Hoy desayunamos con profusión todas las sobras del día anterior. Tanto, que cuando llegamos a Villaviciosa más allá de las cinco, aún sin comer, apenas teníamos hambre. Habíamos tomado lomo, pato, chorizo, la mermelada de Braulio, té, tostadas. De todo. Pensábamos llegar a Sebrayu. Nos habían dicho que estaba a veinte kilómetros. Caminamos esa primera parte, maravillosa, tal y como nos había dicho Braulio, fuera del Camino pero pegados a la Costa.
Allí, la Peña del Cuervo, y luego el verdadero acantilado, el que está más allá de la Isla. Ese que llega al cruce que lleva a la Playa de la Griega. Pero como siempre; un fin, una vuelta a un camino sin tanta historia. En una pequeña Iglesia, en el Atrio, otro Babel de italianos y catalanes y americanos; un grupo de esos que nace de un sinfín de individualidades, y que ya nunca se separa. Esos grupos llevan la sabiduría del camino, saben lo que hay y lo que vendrá, te informan de cómo ir, y hasta de dónde no comerás. El conocimiento se va pasando como antes; vuelve la oralidad, el Cid, Martín de Riquer, los últimos yugoslavos... Antes de llegar a Sebrayu aparecen bosques con sombras, caminos lindos, íntimos, silenciosos, pajáricos. Llegamos a Sebrayu como por sorpresa; la hospitalera nos dice que sólo hemos hecho 14 kilómetros, y, aunque nos quedamos, empezamos a ver gente llegar desde todos los confines, cuyo esfuerzo merece más descanso que el nuestro. Asi que abandonamos aquel albergue y decidimos seguir bajo el calor hacia Villaviciosa, cuya ría vemos desde lo alto. Un paraíso. Encontramos un sitio en un hostal, y comemos algo, aderezado con el chocolate de aquí, unos crujientes que nos enamoran. Échamos una vista a los mapas, y empezamos a pensar en llegar a Ferrol, a la Coruña, y a Santiago, pero es sólo un pensamiento a medias en este cruce que lleva a los peregrinos originales hacia Santiago, y que nos da un respiro, para, por fin, poder escribir.
Del día, un momento; al salir de Colunga hay una casa cuidada, llena de flores. Apoyada está una mujer vieja, con una sonrisa plácida, completamente integrada con las flores. Pienso en hacer la foto, pero no quiero enturbiar la intimidad. Sigo caminando. Al poco, me digo "eres un fotógrafo", y vuelvo sobre mis pasos, me acerco, y le pido permiso para fotografiar la casa, pero con ella. No quiere, hace ademán de quitarse. Le digo que no, que se quede, que está luminosa, maravillosa. Pone una sonrisa como la de antes, y se queda, para que el mundo se deleite de las cosas que pasan en el ámbito de lo pequeño y de lo anónimo.
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