jueves, 25 de agosto de 2011
STO DOMINGO DE LA CALZADA
Se cuentan muchas cosas de este Santo, del mismo modo que se cuentan muchas cosas de muchas cosas. La leyenda de la gallina y del peregrino asesinado injustamente por una "femme fatale" medieval y despechada ocupa cada rincón de Sto Domingo y de esta maravillosa catedral de la que quisiera hablar. Pero, realmente, hay algo de lo que hablar, antes. Me pregunto por qué me emocionan a veces con fuerza estas Iglesias, estos templos. Y una de las inmensas razones es, sin duda, la narrativa. El cristianismo ha conseguido algo innegable: hacer de la literatura algo transformador. Fueron capaces de convertir su historia "sagrada", basada en leves hechos reales y tocadas por la varita de la ficción, en la base para dominar el mundo, hacer territorio y captar adeptos y donativos hasta llegar a hacer creer a medio mundo que tenían una verdad. No contentos con ello, nos hicieron creer que era la única. De la otra mitad del mundo ya se encargó la "santa" inquisición. Hicieron, pues, de la literatura, un negocio redondo y rentable, hasta poner sus propios Popes y sus propias reglas. El oso del madroño tuvo que ascender desde la tierra para tocar el árbol que era en realidad la Iglesia. Sus tentáculos llegaron hasta la Comunidad de Madrid, y suman y siguen. Esta capacidad, que luego adoptaron los americanos con igual eficacia, con "ejes del Mal", Housseines y Binladenes, es una virtud envidiable, y a mi, personalmente y de corazón, me emociona. Los milagros de Sto Domingo me llenan tanto como los personajes que quedan esculpidos en cada silla del coro. De uno en particular quisiera hablar. Hablaré como Orson Welles en Fake, mintiendo, inventando. Quisiera hablar de Jefer, medio hombre, medio anfibio, medio mono. Su padre nació en una familia humilde y enseguida quedó al servicio de la Iglesia. Ayudaba al padre superior en las tareas más silenciosas, hasta que aquel empezó a violarle. Instruido con certeza en la doctrina y en la palabra, pensó que aquello era injusto, y así lo hizo saber. El cura, también instruido en las doctrinas y en los métodos de la Iglesia, lo llevó a la "cueva de los anfibios", donde fue ultrajado en cuerpo y alma hasta convertirlo en un ser casi irreconocible. Consiguió, de todos modos escapar, y como por designio divino, conoció un amor que pensó que le redimiría. De él nació Jefer, como una quimera; mitad hombre, mitad anfibio, mitad mono. Nada más nacer lo condenaron a soportar el peso de su pasado, y aquellos brazos laterales del coro fueron sostenidos desde entonces por su espalda, y su cuerpo pequeño sirvió desde entonces de apoyo para los bostezos de esos seres que cantaban maravillas sagradas mientras ejercían los poderes podridos de las escrituras...
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