lunes, 19 de agosto de 2013

IBÓN DE ANAYET

 A este valle sólo le sobra la toxicidad que Aramón deja en la montaña. Recuerdo, en todo caso, a Werner Herzog volviendo un año después al lugar en el que había rodado Fitzcarraldo. Parecía como si aquel lugar que esquilmaron para poder subir el barco hubiera vuelto a ser como era. El bosque cicatriza de manera poderosa. Y extraña. Porque en el propio color, en su propia imagen, el Valle de Tena rechaza las cadenas de Aramón, su parasitismo. Subimos despacito por la carretera hasta la trialera que nos va llevando junto al arroyo. Después de la paliza de ayer en la Vuelta del último Bucardo, hoy queríamos trotar suave, hacer más trialeras de bajada que de subida. Así que subimos a trozos; Getse se quedó con las ganas ayer de ver Bucardos… Vamos pegaditos al arroyo, por una sendita divertidísima. No noto las piernas cansadas después de la paliza de ayer. El cuerpo ha aprendido a recuperarse. El aprendizaje es sólo cuestión de "cómos". Llegamos arriba: un remanso, este Ibón. Como un circo en donde el silencio es el principal payaso, y en donde el gran domador o el gran trapecista es el Pico Anayet, que lo domina y lo empequeñece todo. Una vez acariciado el lago, no dudo: zapatillas fuera y al Ibón. Salgo y me digo que no es forma, ropa fuera y al Ibón. Getse hace lo mismo. Después, descalzos, rodeamos el lago por el borde, jugando a “a la mierda el asco” de Juanillo golondrina chapoteando con los pies descalzos en el lodazal, entre sanguijuelas, ranas, y las ciudades creadas para los pequeños seres marinos que habitan el lago. Y jugamos también a ser Pina Bausch sobre las piedras y entre el barro fangoso. Después, la gloria es el bocata de cecina en un sitio así, pensando en si mudar la casa al prado que deja el Ibón en el lateral. Me imagino que se podría vivir allí, cobijado por el Anayet. Decidimos no subir al vértice, para bajar de nuevo por al trialera, fingiendo volar sobre las piedras y las sendas y los saltos de agua, hasta que de nuevo la carretera y Aramón nos devuelven a la cruda realidad; en donde el orden que ponen los humanos resulta, en general, infinitamente más pobre.

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