domingo, 5 de septiembre de 2010

LA VERDADERA HISTORIA DEL DESCUBRIMIENTO DE LA TUMBA DE TUTHANKAMÓN.




El 4 de Agosto de 2010, esta expedición entró en la cámara funeraria de Tuthankamón. Sin duda, fuimos los primeros. Para que la ciencia crea la historia, hemos decidido escribirla. Durante días, Pala, Enni, y yo, reconstruimos los detalles de aquellos días. Howard Carter sólo fue una leyenda.

Cuando descubrimos la tumba de Tuthankamón, Pala, descendiente del Dios de los bosques Ápalo, acababa de cumplir ocho años, y Enni, pequeña diosa de los ríos, recién había cumplido seis. Sabíamos que para esa expedición teníamos dos dificultades: una, convencer a la comunidad científica de que la tumba que había descubierto Howard Carter en 1922 no se había descubierto todavía, y la segunda, más difícil, era convencer a Minoe, que había cuidado de Pala y de Enni de pequeñas, de que nos dejara viajar hasta el valle de los Reyes. Aún así nos decidimos a emprender la expedición. El primer problema, convencer a la comunidad científica, lo dejamos para después, para cuando ya hubiéramos descubierto la tumba. El segundo era prioritario. Nos reunimos con dos ayudantes. Uno era Memé, el niño dragón, hijo de una descendiente de Dido, a la que apodaban Numa. Y nos lo pusieron fácil. “Id al lago que hay junto a la tercera catarata del Nilo, esperadnos allí, pacientemente, y nosotros os llevaremos al Valle de los Reyes”. A Minoe, hermana de uno de los más influyentes reyes del sur, fue fácil convencerla. Mucho más fácil de lo que nosotros mismos habíamos pensado. “Nos vamos a pisar la escalera que lleva al lugar donde todos los oros relucen”. Ella sonrió, como si sólo fuera un juego. Cuando tiempo después volvimos, supo que no la habíamos mentido. Pala llevaba una gargantilla dorada y Enni unas sandalias del mismo oro. Memé, que venía también con nosotros, llevaba la espada del faraón. No nos fue difícil llegar al primer recodo tras las tercera catarata del Nilo. Por los caminos del bajo Egipto, un cuatro por cuatro nos recogió, como enviado por los dioses. Nos dejó en la orilla, sin que nosotros se lo pidiéramos siquiera. En el agua, unos peces rojos brillaban bajo el dorado del reflejo del sol en la superficie. Hacía calor, y los tres; Pala, Enni, y yo, nos sentimos solos. Ante nosotros la extensión del Nilo nos parecía un mar, y aquel silencio de la superficie del río, inquietante, se turbó cuando Enni dejó caer sobre el agua un trozo de pan con cocolate, asquerosamente derretido por el calor. El estruendo fue terrible; un monstruo de los mares acometió aquel trozo de pan como si de un asunto de vida o muerte se tratara. “El bicho es asqueroso”, grito Enni, asustada, “asqueroso”. Las aguas tranquilas son profundas, pensé, mientras el río volvía a la calma. Aunque en principio no había peligro, íbamos a intentar llegar al Valle de los Reyes, donde suponíamos la tumba de Tuthankamón, en la costa oeste del Nilo. Sin duda, necesitábamos refuerzos. Cuando Memé llegó, con Numa, el calor estaba a punto de achicharrarnos. Habíamos esperado tres días junto a la costa, sin otro agua que el peligroso agua del Nilo, sin otra comida que los panes con chocolate derretido que aún Pala conservaba en la mochila. Numa nos despertó, rociándonos con agua. “Vamos, chicos”, dijo, “hay que animarse”. Sacó de un gran bolso dos botellas de agua y de una tartera pan y embutidos. A Enni le costó despertar. Era a la que más le afectaba el calor. Pero Memé se encargó de animarla, con esos ojos de un azul grisáceo que la envolvieron, ya sonrojada a sus seis años. “he traído dos botes”, dijo Memé, “yo iré con Numa y vosotros tres juntos”. “La navegación es sencilla, pero hay que tener cuidado con los surtidores, son como geiseres de río, nos pueden empapar”. “Y hay que cuidarse también de piratas y de cocodrilos”. Hacía bastante viento, pero mucho calor. “Saldremos después de comer”, dijo Numa. Y así fue. Enni y Pala remaron como si lo hubieran hecho toda la vida. Y, justo antes del amanecer, llegó lo inesperado. Cuando habíamos superado los surtidores, un bote con piratas egipicos nos atacó.



Utilizaron una bana estrategia. Querían llenar nuestro bote de agua, para que nos hundiéramos. Memé, el hombre dragón, dibujó una espada en el aire y les atacó, sin miedo.




Y como si de una fuerza sobrenatural se tratara, los piratas huyeron, no sin antes haber sido empapados por los remos de Pala, de Enni, y de Numa, golpeando furiosos sobre la superficie del río.
Casi había anochecido cuando un chapoteo en el agua nos inquietó. Fue Enni la que primero lo vió: un cocodrilo verde se acercaba sigiloso a nuestro bote. Sin que casi nos diera tiempo a reaccionar, Pala le pidió a Memé el secreto de la espada invisible. Memé dibujó cinco espadas en el aire. Cada uno cogimos al nuestra. Cuando el cocodrilo nos atacó por primera vez, golpeando el bote, que se movió, inestable, Pala, Enni, y yo, agitamos nuestras espadas y las clavamos sobre la piel dura del cocodrilo verde. La bestia retrocedió, sin ceder del todo. Vimos como el agua se llenaba de sangre. Unos metros más allá vimos a otro gran cocodrilo, un cocodrilo de piel marrón al que los egipcios llamaban “cocodrilo bueno”. El cocodrilo verde atacó de nuevo. La barca se tambaleó. Enni se tiró al agua. Rodeándola, aparecieron seis cocodrilos verdes. Enni, diosa de los ríos, se elevó por encima de la superficie, desafiando a la ley de la gravedad. Los seis cocodrilos intentaron morderla. Ella se movió ágilmente y con enorme facilidad, sacudió su espada sobre las cabezas de los tres primeros verdes. Elevándose de nuevo, se subió sobre las espalda del cuarto. Desde allí, soltó una patada mágica que mató al quinto.







Al sexto, le dijo, suavemente: “vete”. El sexto se fue. El “cocodrilo bueno” lo observaba todo. El primero, el que primero nos había atacado, aún herido, se hundió, desapareciendo en el río. Nunca supimos si aquel cocdrilo marrón había atacado al verde, o si este se había asustado por su mera presencia. Lo que estaba claro es que aquellos siete cocodrilos verdes habían desaprecido. Vimos al cocodrilo bueno desaparecer, por la orilla, antes de que nosotros la alcanzáramos. Ya era de noche. Memé sacó una linterna y señaló el camino. Dejamos las barcas en la orilla. Cuando tiempo después volvimos, sólo quedaban astillas. Con casi total seguridad, los cocodrilos habían destrozado las barcas. Caminamos durante media hora, con las mochilas, hasta que nos quemaron los hombros. En cada una llevábamos todo lo neesario para entrar en la tumba de Tuthankamón; nuestras herramientas de arqueólogos y nuestras tiendas. Estábamos cansados. Atravesar el Nilo era casi una tarea de héroes. Habíamos sobrevivido. El primer escollo para ser los primeros en entrar en la tumba de Tutankhamón estaba salvado. Pusimos dos tiendas. Una grande y otra pequeña. En la pequeña dejamos las mochilas y los instrumentos. En la grande pusimos las esterillas. Hicimos un fuego que rodeara el campamento y nos echamos a dormir. No tardamos en quedarnos dormidos.
Por la mañana, al despertar, tres serpientes rodeaban la esterilla de Pala. Enni salió rápidamente en busca de un instrumento que utilizaríamos para la excavación: una brocha. Con ella, frente a las serpientes, hizo seis círculos en el aire. Las serpientes se quedaron adormiladas. Pala se levantó y las rodeó dibujando un círculo en la tierra que las rodeaba. De aquella línea surgió una chispa que las rodeó de fuego. Pala levantó las manos al cielo. Las serpientes se agitareon volviándose locas y mordiéndose a sí mismas. No tardaron en morir. Entonces, los dedos de Enni, como conectados con el Nilo, apagaron el fuego. Después, pasado el peligro, recogimos las tiendas, comimos algo, y empezamos a caminar sobre el desierto. Estábamos en el Valle de los Reyes. Uno de nuestros sueños se había cumplido. El Valle de los Reyes se abría ante nosotros como una inmensa extensión, un espacio mítico, sagrado, imponente. Mucho más grande de lo que habíamos imaginado. El desierto era infinito. Caminar por la arena era dificultoso. Éramos, y así lo dijo Memé, “como hormiguitas sobre la tierra”. Por primera vez nos sentimos pequeños ante el espacio, ante la tarea. Después de dos días de fatigoso andar, encontramos una gran pared de arena. Sabíamos que bajo nuestros pies estaba la tumba de Tuthankamón. Por suerte, no teníamos que investigar palmo a palmo, como había hecho Howard Carter en los años veinte, cada rincón del Valle. Eso nos facilitó el trabajo. Sacamos las brochas, y empezamos a rastrear el suelo. Enseguida surgió una piedra. Luego, otra. Estábamos sobre una de las paredes de la cámara funeraria. Cinco horas después, la entrada estaba libre. Era casi de noche. Decidimos esperar a la mañana siguiente para entrar. Enni fue la primera en bajar las famosas escaleras de la cámara. Después lo hizo Memé. La tercera era Pala, seguida de Numa. Yo bajé el último. Al final de las escaleras, como sabíamos que le había pasado a Carter, la pared, sellada, no nos dejó seguir. Había que romperla. Los cinco picamos a golpes la última puerta hacia el faraón. Teníamos una prevención. Aunque la leyenda decía que todo el que profanara la tumba de Tuthankamón moriría y pasaría a formar parte de la piedra y de la arena del desierto, sabíamos, por la ciencia, que las bacterias dormidas durante siglos habían causado la muerte de casi todos los que entonces entraron en la cámara. Nosotros estábamos preparados. En nuestra mochilas, llevábamos potentes bactericidas y fungicidas. Eso fue lo primero que hicimos. Antes de dejarnos embelesar por los brillos del oro, llenamos la estancia con aquellos sprays. Prudentes, volvimos a salir fuera. Dejamos que aquel spray hiciera efecto. Queríamos volver sanos y salvos, para mostrar a Minoe “los relucientes oros del oro”.
Aquel día lo pasamos observando el Valle de los Reyes, tranquilos, victoriosos, orgullosos de lo que íbamos a conseguir. Eso nos permitió ir viendo cómo desaparecía el día. El Valle se llenó de colores; desde los amarillos de la mañana a los dorados del medio día y los rojos de la tarde. Aquella belleza era impagable. Numa propuso que escribiéramos un poema sobre la arena, para que el viento se lo llevara y transmitiera el mensaje por el mundo. Así lo hicimos. Tras ir poco a poco construyéndolo, entre todos, en nuestro pedacito de arena, el Valle de los Reyes decía:

Todos los brillos del oro
Quedan en sombra
Ante el amanecer

Todos los brillos del oro
Pierden su brillo
Bajo el crepúsculo.

A la mañana siguiente entramos en la cámara funeraria. Teníamos la planta de la cámara, así que pasamos las dos primeras estancias y fuimos directamente adonde se encontraba Tuthankamón. Era eso lo único que nos interesaba. Estaba momificado bajo cuatro cajas y cuatro ataúdes. Cuando los abrimos, le vimos. Sólo Enni evitó mirarle de frente. Temía convertirse en piedra. Pala nos advirtió de que no había que quitarle la corona. Cuando le vimos, le dijimos: “Hola, Tuthankamón, sólo vinimos para saludarte. Queremos ver tus tesoros, pero no nos llevaremos nada”.




El faraón pareció asentir, y creímos oír como decía: “Pasad”. Así lo hicimos, nos pasamos el día entre vasijas, barcos, y objetos dorados. Pero no nos llevamos nada. De recuerdo, yo sólo quería que todos nos hicéramos una foto con el faraón. Lo sentamos junto a nosotros y nos hicimos la foto. Al salir, llamamos al Brittish Museum para que se hiciera cargo de todo. No tardaron en llegar. Antes de que aquel lugar se llenara de perdiodistas y de televisiones, nosotros cogimos nuestras mochilas y volvimos a atravesar el Valle de los Reyes en dirección al Nilo. Allí, encontramos los botes destrozados, pero una gran barcaza egipcia, llevada por un consejero del faraón que no hablaba español, nos recogió. Nos dejó al otro lado del Nilo. La barcaza, eso lo supimos después, había sido una barcaza utilizada por Tuthankamón. Al otro lado del Nilo nos recogió un cuatro por cuatro. Nos llevó hasta Luxor, antes paraíso de Akhenatón, el padre de nuestro Tutahnakamón. Desde allí, en autobús, fuimos a El Cairo. En el gran mercado central, Memé compró una espada, Pala, una gargantilla dorada, Enni, las sandalias de oro y las uñas doradas. Y Numa, una túnica. Yo no quise nada, tenía la foto. Desde El Cairo volvimos a Madrid, donde nos esperaba Minoe. Cuando nos vió llegar, supo que no la habíamos mentido, en nuestros rostros brillaba el oro del oro. La ciencia, sin embargo, nunca nos creería.

1 comentario:

  1. Ahlan Pala, Enni y Pasape(creemos que él es descendiente del dios Dyehuty pero aun lo estamos investigando..)

    Memé y yo nos sentimos felices de haber vivido con vosotros esta extraodinaria aventura, y os damos las gracias por elegirnos para guiaros hacia el valle de los Reyes y por haber hecho esta linda crónica de nuestro descubrimiento. También le damos las gracias a Tuthankamon por su generosidad al permitirnos entrar en su cámara y regalarnos su embarcación para poder regresar sanos y salvos.

    ¿A quíen le importa que no nos crea la ciencia?, nosotros y Tuthankamon sabemos que fue verdad y con eso nos ha de bastar.

    ¡Hasta la próxima aventura!

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