Quizá la primera impresión que uno se lleva cuando termina su primera Maratón es que lo ha conseguido. Como si diera igual el qué por el sólo hecho de cruzar la meta. Hay algo en los últimos kilómetros que llama a la liberación de esa criatura que te inunda cuando llevas ya mas de treinta veces un kilómetro. Es una criatura que se te sube a la espalda y simplemente te grita en el alma que dejes de correr. Esta lucha contra el monstruo, al que llevas colgado como un peso muerto, se espanta cuando cruzas la línea maldita. La línea que rompe la maldición, sería mejor llamarla. Si has bajado de tres horas es aún mas liberador, porque esa extraña línea que crea la imaginación humana parece haberse convertido en una línea natural, como atravesar un mar, subir una montaña, saltar un precipicio... Pero claro, una vez que las pulsaciones bajan, queda una también extraña memoria de las cosas, que permite revivirlas (en la medida de lo posible) y repensarlas, para intentar comprender qué nos da, verdaderamente, la experiencia maratoniana. Porque si no hay otra cosa que esa línea temporal, estamos perdidos; no hay nada, al fín, sólo un vacío. En el fondo, aunque a veces el mundo nos confunda hasta el punto de que llegamos a creer algo así, no corremos por una marca, sino que buscamos experimentar un límite. "La experiencia del límite", como describían los poetas desde mitad del XIX. Vaya por delante que aquí cometo una falacia, porque en ese umbral, la experiencia es muy presente, y la memoria solo la revive trampeándola, cometiendo engaño. Arranqué con una cierta tristeza en la salida. Sabía que la tendinopatía de los ultimos tres meses, y sobre todo de las dos últimas semanas, en las que había dejado totalmente de correr, estaba viva, y no era un rival fácil. Estaba claro que me acompañaría hasta dondequiera que llegara. Sabía que el tendón estaba dañado, y que el dolor me podría hacer parar, probablemente temprano: me dió pena ya en el primer kilómetro al pasar bajo la "Sieger" del Tiergarten, porque la molestia me decía que no llegaría lejos, y esa emoción de los gritos iniciales del público, esa sensación de estar corriendo algo especial, esas primeras lágrimas que uno contiene por decoro, quedarían en una memoria incompleta de una carrera truncada. En el kilómetro dos estaba seguro de que abandonaría, pero en el tres la molestia empezó a mejorar y sólo una molestia en los talones, tan familiar que casi no consigo ni hacerla consciente, me acompañaría el resto del trayecto. A partir de ahí he de reconocer que la conciencia de las cosas fue muy plana, sabía que tenía que correr muy prudente si quería llegar y decidí correr a 4.15, cosa que me resultaba difícil, porque en cuanto perdía un poco la concentracion los pasos se acercaban mucho más a 4. A pesar de todo, ¡estaba en forma!. Iba fresquísimo, arropado por un público que nunca dejo de animar durante todo, y todo es todo, el trayecto. Quizá Berlín se vuelque en la Maratón por el día tan maravilloso de sol, o quizá en la conciencia colectiva la Maratón de Berlín signifique algo más desde aquellos días del 89. Pude darme cuenta de muy pocas cosas de la ciudad. Sólo al acercarme a "nuestro" barrio de Neuköln, donde sabía que me esperaban Getse, Maria, Heike y Pablo, levemente al pasar por Postdamer Platz, y en las referencias claras de Alexander Platz acercándonos a la puerta de Brademburgo. En el 27 iba aún fresquísimo y sorprendido, pero entonces las piernas empezaron a cargarse, no tanto por cansancio general, como por endurecimiento muscular. Sin embargo, a pesar de la progresiva dificultad, no me costaba seguir a 4.15. En el 33 empezó el dolor en el psoas y el bloqueo de la rodilla derecha, y ya me costaba dar los pasos. Habiendo pasado la media en 1.28.45 sabía que tenía margen para bajar de tres horas, pero no mucho. En el 34 ya empece a correr por encima de 4.20 y estaba decidido a entregarme, "tampoco era tan importante bajar de tres horas", cuando en el 38 volví a encontrar a mi Cla. Vi primero a Haike, que me sacó de una meditación interior de golpe, con un grito. Después María se sacó las lágrimas de la emoción que le estaba produciendo la carrera con una grito que parecía provenir del páncreas, de la médula misma de la pasión. Getse gritó "ya lo tienes", y eso lo cambió todo. Abandoné la pereza por un nuevo tramo de esfuerzo. Me agarré al "pace" de las tres horas y me mantuve en 4.10 hasta el 41, haciendo un esfuerzo más grande del que yo mismo podía imaginarme. Cuando pase por el 41 supe que de verdad ya lo tenía, y aún tuve fuerzas para correr por debajo de 4.05 este último kilómetro. Brademburgo quedó en una nebulosa a 177 pulsaciones por minuto. "¡2.59.45. Para las condiciones en las que estaba, super!". Pero, en qué se basa la capacidad de ir mas lejos, de ir más rápido, en qué se basa el"citius, altius, fortius",eso es lo importante. Las fuerzas están siempre ahí, pero de qué factores depende el que las uses o no, ese es el quid. En mi caso, sin los gritos del kilómetro 38, no hubiera bajado en ningún caso de tres horas. En ningún caso. Es como si ese pequeño logro fuera un logro común. Como si la extracción de las fuerzas fuera una labor de todos. Es por eso que comparto la foto. Ninguna otra lo merece más que esta, en la que estamos los cinco.
Pero la memoria nos habla de muchas otras cosas. Berlín se lleva un diez. ¿Pero son estas fiestas del correr un mercado? Lo son: el precio es desorbitado, y hay por todos lados formas mercantilistas: las fotos; antes, después, durante, los recuerdos; camiseta, equipacion oficial, feria de los días antes... el correr se aleja de su espacio natural, es absorbido por una explotación monetaria, convertida en un recuerdo comprable y no en una experiencia interior. La contradicción alcanza también al trato de las estrellas. Kimetto baja de 2.03. Es para mi en este momento el mejor deportista del planeta. Se lleva 150000 euros, lo que gana Ronaldo en dos días. Vergonzoso. Pero más vergonzoso es aún el trato. Los periódicos le preguntan que qué va a hacer con el dinero, una pregunta inimaginable en el día a día de los alemanes, en una entrevista a Ronaldo, a Nadal, a Federer, pero Kimetto es keniata, hay que dictarle desde un "occidentopocentrismo" vomitivo cómo debe saludar, qué debe hacer, y nos debe agradecer esa propina con respecto a lo que factura la propia carrera, porque en el país de la miseria podrá comprar casa, y su familia podrá vivir bien. Lamentable. Se le infantiliza. Un atleta enorme manejado por un mundo que se cree más inteligente. Queda la imagen de la civilizacion y "el salvaje". Pero un tío capaz de correr en menos de 2.03 no es un salvaje; es un genio. Los que le entrevistan, los que le contratan, los que le managerizan, los que hablan de él en este sentido, en ningún caso le llegan a la altura del betún. En ningún caso. Pero la dignidad humana está lejos de ser respetada por el otro. Kimetto sirve a Berlin para prolongar su mito, para aumentar su resonancia, para aumentar sus ingresos, para publicitarse. Pero no hay nada en Kimetto que tenga para Berlín interés desde el punto de vista humano. Es, en el sentido de la sutileza del hoy, la forma en la que se prolonga un colonialismo racial y cultural que funciona esta vez en forma de red, y que en realidad obvia las dificultades de los que viven con Kimetto, pero no son susceptibles de ser rentables para el sistema.
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