viernes, 25 de octubre de 2013

TOMANDO BERLÍN

La fotografía es una criatura misteriosa que uno lleva en la sangre, y que nada tiene que ver con disparadores o sensores lumínicos. Aparece sólo cuando las condiciones son misteriosamente favorables, o cuando uno se ha desprendido de determinados pensamientos que le permiten ver; es como si para poder tomar fotografías uno pudiera comulgar lo que piensa (o cómo lo piensa) y lo que ve. Esta vez, al llegar a Berlin, tenía tres horas antes de coger el tren a Osanbrück. Pensaba leer en la estación, pero algo ocre (el otoño) me sacó fuera. Estaba cerca de la Reichstag y de Bradenburg Tor, así que salí, abandonando mi maleta de vez en vez, para hacer caso a los designios de la Olympus XZ 1, un tesorito como cualquier otro. Al llegar a la Reichstag tuve la sensación de que por aquí pasaban, como tocando el aire, muchas de las decisiones que comprometían el destino de mis gentes cercanas. Quizá por eso empecé a pensar de otro modo, a pensar que el color de la naturaleza, el color del otoño, debería partir del hombre y volver a él. Pero el verdadero fruto del mundo, el mundo mismo, como siempre lo fue, está siendo arrebatado. Tanto en espacio, como en tiempo, como en fruto. El espacio, la vivienda, el tiempo, representado por una idea de libertad en la que juegan muchos componentes, y el fruto, representado por el propio pan, están siendo arrebatados en cantidades supremas a cada mayores cantidades de seres humano. Vi el gran árbol y me impresionó, rodeado por las paredes de la Reichstag. Pero entonces, sentí que la multitud se convertía en tronco, o el tronco en multitud, y vi brotar las hojas desde los propios seres que deambulaban ajenos a todo, bajo las hojas. Sentí que algo pasaba, y lo esperé. Entonces vino este chico, y se erigió en tronco. Cuando lo vi, supe que la metáfora valía la pena.


Árbol humano. Berlin, oct 2013.


Seguí caminando hacia ella, aun cuando la puerta de Bradenburgo me ha resultado siempre un lugar vacío. La vi en escorzo, desde el paso de cebra, como un copete a los ciudadanos. Tuve la sensación de que aquella puerta vivía, por primera vez. Y el paso de cebra me ayudó. Una pareja se paró de frente, al otro lado. Él me miró. De repente sentí que representaban la imagen nueva del matrimonio Arnolfini, el cuadro de Van Eyck. Y disparé. En el cuadro, ella baja la cabeza. En la imagen ella no mira a la cámara. En el cuadro, está la solemnidad sagrada, el registro, el pintor como notario, en el decir de Gombrich. En la imagen, los caminantes son los elevados, los príncipes, los sublimes. Una espera frente a un paso de peatones como el momento de la consagración matrimonial. En la imagen de Van Eyck, el poder se representa por la permanencia. En la imagen, por un juego de jerarquías. Mientras todos miran hacia la puerta de Bradenburgo, yo me intereso por lo que late, por la vida presente. Antes los hombres de hoy que los símbolos de cualquier otro tiempo. Una pareja común, a través de la asociación con el cuadro, se eleva a la categoría inmortal. Como Velázquez, el cuadro se amplía, más allá de la imagen está el espacio hacia el que el personaje mira. Ahí estoy yo, o más bien mi mirada, quitando las malas hierbas de la inercia que nos lleva a Bradenburg Tör. De algún modo, no necesito fotografiarme junto a ella. Es el personaje el que me mantiene vivo, en actitud acechante, buscando el "momento decisivo". En él, se busca una constatación de un momento finito, efímero, y no solemne, convertido en todo esto. Bradenburgo, la historia, desmerece. Vale más el momento vital de una pareja, que la memoria de las piedras. Después me crucé con ellos. Había convertido su espera en algo grande, y así parecieron decírmelo...




  Hacía frío por primera vez (o yo lo tenía, resfriado como estaba). Los gorriones estaban hambrientos, también en Alemania. Me senté a comer una pera y un bocadillo, como un nómada, debajo de unos ventanales. No eran unos ventanales cualquiera. Por encima de ellos, una cámara vigilaba, como un ojo, el transcurrir de los hombres. Era el ojo alemán, mirando en la única dirección de Bradenburg Tor. En las ventanas, el reflejo de la bandera era llamativo. Hacía aire, así que se elevaba al viento. ¿Hacía donde mira Alemania?, me pregunté. Vi que era, en todo caso, en dirección contraria. Y tomé la foto.


Luego volví, lentamente, a la estación. Muy cerca de estos lares, la Bauhaus profesionalizó el Arte. Permitió que elementos abstractos formaran parte de un discurso intelectual, que podría llegar a ser humano, e, incluso, como se encargaron de demostrar los constructivistas, participar de la vida "real".
Pintamos líneas en el suelo como objetos pragmáticos y adoramos imágenes como íconos modernos de un pensamiento de igual modo iconoclasta que el pensamiento que desplaza. Nuestra adoración debe cambiar, nuestras líneas confundirse. En la prolongación, diluir, en la prolongación ampliar. Bajo el objetivo al ras y tiro la foto. Sin duda mi mirada no se detiene, sino que enseguida abandona la cúpula de Alexander Platz, y, ansiosa de cielo, sueña otros raíles por donde seguir deslizándose...





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