viernes, 18 de junio de 2010

SIN NOTICIAS EN EL FRENTE

Esos pequeños agujeros de azul en la mañana parecían una burla. “Ahora que os quedan treinta kilometritos fáciles, os vamos a poner un poquito de sol, para que veais lo que hubiera podido ser”. Pero ni en broma, a los diez kilómetros, a pesar de la crema protectora, usada por primera vez, para desgracia de las garrapatas, volvía a llover. Al quinto día de cinco le sobra a uno ya la bici. Así que saltamos de alegría al cruzar la frontera, como el que tiene ganas de volver a casa, y nos hartamos de jugar al correcorre; Tato, yo, y Amparo, que tiene una forma muy especial de jugar. Enchufa a su birueda la máxima frecuencia que puede, al principio, y termina no mucho después con un “yo paso”. No es que no pueda, es que pasa. No es ella de renunciar en silencio; se ve que ha convivido mucho con Tato, del que todo se sabe: “voy a hacer caca, se me está haciendo bola, tengo hambre, voy a coger una bocanada, yo aquí ya estoy de más, voy a llamar, mañana cojo un taxi, yo no doy una pedalada de más, yo como un bebé…” Está fuerte, este Tato, la verdad es que en público debo decir que estoy orgulloso de él, por como ha "bosquejado” las subidas. Le falta un poco de training para entender textos, pero, y aunque “con él se excediera Dios, nadie es perfecto…” El día fue un paseíllo, poca MTB, la verdad; una pista con sus piedritas, mucha carretera, y una senda final en la que me dejaron solo por la senda linda del barrizal; aquella en la que el semblante del caballero/toca la brida/ y sacude sus cascos, como le hubiera gustado decir la poeta. Tres o cuatro acontecimientos lo ocuparon todo; la escena en la oficina de los Occitanios, que ni mencionaré, la caricia de los huesos del Lillo por la vía de servicio “por culpa de Tato, y de la gilipollas del coche (que estaba buenísima, dicen), y de Dios, si cabe”; el postrer cabreo del propio Lillo con Tato y con la mujer y con medio mundo, porque uno no se cae así, joder, llegando a casa. Decir debo que me lo perdí todo, porque yo bajaba por la senda del caballo. El tercer acontecimiento fue Lola, y su casa rural; la alegría de la compañía y de los detalles. Y lo último fue el vino, por fin. Ese Alges de cuerpo inmenso, que cerró a la carne y nos durmió con buen gusto, como debe despedirse uno, siempre, del Paraíso.

jueves, 17 de junio de 2010

EL MORO Y EL VTT


Dicen los que llegan a empezar está ruta por Occitania que hay subidas muy duras; se refieren a la subida del segundo día y al Col de Menthé. Uno les pone cara de “bueno”, como si en realidad no fueran para tanto. Y es que la primera la subimos en taxi, la segunda por carretera. Una subida larga, bella, en la que Tato y yo jugábamos al corre que te pillo, hasta que al Tato se le empezaba a hacer bola el correcorre… Pero una cosa es robarle a la ruta una subida, y otra bien distinta es robarle una bajada. A pesar de todo, como leíamos en la etapa dos, la voz es más fuerte que el argumento. “Yo bajo por la carretera”. No conviene luchar contra los reptiles. “Pues déjame la bomba, yo bajo por el track”. Pero, de repente, apareció un moro, un guía de VTT. “Est-ce que vous allez descendre par la route, avec ces vélos!!!!”, dijo, echándose las manos a la cabeza. Y, de repente: “qué piquito tienes, ya me has convencido”. Estamos siempre a milímetros de la opción contraria, sólo hay que esperar el acontecimiento que lo desencadene. El moro nos explicó una forma fácil de bajar, y así parecía, hasta que de nuevo una espigadas rampas casi nos cortaron el paso. Después, el bosque, la niebla, y un vagar hasta que los charcos, el barro, un ir poniéndose peor, nos invitó a volver. El track quedaba aún lejos, y, como luego supimos, no era el track que creíamos que era. Yo seguí, entré en un bosque en el que los árboles parecían un ejército alineado, silencioso, esperando mi muerte. La niebla parecía ir buscando los recovecos que dejaban los soldados. Había un silencio resbaladizo; una vida detenida. La montaña te tiraba abajo, era imposible mantenerse arriba, era como una fuerza interior, una arena movediza que te llevaba a un centro. Al salir a un claro sentí menos la presencia del oso, pero todavía había que salir, coger el arroyo hacia arriba que te salvara, de nuevo en el interior, que te hiciera salir a un claro definitivo, en donde los cencerros, desde lejos, ya relajaban. Una marcas rojas y blancas me daban la seguridad de lo no natural. Demasiada pureza en lo natural. Al final salí al claro, jadeante, saludé a las vacas con respeto y me tiré ladera abajo, en busca de la senda soñada. Y allí estaba: estrecha, resbaladiza, coqueteando con el barranco y con la niebla, revirada y pedregosa, embarrada y divertida como un sueño, como un regalo, que atrevesando Melles me llevó a Fos, bajando por una serpiente de asfalto. Llegué al hotel a la vez que los demás. El adelantao me repitió cinco veces que no daba un duro por mi. Y así nos adentramos en aquel extraño y solitario hotel de regencia inglesa que nos recordaba a los oscuros días de Manckievicz…

miércoles, 16 de junio de 2010

BUCLES Y GARRAPATAS


Y Tato dijo: “no estamos en el track, es que si seguimos por aquí se nos va a hacer muy corto”. Era pronto y a las cuatro y media jugaba España su primer partido del mundial. No había de qué preocuparse. Acabábamos de subir rampas de pendientes prohibidas, y aún no llovía. No había de qué preocuparse. Así que volvimos sobre nuestras trazas, durante kilómetros. La organización había dicho que había un camino por el que no se podía ir, pero el “ya lo hablaremos” se desvaneció en los alcoholes de la tarde, y, cuando por fin cogimos “el track”, aquel era ese “por el que no se podía”: saltamos árboles, atravesamos bosques, nos arrastramos por el barrizal, todo con la bici a cuestas, organizando cadenas para poder atravesar los desprecios de la naturaleza. Más de cinco horas después volvimos a dónde estábamos en el track inicial, tras las mejores trialeras resbaladizas de nuestra vida: el riachuelillo, el pedregal (“no sé cómo hemos podido bajar por ahí, se debe bajar mejor en bici que andando”), el pedregal deslizante. Gozamos como niños, hasta que la lluvia fuerte volvió. Yo salí a la lluvia, solo, dispuesto a seguir el track. No me enteré de que los demás irían por la carretera. Llegué temblando de hipoglucemia. España había perdido y yo apuraba cafés y galletas, intentando volver en mi. Pero el bucle tenía un truco, ahora lo veo: estaba lleno de garrapatas. En la ducha vi la primera, por la noche descubrí la segunda. Apelé a los viejos remedios y me equivoqué. Lo que queda de crónica lo convertiré en un tratado contra las garrapatas. Son arañas, no insectos. Vaya eso por delante. Se enroscan en la piel y te chupan la sangre, pero tienen otras armas; destilan un veneno cuando se ven atacadas, y pueden transmitir, en estos lares, una enfermedad que si no se trata puede llegar a ser letal: la enfermedad de Lyme. ¿Qué hay que hacer, pues? Lo mejor es saber lo que no hay que hacer: no echar alcohol sobre la garrapata, pues suelta su veneno. Hay que, simplemente, rociarla de aceite, y desenroscarla con uns pinzas en la dirección contraria a las agujas del reloj. De esa forma sale bien, sin esfuerzo. Después hay que hacerle un crematorio o guardarla a buen recaudo para el examen médico, en caso de que, tres semanas después del picotazo, uno contraiga la enfermedad. Lo importante es observar en las siguientes tres semanas, que no salgan ronchas rojas en el lugar del picotazo, ni que aparezcan debilidades, nauseas, dolores de cabeza o etc… Si no se trata puede dejarnos muy malitos, neurológicamente hablando. Pero como siempre lo mejor es llevar prevenir: pantalones largos, ropa clara, o crema antibichos. Evitar el protagonismo a las garrapatas, que para chupar la sangre ya hay humanos suficientes…
Después de despojarnos de ellas, ni el Lillo ("hoy si que me he cabreado") se acuerda del bucle. Y es que estos bichos te funden la memoria, si las dejas.

martes, 15 de junio de 2010

CUANDO EL CÁNTARO NO VA A LA FUENTE

Es un secreto a voces que sin la neurociencia moderna, mi capacidad de ilusionarme por mi trabajo decaería hasta los límites del desdén. Hay, con respecto a lo que hoy quiero contar, desde este pueblo maqueta que los franceses llaman Bertrand, que es como un tenderete que rodea a lo que en su día fue una catedral gótica, esbelta sin más, dos encuentros que merece la pena traer. Hace dos días, en uno de los descansos del curso de Rolf Hoogland, comentamos uno de los “Kernpunkt” de todos los mundos. ¿Y eso cómo se lo explicas a los pacientes?, le pregunté. “Yo apenas explico a los pacientes”, dijo. Eran las palabras de un viejo, de un sabio. En mi propuesta, convencido, dije: “Yo cada vez explico más, sin embargo, y creo en ello”. Aunque la conversación parece banal, apela a la antropología, a la evolución, a la neurociencia, y al comportamiento humano; a la psicología. Me explico: en el curso de la evolución, los sistemas de los seres menos evolucionados sobre los que nosostros cimentamos nuestra evolución, permanecen en nosotros como un “cerebro viejo, inconsciente, autónomo” (aquí el segundo encuentro, con el Ramachandran de la blindsight en "a brief tour on human conscioussnes"), encima, los sistemas más complejos, la motricidad más evolucionada, y más allá, el Hipocampo; el lenguaje, el simbolismo. Eso determina el estudio del hombre, y cada una de las ramas de la antropología. Y esos sistemas determinan, en último término, el comportamiento del hombre. Sin embargo, la pregunta es retórica: “¿Conviven los sistemas, o compiten?” En mi postura, hay convivencia, en la de Rolf, competencia. Y creo que él tienen razón. “Yo siempre trabajo sobre el sistema nervioso viejo”, añade.
En este Martes, el día no apareció mal, había una lluvia fina y una niebla o nubosidad mañanera, que no asustaba. Asustaba el día de ayer, el perfil, y la posibilidad de verse emboscado en medio del monte, subiendo kilómetros y kilómetros por una pendiente infernal, pero tampoco. Lo que había en el grupo era una voz (cerebro viejo); no un argumento (cerebro nuevo; la razón). Tato había decidido ir en taxi, y en su convencimiento no había un argumento suficiente, había una forma, casi un tono, una intensidad, un deje, una traza, una textura, un movimiento. La razón busca argumentos, el reptil busca formas. Nuestro reptil, nuestro sistema viejo, decidió seguir esa traza, aunque algunos (aquellos en los que el reptil se siente aprisionado en el hombre) nos mordiéramos los labios. El devenir de un grupo no busca razones, sino voces arcaicas, la forma en la que esas voces se dicen a sí mismas es más poderosa en nuestro cerebro que los contenidos de esta. Y así vagamos como góndolas, por el mundo, dejándonos llevar por lo que no reconocemos con la vista. En Bertrand las maquetas no nos llenan, no nos encaprichamos de habitaciones con retretes sobre las camas, y nos volvemos a vestir de corto, para hacer un descenso gozoso desde Mauloise, senderos rápidos y resbaladizos que traen en el mismo vagón alegrías y llantos. A unos ahoga y a otros les hace saltar sobre dos ruedas. En ambos es el reptil el que llora, el que salta. Es el primer tramo de lo que serán los senderos de Occitania, y ya da que hablar, ya aparece esa oscura y tenebrosa sombra interna; la del sendero del bosque. En el que se esconden las garrapatas del mañana.

lunes, 14 de junio de 2010

ESPONJAS RODANTES

En la época de estudiante de letras, tanto en el instituto como en las ciencias trovadorescas de los estudios literarios, atravesábamos siempre ese espacio sagrado para el castellano; los precedentes del Cantar del Cid. Dicho precedente era siempre Roldán, bajo cuyos efectos nos columpiábamos, más allá de Roncesvalles, bajando hacia Valcarlos, esperando la llegada de Carlomagno mientras nuestros pasos nos encaminaban hacia Santiago. Pero lo importante era que aquellos cantares , en la época de Roldán, se cantaban en unas regiones francesas que practicaban dos lenguas; una de ellas era la Langue d’Oc, claro, la lengua de esta Occitania. Era el tiempo en el que el laicismo (oh, dioses, esa maravilla) iba cediendo paso al agua bendita. Agua bendita. No hace falta reflexionar con el máximo de nuestra inteligencia para saber de dónde vienen los adjetivos del agua. Sabemos, “más que de sobra”, que Adán y Eva fueron posibles gracias a ese Edén que no era sino una fuente del nacimiento de esa Mesopotamia, que, aún sonando extraño, no significa más que “entre dos ríos”. De esa fuente de agua no sólo vino el Edén, sino el hombre. No es menos cierto que en la sequedad del Oriente próximo, sólo las cuencas del Nilo fueron capaces de dar algo que no fuera una crudeza inmensa, una inmensa muerte: Egipto. Incluso José bajó a Egipto, cuando las cosas en Canaán ya eran imposibles, y allí se encontró el agua, se encontró a sus hermanos. Fue Dios, sin duda, el que dejó caer aquel diluvio que recondujo a los hombres, ya que fruto del enfado ante la pobreza moral de los humanos cayó el agua, para darles, o al menos era esa la intención de Dios, una guía espiritual, como una gracia. El agua está asociada a la divinidad en el mismo grado que a la vida y a la pureza. Es condición necesaria para el cultivo, y su ausencia es incompatible con la vida. Ocupa más del sesenta por ciento de nuestro cuerpo, y es el nuevo Anatema de Yahvé, que priva a los descendientes de los filisteos, a Gaza mayormente, de ese bien supremo con el cuál lo somete, como si fueran una Sodoma y Gomorra moderna. Pero el agua fue aún más. Rondaba el siglo XIII cuando los monjes irlandeses (vale, vale, escoceses) crearon esa Aqua Vitae que lo curaba todo, y que los Gaelios tradujeron como Uisge Beata, un destilado de propiedades mágicas que lo curaba todo, y aún lo hace; esa maravilla que ahora llamamos whisky. Si hacemos el esfuerzo, cualquier adjetivo negativo deviene necesariamente oxímoron aplicado al agua. Y si bien mi hilo narrativo parece anárquico, en una mezcla de historiagrafismo, ateísmo, y loas, hoy, en esta Occitania, sosegado en el pueblo de Bagnères de Luchon, me pregunto por todas estas propiedades bajo uno de los grandes aguaceros de nuestra vida, que nos arremetió nada más salir de Viehla, nos empapó hasta Bossòst, y, tras un leve descanso, hizo de nosotros esponjas rodantes en los últimos kilómetros, hacia este Bagnères de Luchon. Nunca he visto al Tato tan descompuesto, y en este juego de analogías bíblicas bien parecía un Sansón sin pelo. Era un hombre sin fuerza, un ser alicaído, despojado de alegría. No parecía reconocerse en aquel aguacero ni la vida, ni la divinidad, ni la pureza. Si bien el agua lo embellece todo, la humedad lo debilita todo. Es, como siempre, una cuestión de grado, la mediocritas aurea horaciana.
En cuanto a nosotros, la relatividad del hecho, el conflicto con la aceptación de las más profundas virtudes del agua deseada, nos hizo haber podido gritar Agua puta, nos empañó las gafas, nos negó las vistas, hizo peligroso el sendero, haciendo a nuestros huesos acariciar con cariño las ortigas, atacó nuestras gargantas y nos dejó helados, uniendo la otrora rica brisa de los descensos al agua. Por suerte, con mi traje de espantapájaros; chubasquero doble, capa, guetres, guantes de repuesto, etc… yo me salvé. Pero en las bajadas, ante la imposibilidad, la ceguera y el frío, me invadía la risa, una risa descontrolada… unos minutos después la suerte ya estaba echada, Tato decidió que al día siguiente iría en taxi, y, aunque no dijo “pasara lo que pasara”, todos le seguiríamos, pero eso ya es otra historia.