lunes, 13 de septiembre de 2010

ALTA RIBAGORZA


Desde que Homero (o quienquiera que fingiera ser Homero) inaugura la metáfora del viaje, de forma escrita, los destinos y los caminos han guardado miles de pequeños secretos, que los ingleses y franceses parecieron haber agotado, en el siglo XIX, y que la tecnología moderna reduce a esquirlas. Sin embargo, aunque la expectativa se desvanece, y nuestra percepción, reducida, los achica, sólo el que sale con su mochila sabe que, tarde o temprano, le espera la sorpresa que le da la vida.

A ellos, que siguen buscando, y a ellas; a las sorpresas que esperan, van dedicadas estas líneas.

1. LA LUZ.
Hay una hora del día en un momento del año en la que la luz convierte al mundo en sueño. Toda la reflexión estética del mundo pierde su peso, la pena tiene sus momentos de carnaval y se disfraza de alegría, existe la levedad del tiempo, quizá ese pequeño atisbo de eternidad, ese punto de ascenso y descenso en el que la gravedad remite inconsistente a sí misma. Y el trazo del vuelo sobre la luz proyectada convierte también al pobre en príncipe, y a la necesidad casi en necedad (sólo desde los rincones en que esa luz es posible, visible). Pero esa luz tiene los minutos contados, reclama la atención del mismo modo que silenciosa parece mostrar una verdad a gritos; la belleza es sólo el instante previo a ese otro en que todo se desvanece. No se toca, no se posee. Se siente. Dicen que los egipcios situaban en el corazón al pensamiento. A pesar de la ciencia estoy con ellos. La aspiración no es banal; la luz es clara y sonora. Su falta, evidente. Busqué esa luz el miércoles, yo solo, en la pista que iba desde Torres del Obispo a Benabarre. El Mountain Bike también te permite esto. Los signos fueron claros. Ante mi, un jabalí corría hasta desaparecer en el bosque. Tras de mi, un perro grande estuvo a punto de atacarme, y sólo el grito del guerrero prolongó la última hora. Después, la luz lo inundó todo. Cuando por fin marchó, una nube rojiza y malva temblaba, melancólica, sobre Benabarre.

El Martes, una hora antes de que el sol se fuese, sobre Montfalcó, en una ermita (Santa Quiterla y San Bonifacio)situada sobre las rocas, el gran embalse de Canelles. Al otro lado, el río Noguera atravesaba el Congost de Mont Rebei. Durante la hora que precedió a la puesta, la luz jugó conmigo al indescifrable misterio de la luz. Ni ayudado por la cámara descubrí el misterio.




2. EL ARROJO.
En La Habana, en donde todavía jóvenes y viejos recordaban a Hemingway, lo leí por primera vez. Me llegó un pulso narrativo decepcionante. Con los años, he reconocido ese pulso como una de las grandezas literarias. Sin embargo, en la memoria de aquel lector ignorante hay una frase que introduce “Las nieves del kilimanjaro” que aún no he podido olvidar. Dice así: “Kilimanjaro is a snow covered mountain 19710 feet high, and is said to be the highest mountain in Africa. Its western summit is called the masai “Ngàje Ngài”, the House of God. Close to the western summit there is the dried and frozen carcass of a leopard. No one has explained what the leopard was seeking at that altitude”.
Cuando llegamos a Casa Bonet y vimos aquella Volkswagen con matrícula alemana supusimos una carretera o una pista. Cuando tras la incertidumbre, y la certeza de que algo pasaba conseguimos comunicar con aquel hombre vital de setenta y cinco años, gordo, de ojos azules y gestos torpes por una prótesis de rodilla reciente, comprendimos qué había pasado. En aquel lugar, frente a aquella casa deshabitada, llamada Casa Bonet, no había ni carretera ni pista. El arrojo de nuestro Frese (así se llamaba), acompañado de su mujer, que no estaba (había salido a buscar ayuda) al que había guiado la belleza del paraje y un deseo de ver “el otro lado de la ladera”, le había llevado más allá de los límites por donde puede ir, incluso, un 4 x 4. Y ese "un poco más" le llevó hasta el límite en el que sólo quedaba un sendero estrecho, un lugar desde el que era imposible salir. Aquel viajero insaciable que había recorrido, alejado de la comodidad de los hoteles, las esquinas de la península y de Francia, en busca de esquinas bellas y especialidades gastronómicas. “Lo conocido ya lo tengo en casa, si salgo es en busca de lo que no conozco”, les decía a sus amigos, en las reuniones en que su pasión por las motos no chocaba con su poca atracción hacia el fútbol. Cuando aquellos guardias civiles llegaron a “rescatarlo”, poco antes de que un helicóptero se lo llevara, debieron pensar, como mucho tiempo después seguimos haciendo nosotros “what the german man was seeking at that altitude”. Sin embargo, él, tranquilo, asumía las consecuencias de su arrojo, disfrutando de una larga conversación de tres horas con un extraño interlocutor: un españolito de a pie que bajaba en bici por la ladera, que hablaba alemán, y al que le pudo detallar media vida, sentado en la falda de una bella ladera, mientras el 112 y la guardia civil se movilizaban en su búsqueda, y su mujer, perdida en el monte y en el reino de las palabras ajenas, trataba de explicar (sin éxito) dónde podían encontrarle.


3. EL RESCATE.
Empieza Sanchez Ferlosio “Alfanhui” con una cita que copiaré, para evitar llantos familiares: “sembradas están para ti las locuras que andaban en mi cabeza y que en castilla tenían tan buen asiento. Escrita para ti esta historia castellana y llena de mentiras verdaderas”. Quiero hacer mía la cita por dos razones: una, por mi locura, al escribir lo que voy a escribir. Es la locura del cuerdo; capaz de convertir cada hecho en carnaval muy a pesar de la trágica realidad de los hombres. La segunda es porque todo lo que diga a partir de ahora será mentira, o por lo menos, todo lo que se refiere a las descripciones del accidente de Enrique y de las intervenciones que sobre él hicimos. Que sus familiares y amigos estén tranquilos. Él no miente.

Desde las alturas de Montfalcó, donde los románticos apuran por la noche estrellas y galaxias, nitidas en la oscuridad, y desde donde el Embalse de Canelles aparece en su máxima extensión, baja por el pedregal y entre el bosque de pinos una pista pedregosa y resbaladiza que llega al pantano. Hace frío. Se masca la tragedia. Y aunque luego una subidita hacer subir la temperatura ( y mucho ), el descenso, a través de un sendero (invisible para el líllico) llega hasta la orilla del embalse, que es ya reto para el tático y alarma para el prudente. La ceguera puede llevarte por la diversión de las piedras que deja el río seco, en donde el Mountain Bike parece más “descenso de cañones con bici a cuestas”. El signo de la tragedia viene precedido por el signo que invita al signo. Desde allí, hay un sendero que vuelve a subir hasta el mirador Fet, donde una ermita se hermana con la de Montfalcó. Pero ya se han ido todos, como si tuvieran prisa porque lo que tuviera que pasar pasara. Un nuevo pinchazo y en el collado ya hay uno que decide tirarse hacia abajo, solo, para perderse. Es el último signo antes de la tragedia. Desde ahí bajamos por un pedregal que invita al riesgo y del que Enrique sale ya tocado, con el brazo ensangrentado. Después, la pista ancha. Rápida, con piedras. Es necesaria una prudencia extraña, esa que te hace pensar más en lo que puede pasar que en lo que pasa. Tato y yo venimos como perros pastores, rastreando y cuidando del grupo. Y en la pista, detenido, vemos a Enrique. Sobre el suelo. Inmóvil. O juega, o la cosa es seria. Está boca arriba, con lo ojos cerrados. No se mueve. Sangra abundantemente por la nariz y por la boca. Tiene las gafas llenas de tierra. El maillot roto. “¡¡¡Enrique, Enrique!!!”. Pero no contesta. Le golpeamos la cara. Nada. Entonces tiene un primer espasmo. Parece abrir un ojo. El pulso es bajísimo. Débil. Respira. Le doy dos tortazos. Inmerecidos, vaya eso por delante. Gruñe. Ya es algo. Le muerdo el meñique. Retira la mano. Eso es buen signo. Saco las vendas. Le rocío de agua, le limpio las heridas. “¿Qué pasa?”, pregunta. “Parece que te ha dado un bajoncito, seguramente por el calor”, le digo. Mira su bici. La rueda partida. Me mira. “Te ha debido dar un bajón y por eso se te ha ido la bici”, me veo obligado a aclarar. Vuelve a perder el conocimiento. “Necesitamos ayuda”, le digo a Tato. No tenemos cobertura. Tato sale como nunca he visto a nadie volar sobre la bici. El pulso vuelve a ser fácil. En el Camel llevo una jeringuilla de Adreyet, pero la llevo para una reacción asmática o alérgica mortal. No quiero darle adrenalina. “¡¡¡¡Enrique, Enrique!!!!” Estoy solo, y me siento aún más solo. “Me cago en la puta, me cago en la puta, ¡¡Enrique, coño!!”. “¿Qué pasa?”, me dice, “¿Qué pasa?”. Sonríe. Tiene la nariz en ascuas. “Hijo puta”, pienso, “te ha salvado la nariz y el casco de romperte la calva”. Le doy agua. “Anda bebe y ve sentándote que tenemos que tirar, el Lillo está impaciente”. “El Lillo siempre está impaciente”, dice. “Pues eso, andando”. La rueda está partida. Le damos unas patadas para que ruede y tiramos, andando, hasta más allá, siete kilómetros más arriba, un sitio llamado Estopiñán.


Allí le recoge un coche y lo lleva al hospital. Queda en observación. Nosotros nos vamos a comer. "¿Qué tiene?", preguntamos. "Tal y taly tal, y libritos de Lomo", "¿vienen con el texto?", "sí, contesta, con el texto completo. No son Biblias, pero no están mal". Por lo menos a alguien le queda humor. Repetimos esa ensalada y la longaniza ribagorzana que no nos sabe a nada. Normal, sin texto. El que ha decidido perderse no viene. Al final tardará dos horas en llegar. Tato y yo vamos al hospital. “Le vamos a tener 24 horas en observación”, nos dice un señor como salido de la Edad Media, con un rictus franquista. “Sí, claro, claro”, le digo yo. Pasamos a visitarle. Tiene buena cara. “Ve vistiéndote”, le dice Tato, “no tenemos todo el día. O salimos antes de las cuatro y media o no llegamos a Benabarre con luz”. Enrique no se mueve. “Quieren tenerme en observación” . “Si quieres nosotros te miramos toda la tarde, anda, despelmázate”. Enrique me mira a mi. “Así está el tema”, le digo. “Hay una puerta por atrás, al lado de los baños, salid por allí”. “¿Y la bici?”, pregunta Enrique. “La tienes nuevita, la asistencia te cambió la rueda. Esperadme ya en el taxi”. En Estopiñán recogemos las bicis y al Lillo y tiramos hacia Benabarre. Atravesamos el bosquecillo por una senda linda por el interior del bosque, y luego el terreno, abierto, con arbusto bajo, entre el que se distingue la figura de Enrique, arrastrándose: “parad, parad, que me mareo”. “No jodas, Enrique, que si te mareas ahora nos la montan por la fuga del hospital” “Pues también teneis razón, dale, dale, que se nos va la luz”. Y así, bajadita y subidita por el pedregal llegamos a Torres del Obispo. Ya está cayendo el sol. Enrique parece sano, aunque cansado. Yo me paso al punto uno de esta crónica: “la Luz”, los demás siguen por la carretera…

4. DE TRIALERAS Y SEROTONINAS
De Benabarre hasta Roda de Isábena encontramos la forma de empujar las bicis ladera arriba. Vemos desde la gran cima el Tourbon, buscamos la suerte en Lescuarres, donde perdí los guantes (como aquella vez en la Pedals de Foc) y tuve que recuperarlos conociendo a todo el pueblo y andando solo por entre los caminos. Pero de todo eso nadie se acordará. Quedará sólo, en nuestras memorias, los 22 kilómetros de subida por esta vez sí que verdadero pedregal, (dice Enrique que no es posible ver piedras preciosas en una cuesta arriba, habría que preguntar a los sátrapas) en el que no sólo la pendiente mataba, sino que era técnicamente difícil mantenerse sobre la bici. Fuimos poquito a poco, como se hacen las cosas para hacerse bien, metidos en ese bosque tupido que dicen los de por aquí que es la algarabía del Otoño. Y una vez arriba, con el agotamiento en el ojal, hizo acto de presencia la serotonina. Entrábamos en la senda de bajada por el bosque, dos curvas reviradas de ciento ochenta grados y la pendiente se disparaba. Espacio estrecho, piedras escondidas entre el verde, y esas curvas cerradas en las que nos parábamos para redisponer la bici. Bajamos como poseídos por la locura. Sin accidentes. Sin paradas. Al llegar abajo, a pesar de que nos quemaban los brazos y las piernas y los frenos, se nos había ido el cansancio. Era la serotonina, sin duda. Gritamos de descontrol, y nos golpeamos las manos. Quedaba aún un tramo de repechos pedregosos sobre el acantilado. Los recorrimos rápidos, con furia, por miedo a que la serotonina perdiera su efecto. Y así llegamos a la Roda, antes (mucho antes) de que nuestros compañeros, que se habían ido por la carretera, empezaran a tomar sus cervezas.

4 comentarios:

  1. Muy bueno, Harpo. En la próxima prometo no tener prisa, ni quien me la meta.

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  2. Al final vi la luz, me costó un poco al principio, pero al final la vi. El resto, y será por el entrenamiento quizás, lo pasé de primeras dadas, lo que no es habitual, pero claro, como si de primeras te vienen buenas y te das mus te tienes ue descartar forzasamente, entonces ¡no hay mus!

    Muy chula harpo, como siempre, me encanta leer tus cuentos.

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  3. Las mentiras verdaderas son mejores que las verdades prosaicas. Muy buena la crónica y, como siempre, da gusto tener que leerla dos veces. Por cierto, ya me explicarás lo de lo Sátrapas. Enhorabuena!!

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  4. En el imperio Persa, en la época en que estos se hicieron con el Canaán respetando a los judíos (¡¡y permitiéndoles volver de la diáspora!!) el Imperio persa se organizaba en satrapías, gobernadas por sátrapas, cuyo poder dependía de las piedras preciosas...

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