Respondo a vuestras llamadas de preocupación, a las llamadas de atención de Pepe sobre este silencio informativo y al lindo mensaje de los que saben escuchar a Mahler, para intentar poner un orden momentáneo al devenir. Estoy en Melide, a 51 kilómetros de Santiago. Mi fé en llegar es ya casi absoluta. A media tarde, después de caminar hoy ya cerca de treinta kilómetros, sé que esta tarde me llevará a la falda de Santiago, para intentar alcanzarla mañana. En estos días, la falta de ordenadores, y el deseo de caminar con la última luz de la tarde me impidieron escribir, pero he de contar los hechos tal como fueron. desde el Acebo, aquel día, descendí hacia Molinaseca por la pendiente de piedras pensando en cómo la disfrutaría si tuviera una bici, pero en todo caso, bajando como una cabrilla hasta Ponferrada, que me horrorizó, quitando el cocido berciano y dos o tres detalles. Después, me tiré hacia Villafranca por entre los viñedos de Mencía y la última luz, la anaranjada, oyendo a un extraño pájaro cantar sólo dos notas, como dos golpes. En Villafranca, por primera vez, no encontré sitio. Decidí sentarme en la plaza con Steffano, a comer un pincho, antes de seguir. Eran las ocho. Saludé a Carl, que vive en Zurich, un tipo de dos metros al que había entrevistado dos días antes, y me dijo: "tengo una habitación doble en un hotel, paga el suplemento y quédate". Así que estas cosas mágicas tiene el camino, siempre hay sitio. Sólo hay que caminar tranquilo y esperar el regalo de St Jakob. Al día siguiente volamos subiendo el Cebreiro, hasta que encontré a Birgit, la danesa con la que había "contratado" ya una entrevista tres días antes. Después todo fue suave, el calor, la subida, Gloria poco antes de llegar a la cima. Y entonces todo fue rápido; un entrevista a Gloria y a un conflictólogo hablando de Dios como armonía con uno mismo y del camino como un negocio de curas, y después, a última hora de la tarde, cuando ya la luz se empurece, solo en pos del Cebreiro, la muerte. La verdadera. A un lado del camino, François se desplomó muerto unos cinco minutos antes de que yo llegará. No le dío tiempo a decir nada. Llegué el primero, y no comprendí cuando su amigo me dijo "Il est mort". Pero tomé pulsos inexistentes y comprobé la lividez del no retorno. Eso es certificar la muerte. Avisé al 112 y me quedé con aquel amigo incapaz de comprender hasta que la guardia civil y la ambulancia vinieron a cometer sus atropellos legales. Pero cuando vinieron no quise ver más, les dí el pesame a los amigos y seguí caminando. El Valle estaba en su esplendor. Me di cuenta de que el sol seguía bajando, embelleciéndolo todo, y decidí seguir caminando hasta que la luz decidiera irse, más como homenaje que como nada más. Arriba soplaba el viento, hacía frío. El sol siguió bajando. Desde arriba, vi el camino que le faltó hasta la cima, pero pude ver todo el valle, el verde, la luz, y no me imaginé una muerte mejor en ningún lugar mejor. Fue un regalo, el final. François quedaba allí, engullido por el monte, mientras su mujer llamaba a un marido que ya no oía. Habíamos oído el teléfono sonar y sonar. Allí estaba la verdadera tragedia. No me detuve en O Cebreiro. Seguí cayendo del otro lado del Valle hasta que la luz se fue. Quedaba una cama en Hospital de la Condesa. Me duché y me fui a dormir. A la mañana siguiente cojo con Steffano la desviación hacia Samos, donde los benedictinos tienen el Monasterio "vivo" más increíble. Decidí quedarme. Allí comprobé varias cosas: una, cómo la arquitectura fue capaz de utilizar la luz para adaptar el Monasterio al Ora, labora, come y bibliotequea. Alucinante. La luz siempre apuntando hacia el lugar en el que uno está a lo largo del día. A veces, la arquitectura nos enamora. Comprobé también, en la misa del Peregrino, que la vieja Iglesia se derrumba. Aquellos monjes vejestorios de cuerpo y alma se quedan solos en unas rutinas y en unas ideas que nadie sigue. Han perdido compañeros, han perdido fieles. Cantan desafinando. Es patético. Sólo una Iglesia con cataratas intelectuales y con todavía poderes económicos puede mantenerse así. Pero no tardará en caer. Está tan alejada del mundo y de la palabra de Jesús que da pena. Descubrí también, a un lado, un árbol centenario y una capilla prerománica formada en dos cajas. La mayor parece abrazar a la pequeña. Es una maternidad arquitectónica, un abrazo de amor. Precioso. Al día siguiente seguí caminando, bajo un calor de muerte, viendo despertarse al bosque de la mañana, viendo despedirse al bosque de la tarde. Atravesé el Minho con miedo a casi 40 grados centigrados y pasé Portomarín en pos de Santiago. Cuando cayó la noche alcancé Hospital de la Cruz, a unos ochenta kilómetros de Santiago. Comí un Pulpo maravilloso, escribí, y me fui a dormir, después de estirar y tratarme el pie, que hoy me ha dado "guerrilla". Pero esta mañana estuve bien, caminé con unos australianos del sureste bastantes kilómetros, y volvía encontrar a Xabier, al que no veía desde Sto Domingo. El paisaje en Galicia es indescriptible, pero en esta parte el camino es otra cosa. La vieja fraternidad ha desaparecido, los peregrinos son otra cosa, y esta senda adquiere un carácter mucho más comercial. Así que seguiré andando con la Luz, que es mucho más real y mucho más pagana que el Santo Compostelana. Quizá mañana alcance Santiago, quién lo puede saber...
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