miércoles, 20 de octubre de 2010

EL PARQUE DEL CAPRICHO




He vuelto al Parque del Capricho. Este caprichito de la Duquesa de Osuna, del siglo XVIII, es también suerte y orgullo para Madrid. Pasear por el Parque es como viajar por los arrebatos de Maria Antonieta y Fernando VII, pero es también pasear por los deseos de aquella época del triunvirato romano, cuando ya los hombres buscaban en el Locus Amoenus una salida de la ciudad. Es además como bajar a las ensoñaciones de Kurosawa, cuando ya el Otoño deja en el huerto de juguete esas enormes calabazas, cuyos tamaños, reales, nos hacen confundir la realidad y el sueño. Pero es también como querer ser el Manckievicz de la huella, y un poco, casi, Werther, por entre los "salvajes" y espesos caminos del parque. Para eso está, además, Dioniso, el vigilante de la desmesura, el guardian de las pasiones, ese que borra la aburrida línea del orden de los hombres con los hombres. Hasta Goethe se había atrevido a dibujar brujas y noches y muertes y vidas en la frondosa maravilla del "unheimlich" bosque. Esa sombra es la que guarda Dioniso, esas sombras son las que mantiene el Capricho. Y, como tomando forma de todo eso, el cisne negro dibuja en el agua la sombra de Mefisto. Si no es el cisne el propio maravilloso demonio, que baje Dios y cierre el parque. Que baje Dios y cierre el Capricho, la sombra, el misterio, que baje Dios y ponga barrotes entre nosotros y nuestra imaginación.

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