sábado, 25 de agosto de 2012
NADAR EN VEZ DE ANDAR
Amanecemos en casa de Amadora, una mujer adorable que ya no alquila habitaciones, pero que nos ha hecho un huequito para dormir en el O Carinho que vió cómo el Barça le pasaba por encima al Madrid para luego, con un error de bulto de Victor Valdés que al final le haría perder la supercopa, se complicaba la vida. Hace un viento fuerte que casi nos vuela, pero es que estamos muy cerca del Cabo Ortegal, y aunque nos dicen que no es buen día, allá vamos, por un sendero pegado al acantilado Este que repetiría una y mil veces. Luz entre la luz.
Hace un viento de muerte en Cabo Ortegal. Estamos al norte norte, donde se encuentran el Atlántico y el Cantábrico, donde llegan los vientos de América a encontrarse con los nombres de nuestras aguas y nuestras piedras y nuestros vientos. Hace viento pero está claro y hace sol... hasta que empieza a llover. Al principio, parece que sólo será un poco, pero enseguida nos damos cuenta de que no. Vamos subiendo a bastante altitud, el bosque va desapareciendo a cambio de un arbusto bajo y pequeñas flores violetas; la niebla apenas nos deja ver. El viento, a veces, es tan fuerte que no podemos andar, que nos desequilibra. La capa, el gore tex y todo lo imaginable se vuelve insuficiente. Estamos calados. Con el viento, pronto tenemos frío, los músculos se endurecen con el frío y con el agua, los pies chapotean. Dejamos de andar; nadamos. De vez en cuando, entre la niebla, pasa un coche. Nadie se para, nos decimos, nadie se para. Pero una furgoneta lo hace y nos ofrece llevarnos a alguna parte. Si no estuviéramos aquí no nos ayudarían, si esto fuera la Edad Media no habría coches, si uno se va a encomendar a Santiago, si quiere sentir el terreno, la naturaleza, el mundo, si quiere comprobar cuales son sus fuerzas reales en relación a las de Dios, debe seguir caminando. Así que les agradecemos la propuesta; y seguimos andando, nadando. Un grupo de vacas nos observan, un tanto atónitas.
Es el único momento en que me atrevo a sacar la cámara. Después de más de tres horas, arriba, en el mirador de San Andrés, clarea un poco y cesa la lluvia. Bajamos por una caminito de piedras que resbala como un demonio. Pero San Andrés está ahí (ropa seca; paraíso del calado), y el cielo se abre, cuesta abajo, tranquilamente, hasta Cedeira, sin poder ya coger el senderito de los Peiraos, 14 kilómetros para otro tiempo, quizá. Uno se marcha por un camino echando de menos otro que no conoce, suponiéndole más bello. Pero en esa cesión, en ese acontecimiento que late, en esa belleza que uno imagina, sin llegar a ocurrir, quizá radica también parte de su belleza.
Llegando a Cedeira, este hombre; Donatillo, como le decía su Josefa, nos cuenta la historia de sus maravillosos 58 años de matrimonio. Tiene uno la sensación de que los encuentros de un Camino son tan casuales y tan fugaces como cualquier otra cosa. Responden casi al azar y te ponen en contacto con momentos absolutamente irrepetibles, con destellos de luces casuales en los que confluyes - sí, tú, yo - durante un instante con un espacio y un tiempo. Y quizá en este sentimiento está el sentimiento de ser por fin vagabundo, caminante, de encontrarse por fin del todo con el paso que da y no con el destino que viene. Todo; vagabundear y caminar toman cuerpo de esta manera, o así se me aparece a mi, en un sentimiento que podría llamarse "confianza en el porvenir".
Así llegamos a Cedeira, donde, casi por casualidad, como no podría ser de otra forma, damos con Beatriz, una abuelita adorable que nos alquila una habitación baratísima, que es el sueño tras la navegación. Una abuelita emocionada que nos invitará incluso a desayunar, con esa emoción que provoca la gente en casa.
Por la noche, tal como nos indicaron en aquel barecito antes de Vilaronte, vamos a tomar Marrajo y calamares en el Kilowatio.
Después, como cada 24 de Agosto, hago mi celebración más íntima, esta vez solo, en la playa, escribiendo sobre la arena.
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