domingo, 14 de mayo de 2017

DÍA 3


Hay un lugar que dicen Agua caída, cerca de una aldea llamada Marce. Es una gran caída de agua, una catarata, escondida en el bosque, abajo, pegada al cañón del río. Para llegar nos cruzamos con un par de hombres mayores que acuden a la sobreinterpretación, como suele suceder con los humanos: “se puede bajar, con cuidado pero se puede bajar, lo difícil es subir, pero con paciencia yo creo que podréis”. Interpretan una debilidad que se nos supone, como cuando el otro día, en Parada do Sil, el hombre que comía con nosotros nos amenazó: “ para llegar a la Ermita de Sta Cristina, los que andan mucho, pero mucho mucho, pueden llegar en 4 horas; así que echadle seis”. Luego en el coche se nos ocurre una escena divertida. Kilian está comiendo en nuestro sitio y le contesta: “pues yo me subo al Everest y bajo en 23 horas, casi en zapatillas”. Cada vez estoy más a favor de Susan Sontag y más en contra de la interpretación. Volvemos sobre nuestros pasos y cogemos un Pr que va todo el rato pegado al río, que parece ser parte de la ruta de la ribera sacra. Atravesamos viñedos y viñedos dispuestos en terrazas siempre viendo el cañón del Sil. 


Sólo hacemos dos pausas, bajo dos cerezos; el primero lo dejamos temblando, a punto, decimos en broma, de ponernos malos por exceso de cerezas. “Qué bueno sería poder comer en un día o dos todas la cerezas del año”. En el segundo llenamos nuestro recipiente para el futuro. Pero el deseo es ciego y poco práctico. Las cerezas alejadas del cerezo serán pasto de los gusanos. Cuando llegamos de nuevo a Marce ya no tenemos ganas de seguir andando, sino de sentarnos a tomar café. Preguntamos en el portal de una casa y nos dicen que la semana que viene montarán un lugar para tomar café, que hemos llegado pronto. Pero entonces sale Eva y le preguntamos que donde podríamos tomar uno, cerca.” ¿Qué queréis, café? Pues yo os hago uno, si por un café no voy quedarme empenhada” . Pero Eva no trae sólo café, trae también una tarta de almendras hecha por ella, pastel de coco y tarta de Santiago. Abajo, junto a nosotros, está el perro, el que nos ladró al llegar seguramente para avisar a Eva de que venía gente que necesitaba un café. Enfrente, un rosal precioso, junto a un pequeño muro. Eva se lleva las manos a la cabeza: “¿en la Penalva, estáis en la Penalva?. Pero si aquí en Ferreira hay un hotel muy bueno, con termas, y además son fiestas. Pero en la Penalva, en la Penalva!”. Se encoge de hombros y nos insiste que vayamos a las fiestas de Ferreira. No sabe, ni nunca sabrá, que para nosotros tiene más valor este café y esta tarta de almendras, hechos de generosidad, de confianza, y seguramente con las tradiciones familiares, que la escena que vemos en Ferreira al pasar a coger gasolina: casetas medio puestas con caseteros borrachos; el abandono total. Así que nos volvemos a la Penalva, y nada más llegar vuelvo de nuevo por los senderos monte arriba, hasta Moura, dando palmadas al jabalí para que hoy me escuche llegar con tiempo y nos evitemos los dos el susto del atardecer. Cenamos de muerte y volvemos a intentar ver “Hombres felices”, de Herzog. Es extraordinario cómo se confunden y retroalimentan esas escenas con las nuestras, en qué medida las imágenes y las ideas de Herzog arrojan marcos para nuestro camino diario. El cazador siberiano, con su dura rutina diaria, dice Herzog, “es el único testigo de la belleza de la naturaleza”. El cazador comenta que hay algo en lo que todos los cazadores estarían de acuerdo: “la codicia es el peor de los vicios del cazador”. Alejados de burocracias y civilizaciones, el cazador gravita entre los dos polos básicos de la existencia: formar parte de la naturaleza, y alejarse de la codicia. Es lo que domesticado se denomina ahora “sostenibilidad”; algo que no puede ser un cartel de marketing, sino una sabiduría básica. 

















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