Aún me pregunto demasiadas cosas sobre la Transvulcania. Existe, en estos grandes acontecimientos, la misma dialéctica que se produce en “el campo”. La isla bonita es, para unos, el mito de lo natural, para otros, un clima perfecto, pero para los habitantes verdaderos de la Palma, los palmeros, es completamente otra cosa. Bares con hombres apostados a las puertas, un índice de población en paro altísimo, crudeza con lo animal (no quiero reproducir aquí las pequeñas historias que he oído sobre trato de podencos, de caballos, ni sobre el general abandono de los animales una vez que las condiciones económicas menguan). Ambas posturas son comprensibles y no difieren en absoluto de las que por toda la península se dan de forma habitual. Aquí una estructura primitiva, con los hombre apostados a las puertas de los bares, una cultura alimentaria “visiblemente” insalubre, y esa combinación del abandono con lo salvaje. Sin embargo, nobleza. Es la misma combinación que tiene la transvulcania. Esa parte maravillosa, en la que se combina el reto con lo natural, y esa masiva espectacularización de las cosas, en la que a más videntes más beneficios publicitarios. Muchos de nuestros males vienen por la idea de la competición, en cada rincón de nuestra vida diaria. Sin embargo una cierta idea competitiva es positiva, estimulante, deseable. Ay, Horacio, siempre con tu “mediocritas aurea” sobre nuestras cabezas. El equilibrio es difícil, porque ¿quién puede sostener el evento sin ayuda de los sponsors? ¿Cómo, aún así, pueden ser los premios tan insignificantes para la talla de los corredores? Sin duda, no sobra el soporte. Sin embargo, una vez superada la línea de lo sostenible empiezan las preguntas incómodas. La cantidad de corredores ha sido tal, que el evento activa “una” economía palmera, sin duda, pero ¿es al menos debatible el impacto ambiental? Sabemos que la movilización masiva es primitiva; lo vemos en el fútbol. Está basada en dos aspectos: la cantidad y el volumen. La cantidad crea la masa, la idea de Herder de la pertenencia ampliada. La idea de grupo, la protección. El volumen activa esa masa, la enloquece. ¿Pero tiene eso algo que ver con nuestra idea inicial, con las motivaciones profundas que nos hacen deambular por la montaña? ¿Con el silencio y la soledad que de verdad nos mueven cuando uno contra uno o uno con el otro nos movemos por estos maravillosos lugares, cuando dialogamos con el viento, con la lluvia, con el calor o con el frío, con la ceguera de las nubes o con la ceguera que produce el sol de frente? Ahora me siento a escribir frente a un inmenso platanal. Y hay calma, una gran calma. Una maravillosa calma. La vestimenta del gran grupo es lo que ya Wyoming llama “ir vestido de zafarrancho” ¿hace falta eso para correr, y más aún, para correr por “el monte”? De la Transvulcania me queda la emoción propia de haber podido correr dos carreras en tres días, con cierta intensidad, doce meses después de destrozarme el pie bajando de Peña Cenicientos como un animal. Doce meses casi sin poder correr. Eso es lo que más me alegra, el pie está casi bien, ahora podré correr de nuevo. Me quedan también la imagen de Luis, roto, llegando a meta, de Sage, la alegría de Zaid, las lágrimas de la francesa, la hermandad en carrera, el mar de nubes casi llegando al Pirigoyo, el amanecer en el faro, Marija madrugando para acercarme a los llanos. Pero me sobran decibelios, me sobran el exceso del material, otra camiseta para acumular sobre las anteriores, más polyester inútil, y otras pequeñas cosas, más mías. Pero estamos hablando, a pesar de todo, de un acontecimiento pequeño, no comparable con ninguno de los grandes eventos deportivos (o no deportivos) con los que convivimos habitualmente. No pretendo comparar la transvucania con ellos, ni demonizarla en absoluto. Una de las series de fotos que espero exponer pronto se llama “pensar las cosas”, sólo eso pretendo; pensar las cosas. Que la sorpresa no nos pille demasiado tarde. Mi experiencia en la TRV es positiva, en cuanto a organización y respeto. Pero tengo ganas de volver a subir yo solo por aquellos senderos, de volver a escuchar como en los días previos, cómo se mueven los lagartos entre las hojas a mi paso, oír de nuevo ladrar a los perros, al mar otra vez por encima de los micrófonos, quiero otra vez todo el viento contra mi, y el miedo de las alturas cuando no estás acompañado, quiero pararme de nuevo arriba en la torre del Time a hablar con Antonio y perderme de nuevo entre las chumberas. Quiero llegar al mar desde arriba y ser el cuadro de Friedrich. Esa pequeñez de lo individual frente a la grande, inmensa naturaleza. Como en las horas interminables de la ría bajo la araña de Bourgois, a la que Cremades le descubrió un nombre: Águeda. Ese nombre me recuerda el tamaño de las cosas frente a nuestra insignificancia. Pero al mismo tiempo, quiero volver a correr la transvulcania, ya, de nuevo. Quién sabe.
domingo, 8 de mayo de 2016
Aún me pregunto demasiadas cosas sobre la Transvulcania. Existe, en estos grandes acontecimientos, la misma dialéctica que se produce en “el campo”. La isla bonita es, para unos, el mito de lo natural, para otros, un clima perfecto, pero para los habitantes verdaderos de la Palma, los palmeros, es completamente otra cosa. Bares con hombres apostados a las puertas, un índice de población en paro altísimo, crudeza con lo animal (no quiero reproducir aquí las pequeñas historias que he oído sobre trato de podencos, de caballos, ni sobre el general abandono de los animales una vez que las condiciones económicas menguan). Ambas posturas son comprensibles y no difieren en absoluto de las que por toda la península se dan de forma habitual. Aquí una estructura primitiva, con los hombre apostados a las puertas de los bares, una cultura alimentaria “visiblemente” insalubre, y esa combinación del abandono con lo salvaje. Sin embargo, nobleza. Es la misma combinación que tiene la transvulcania. Esa parte maravillosa, en la que se combina el reto con lo natural, y esa masiva espectacularización de las cosas, en la que a más videntes más beneficios publicitarios. Muchos de nuestros males vienen por la idea de la competición, en cada rincón de nuestra vida diaria. Sin embargo una cierta idea competitiva es positiva, estimulante, deseable. Ay, Horacio, siempre con tu “mediocritas aurea” sobre nuestras cabezas. El equilibrio es difícil, porque ¿quién puede sostener el evento sin ayuda de los sponsors? ¿Cómo, aún así, pueden ser los premios tan insignificantes para la talla de los corredores? Sin duda, no sobra el soporte. Sin embargo, una vez superada la línea de lo sostenible empiezan las preguntas incómodas. La cantidad de corredores ha sido tal, que el evento activa “una” economía palmera, sin duda, pero ¿es al menos debatible el impacto ambiental? Sabemos que la movilización masiva es primitiva; lo vemos en el fútbol. Está basada en dos aspectos: la cantidad y el volumen. La cantidad crea la masa, la idea de Herder de la pertenencia ampliada. La idea de grupo, la protección. El volumen activa esa masa, la enloquece. ¿Pero tiene eso algo que ver con nuestra idea inicial, con las motivaciones profundas que nos hacen deambular por la montaña? ¿Con el silencio y la soledad que de verdad nos mueven cuando uno contra uno o uno con el otro nos movemos por estos maravillosos lugares, cuando dialogamos con el viento, con la lluvia, con el calor o con el frío, con la ceguera de las nubes o con la ceguera que produce el sol de frente? Ahora me siento a escribir frente a un inmenso platanal. Y hay calma, una gran calma. Una maravillosa calma. La vestimenta del gran grupo es lo que ya Wyoming llama “ir vestido de zafarrancho” ¿hace falta eso para correr, y más aún, para correr por “el monte”? De la Transvulcania me queda la emoción propia de haber podido correr dos carreras en tres días, con cierta intensidad, doce meses después de destrozarme el pie bajando de Peña Cenicientos como un animal. Doce meses casi sin poder correr. Eso es lo que más me alegra, el pie está casi bien, ahora podré correr de nuevo. Me quedan también la imagen de Luis, roto, llegando a meta, de Sage, la alegría de Zaid, las lágrimas de la francesa, la hermandad en carrera, el mar de nubes casi llegando al Pirigoyo, el amanecer en el faro, Marija madrugando para acercarme a los llanos. Pero me sobran decibelios, me sobran el exceso del material, otra camiseta para acumular sobre las anteriores, más polyester inútil, y otras pequeñas cosas, más mías. Pero estamos hablando, a pesar de todo, de un acontecimiento pequeño, no comparable con ninguno de los grandes eventos deportivos (o no deportivos) con los que convivimos habitualmente. No pretendo comparar la transvucania con ellos, ni demonizarla en absoluto. Una de las series de fotos que espero exponer pronto se llama “pensar las cosas”, sólo eso pretendo; pensar las cosas. Que la sorpresa no nos pille demasiado tarde. Mi experiencia en la TRV es positiva, en cuanto a organización y respeto. Pero tengo ganas de volver a subir yo solo por aquellos senderos, de volver a escuchar como en los días previos, cómo se mueven los lagartos entre las hojas a mi paso, oír de nuevo ladrar a los perros, al mar otra vez por encima de los micrófonos, quiero otra vez todo el viento contra mi, y el miedo de las alturas cuando no estás acompañado, quiero pararme de nuevo arriba en la torre del Time a hablar con Antonio y perderme de nuevo entre las chumberas. Quiero llegar al mar desde arriba y ser el cuadro de Friedrich. Esa pequeñez de lo individual frente a la grande, inmensa naturaleza. Como en las horas interminables de la ría bajo la araña de Bourgois, a la que Cremades le descubrió un nombre: Águeda. Ese nombre me recuerda el tamaño de las cosas frente a nuestra insignificancia. Pero al mismo tiempo, quiero volver a correr la transvulcania, ya, de nuevo. Quién sabe.
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