Existe, verdaderamente, el gallo de la mañana. Siempre había pensado que simbolizaba algo, que era una
imagen bella para el amanecer. Como un bing bang del día. Una especie de abanico, un trabajador de Helios y de Mercurio, quizá, quién sabe. pero nunca pensé que existiera, realmente, este gallo de la mañana. Porque ¿qué sentido puede tener dar el pistoletazo de salida a un día? ¿Dónde hacerlo comenzar, dónde establecer esas líneas con las que tanto nos gusta estropear el paisaje del ver, del pensar, del sentir? Pero estaba equivocado: el gallo existe. Creo que en verdad ese gallo no canta al amanecer, sino que lo grita, lo pide, lo desea, lo sueña, al fin. Creo que el gallo duda de lo que vendrá, no da por supuesto, y con mucha razón, un nuevo día, sino que cada vez que aparece tranquiliza su grito. Del mismo modo que deberíamos hacer nosotros. Sin suponer el regalo de la luz, los suelos que pisamos, los techos que nos protegen. Así callaríamos las alegrías en vez de gritar las desdichas. Aún sostiene el gallo este anhelo, y, solitario, nos salva recuperando también para nosotros el día. Lo supe en el Puente de Larrasoaña, mucho antes del amanecer, camino de Puente la Reina, con parte de la noche ya a mi espalda.miércoles, 17 de agosto de 2011
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