Betanzos debió ser el centro de muchas cosas. Supo, como en esta imagen, levantar catedrales desde el esfuerzo de lo pequeño. El juego de la escala es definitivo; la iglesia está limpia para ser vista. No está así porque así fuera, sino por la labor empequeñecida del mudo; del invisible, el que hizo Chartres y levantó pirámides.
Y en estos devenires, en estos descubrimientos, en los que uno descubre momentos íntimos, a veces, el juego es doble; descubre y es descubierto. Navegar en ese mar es también un Arte.
Vaya por delante que nuestra intención era llegar a Bruma, y que nos faltaron esos 14 kilómetros. Mi pie dijo hasta aquí. En esta parte, casi ausentes los peregrinos y casi las gentes, siendo el paisaje conocido, conviene hablar de dos conceptos básicos; la intensidad, y el ritmo. Creo que el primero deviene del carácter individual, pero es el que marca los hitos de cualquier acontecer. Incluso para el silencio hace falta intensidad. La naturaleza, en su orden, en su desorden, en su belleza, pero también en su amenaza o en su misterio, proyecta intensidad. Las gentes, esas criaturitas que adoramos, también. Hasta en su estupidez pueden darnos intensidad. Digamos que podríamos encontrar una fórmula mediante la cuál busquemos la intensidad, sea esta del signo que sea. Como un valor absoluto, una cifra entre corchetes. Estar preparado para percibirlo; ese es el Camino. O quizá no, quizá esa intensidad esconda una trampa. Quién sabe. En todo caso, de esa intensidad deviene el ritmo; y esto es imprescindible para caminar. El ritmo es un orden que no sabría explicar. Y no me refiero al ritmo de la marcha sino al del día; a la relación entre caminar y no caminar, entre ir y quedarse. Sin él, caminar es una actividad pesada. Con él, es fácil. Cuando pasa el Camino, uno piensa que quizá se hubiera querido detener más, charlar más o menos con tal o cuál otro, haber salido antes, o después, haber caminado menos. Pero en el día esa es la búsqueda; el orden perfecto, el equilibrio entre los deseos de nido, de hogar, y los deseos de mundo. Un equilibrio imperfecto en el que nos tambaleamos a tientas, como aficionados. Un equilibrio superior a nosotros mismos y a nuestra voluntad. Como el de esta imagen, donde todo parece ocupar su sitio, y esperar su momento.
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