradable
gelatinosidad. Hay cerveza artesanal y también peras al vino. En la alcoba de
los recién casados espera “Happy men, un día en la Taiga” de Herzog. Hemos
caído rendidos a mitad de película las dos últimas noches y está no será
diferente. Vivir cansa, tomar decisiones y dirigirte hacia el otro lado de
donde no quieres cansa. Y el sueño nos lo agradece. En una bolsa de tela con
rayas azueles y negras llevamos un manojo de libros. Lo llamamos “la
biblioteca”. Es ella la que nos echa de menos, en días así.
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