domingo, 11 de septiembre de 2011

SALCEDA - SANTIAGO DE COMPOSTELA

 Me pregunto cómo será el Camino del cielo, cómo se llegará a él. Y me imagino una traza de baldosas amarillas como las del Mago de Oz, o quizá el trayecto de la savia por el que cayó la primera Alicia. Pero es, en todo caso, pura imaginación. Mi llegada a Santiago la había imaginado una y mil veces, pero me equivoqué por completo. No conté con la mayoría de los detalles: una cierta prisa por llegar a la misa de doce, ni la oscuridad de las cinco y media de la mañana, que me hizo perderme por un camino asfaltado en el que por suerte encontré una casa con luz ( Esa luz me hizo atreverme a llamar, y aquel chico medio dormido (eran las 6:30, lo lógico hubiera sido que me hubiera mandado "al caralho", como mínimo) me indicó amablemente el camino de vuelta.). No conté tampoco con la lluvia de la mañana, ese "orbaio" redoblado de la verdadera Galicia. Y tampoco conté ni con la niebla que me privó de la vista de Santiago desde el Monte de Gozo, en donde una espantosa escultura gigante recuerda a otro espanto de la cristiandad: al papa Wojtyla. Pero, sobre todo, no conté con la cantidad de gente que había en la Plaza de Obradoiro, no conté con el ruido, con los gritos, con el cuchicheo insoportable en el interior de la Catedral. Así que las lágrimas de la imaginación se convirtieron en un inmenso deseo de irme de allí. Luego vino la Misa, en la que ensayamos los cantos con una monja antes de empezar, y en donde hubo una especie de moderación, bajo aquel altar maravilloso e irrepetible entre los altares de los templos de Dios. Como me decía Paolo esta mañana, en la misma plaza, cuando yo ya marchaba hacia Fisterra "no siento ningún tipo de emoción". Pero el Camino te deja también sorpresas así. En Jenufa, como bien contaba Kundera, cuando Jenufa se entera de que su hijo ha muerto, simplemente pregunta: "¿De modo que ha muerto?" Janacek, en la partitura original (estropeada durante años creo recordar por los arreglos de Rimsky) escribe tres notas blandas, algo sin grandeza. Así es la emoción al llegar a Santiago. En una de las entrevistas de hoy, un italiano me contaba que no esperaba nada de su llegada a Santiago, que su destino era Fisterra, y que, sin embargo, cuando vió los pináculos de la Catedral se le pusieron los pelos de punta. Así somos, irrepetibles. Pero aún así, volví por la noche. Me senté en la Plaza y vi pasar el tiempo. Después, fui a la Vigilia. Como un católico puro, leí en alta voz el Comienzo del Apocalípsis de Juan frente al Pórtico de la Gloria, fui rociado de agua bendita (ay, Dios), caminé bajo un Credo hasta el Altar, me senté sobre la tarima del Altar que cubre al Apóstol, a cincuenta centímetros de la Orfebrería, pasé con los demás a escuchar el Salve regina (y su historia) en la maravillosa Capilla de Pilar, y bajé a la Cripta del Apóstol. De todas esas rutinas cristianas, el Camino me deja en general un buen sabor; muchos de los que están al semifrente del catolicismo tienen un concepto de Dios abierto y libre, en el que mi concepto divino ( la luz de esos maravillosos atardeceres )encaja perfectamente. Sus rutinas de expresión, comunicación, compartimientos y fés no nos muestran más que el sentido común de la palabra. Y en ese encajamos todos. Ante concepto duro de un Dios único, concreto, casi histórico, mi ateísmo se hace infinito, infranqueable. Pero es aconsejable participar de las rutinas con las que no comulgamos, casi como método. Cualquier creencia es terrible cuando empieza uno a pensarla como cierta. Después me fui a tapear, junto al mercado de abastos. Y no quiero hablar de eso para que nadie se muera de envidia. Poco a poco la ciudad recuperó la calma y se convirtió en un regalo. Pero se hizo de noche y Finisterre es el verdadero fin de esta travesía de la luz. Ante Santiago, sin embargo, puedo decir ya que hay algo común, capaz de unir a los hombres a pesar de su diversidad de cualquier tipo. Y ese algo en común, capaz de mover a toda esta gente hacia un destino único, es lo que es necesario encontrar.

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