lunes, 13 de agosto de 2012
PIÑERES DE PRÍA - LA ISLA
No es lo mismo caminar sin rumbo que que te esperen, que ir con destino. La Isla, a la que llegué por primera vez con diecisiete años para conocer a todos los amigos de Pablo "cole". La Isla que acabó convirtiéndose en un sitio de mitos adolescentes que sólo guarda la memoria y la Peña del cuervo.
Salimos bien temprano, antes del amanecer, para desayunar en Ribadesella, y atravesar, medio costa medio monte, un devenir de verdes y acantilados a la orilla del Cantábrico, sobre todo después de la Playa de Vega, a la que se llega después de darse un baño de color en una casita azul que hay en San Esteban de Leces (uno de los portentos de lo que será "habitar", esa serie de fotos en la que intento comulgar las ideas de Bachelard, con los indicios que el mundo del nido nos da de la forma de vivir). Después de salir de Vega, a más de treinta grados, un espacio lleno de caravanas y mundos detenidos, espesados por la pereza y el acúmulo de gente, nos esperaba una inmensa cuesta, que poco a poco, después, nos iba a llevar camino de la verdadera costa, de ese acantilado maravilloso desde el que ya se reconoce el peñón, aquel que va acercándose, por cabos y por altas hierbas, desde Caravia, fuera del camino, a la Playa de la Espasa, primer campo de mus de mis días adolescentes.
Y una vez allí, ganado el cielo, el merecido baño de "nuevo en ese mar" y la llegada de esos tíos "más que políticos"; Braulio y Mela, los padres de mi hermano de los quince, un Pablo "cole" que ya es multipadre. Con ellos empezamos en el Fito mar, con cerveza y calamares, y seguimos haciendo una comida más allá de la tarde, cenamos hasta el infinito aquellos maravillosos rollos de bonito, chipirones inolvidables, y vino blanco, además de un tarta de turrón de no olvidar. Con ellos fuimos a Lastres muy de mañana, al día siguiente (día de descanso) para ver desde allí la Playa de la Griega por la que yo me imaginaba caminar a María Alonso en el año ochenta y ocho. Con Mela comimos bonito del norte confitado y ensalada césar, y, ya de tarde, los cuatro, caminamos desde la playa de la Isla, en plena baja mar, hasta el final de la Espasa, ya con las playas vacías, para disfrutar de las últimas gotas de luz, hablando de Beruetes, Manriques, Ansel Adames y de amor. Es fascinante el cariño que uno les coge a los padres de sus amigos, capaz de pervivir más allá del primer asalto de la madurez. Y es fascinante comprobar la reciprocidad de este sentimiento, en los albores de sus jubilaciones. Luego, Getse y yo, con la playa ya en clarooscuro, caminamos por las rocas, y jugamos a carreritas. Quedamos por la noche en la terraza, a la espera de los fuegos artificiales, vacíos estallidos en el cielo de la nada, antes de caer, olvidadas las zapatillas en el patio en el que las noches descargan sus aguas, en el sueño que precede al caminar, ansiado ejercicio de libertad en el que todas las necesidades desaparecen y sólo el presente y el paso se agolpa sobre nosotros.
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