miércoles, 31 de agosto de 2011
EL CID CAMPEADOR
Negar el aspecto literario que veo en todas las cosas sería como cambiar de cáscara. Empecé en San Juan de pie de Port por Roldán, me arrodillé ante la tumba del Cid en la Catedral de Burgos (no tanto por admiración al Campeador como por respeto filológico al comienzo de nuestra Vulgari Eloquentia), me dejé fascinar por las leyendas cristianas (que en realidad han sido, en su mayor parte, se sepa o no, robadas a los paganos)y por las imágenes del Mal de Canecillos y Coros, y busqué entre los bosques cercanos a Carrión las huellas de la afrenta a las hijas del Cid. En Burgos, cerca de donde empieza, por decir algo, la calle Santander, hay una estatua del Cid. Va a caballo, pero no sigue el modelo ecuestre de los reyes. Sigue algo que tiene que ver con el caminar. El caballo sólo eleva la pata derecha. Está presto a avanzar, se dirige hacia delante, pero no lo aparenta. Rodrigo Díaz está sobre las espuelas, ligeramente inclinado hacia atrás. No se precipita, no se lanza, espera, pero no espera sentado. La lanza, sin embargo, apunta hacia delante. Apunta, pero no se mueve. El de Vivar tiene presencia. Es grande. Incorruptible, invencible. Su fuerza reside en ese movimiento, en esa dirección que no va, sino que espera, en la firmeza del estar, del aposento, de la raíz, más que del avance. Eso es, exactamente, caminar: estar, apenas dirigirse. Es casi una mirada, una señal, un índice. Sin embargo, el rey le concede la posibilidad de tomarse la justicia por su mano ante los Condes, tras la afrenta. Y, si la memoria no me falla, él lo hace. Eso ya no es caminar, eso es perderse. El rey parece darle la legalidad que le niega al Alcalde de Zalamea. Aquel, un caballero, este, un campesino. La literatura; el espejo de todas las trampas humanas.
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