sábado, 3 de septiembre de 2011

LEÓN - HOSPITAL DE ÓRBIGO

 Muy de mañana salimos del Albergue de León hacia la magnífica Catedral. En el pórtico, vemos lo que nos espera en el Infierno. Por nuestras obras, nos meterán en una caldera hirviendo. Es el mensaje del cristianismo, heredado del Yahvé del Anatema; todo amor, todo compasión, todo hermandad. Un poco como Ratzinger, pero con menos sutileza. Y dentro, verdaderamente, Dios; un Dios diáfano, que es esta vez algo por llenar, luz. Más allá del triforio, un piso. De Levante, la luz de la mañana. De poniente, la de la tarde. En medio, un yo, iluminado por un Dios intangible, escurridizo, cambiante. Un Dios luz. Quizá aquí alcanzó el gótico el máximo en concepto de deidad, utilizando la arquitectura, y curiosamente, volviendo a conceptos absolutamente paganos, al Dios sol de todos los pueblos previos a Grecia y a Roma, el Dios sol del otro lado de Finisterre.
 Intento salir de León, ya solo, preguntándome si conseguiré mantenerme Malinowsky sin Pepe. Y lo que realmente me cuesta es salir de León. Consigo hacer una entrevista a un italiano que me fascina con su idea del silencio, a un francés que no tiene piedras que tirar, nada de lo que desprenderse, que viene caminando desde la Alsacia, ya va para tres meses, y que se llama, curiosamente, Pièrre. A dos ancianos que bordean el camino, un minero casi sordo, y una Tomasa que ya no puede andar ni desde su casa, pero que mantiene una sonrisa infinita.
 Las nubes de hoy me maravillan a media llanura, siempre amenazantes pero como dibujadas, como esculpidas. camino entre maizales por una especie de páramo, maravillándome por los pequeños girasoles aislados entre la paja cortada, como flores de otro mundo. Entrevisto a un par de gentes del lugar y llego a Hospital (después de cuarenta kilómetros, tras coger la variante que va por el monte), donde la casa parroquial es una maravilla, una casa con un patio precioso, del XVII, y donde el hospitalero tiene dos cosas que me maravillan habitualmente en este mundo: pasión e inteligencia. Le entrevisto frente a la cámara durante más de media hora, y, como un Mercurio, sus historias me atrapan, y sus propuestas, desde la iconografía de Santiago hasta las tablas de san Pedro de Fromista, hasta sus leyendas, como la de Don Suero, me embelesan. Después me voy a cenar el plato típico de Hospital; sopa de trucha; una sopa castellana sin huevo y con trucha. Un regalo gastronómico. Después, escribo un poco y me voy a dormir. Santiago está a dos pasos; algo así como doscientos cincuenta kilómetos...

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