Hay un lugar que dicen Agua caída, cerca de una aldea
llamada Marce. Es una gran caída de agua, una catarata, escondida en el bosque,
abajo, pegada al cañón del río. Para llegar nos cruzamos con un par de hombres
mayores que acuden a la sobreinterpretación, como suele suceder con los
humanos: “se puede bajar, con cuidado pero se puede bajar, lo difícil es subir,
pero con paciencia yo creo que podréis”. Interpretan una debilidad que se nos
supone, como cuando el otro día, en Parada do Sil, el hombre que comía con
nosotros nos amenazó: “ para llegar a la Ermita de Sta Cristina, los que andan
mucho, pero mucho mucho, pueden llegar en 4 horas; así que echadle seis”. Luego
en el coche se nos ocurre una escena divertida. Kilian está comiendo en nuestro
sitio y le contesta: “pues yo me subo al Everest y bajo en 23 horas, casi en
zapatillas”. Cada vez estoy más a favor de Susan Sontag y más en contra de la
interpretación. Volvemos sobre nuestros pasos y cogemos un Pr que va todo el
rato pegado al río, que parece ser parte de la ruta de la ribera sacra.
Atravesamos viñedos y viñedos dispuestos en terrazas siempre viendo el cañón
del Sil.
Sólo hacemos dos pausas, bajo dos cerezos; el primero lo dejamos
temblando, a punto, decimos en broma, de ponernos malos por exceso de cerezas. “Qué
bueno sería poder comer en un día o dos todas la cerezas del año”. En el
segundo llenamos nuestro recipiente para el futuro. Pero el deseo es ciego y
poco práctico. Las cerezas alejadas del cerezo serán pasto de los gusanos.
Cuando llegamos de nuevo a Marce ya no tenemos ganas de seguir andando, sino de
sentarnos a tomar café. Preguntamos en el portal de una casa y nos dicen que la
semana que viene montarán un lugar para tomar café, que hemos llegado pronto.
Pero entonces sale Eva y le preguntamos que donde podríamos tomar uno, cerca.”
¿Qué queréis, café? Pues yo os hago uno, si por un café no voy quedarme
empenhada” . Pero Eva no trae sólo café, trae también una tarta de almendras
hecha por ella, pastel de coco y tarta de Santiago. Abajo, junto a nosotros,
está el perro, el que nos ladró al llegar seguramente para avisar a Eva de que
venía gente que necesitaba un café. Enfrente, un rosal precioso, junto a un
pequeño muro. Eva se lleva las manos a la cabeza: “¿en la Penalva, estáis en la
Penalva?. Pero si aquí en Ferreira hay un hotel muy bueno, con termas, y además
son fiestas. Pero en la Penalva, en la Penalva!”. Se encoge de hombros y nos
insiste que vayamos a las fiestas de Ferreira. No sabe, ni nunca sabrá, que
para nosotros tiene más valor este café y esta tarta de almendras, hechos de
generosidad, de confianza, y seguramente con las tradiciones familiares, que la
escena que vemos en Ferreira al pasar a coger gasolina: casetas medio puestas
con caseteros borrachos; el abandono total. Así que nos volvemos a la Penalva,
y nada más llegar vuelvo de nuevo por los senderos monte arriba, hasta Moura,
dando palmadas al jabalí para que hoy me escuche llegar con tiempo y nos
evitemos los dos el susto del atardecer. Cenamos de muerte y volvemos a
intentar ver “Hombres felices”, de Herzog. Es extraordinario cómo se confunden
y retroalimentan esas escenas con las nuestras, en qué medida las imágenes y
las ideas de Herzog arrojan marcos para nuestro camino diario. El cazador
siberiano, con su dura rutina diaria, dice Herzog, “es el único testigo de la
belleza de la naturaleza”. El cazador comenta que hay algo en lo que todos los
cazadores estarían de acuerdo: “la codicia es el peor de los vicios del
cazador”. Alejados de burocracias y civilizaciones, el cazador gravita entre
los dos polos básicos de la existencia: formar parte de la naturaleza, y
alejarse de la codicia. Es lo que domesticado se denomina ahora
“sostenibilidad”; algo que no puede ser un cartel de marketing, sino una
sabiduría básica.
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