domingo, 15 de octubre de 2017
ODIAR A SIDDHARTA
Mi
rechazo a Hesse hunde sus raíces en la adolescencia, cuando mis compañeros de
Instituto, que leían algo muy de vez en vez (y supongo que por conseguir
adscripciones femeninas más que por interés) me insistían con tonito
evangelizador y espíritu iluminado que “tenía” que leer Siddharta y Demian. Yo
interpretaba (porque ellos lo sugerían así) que habían tocado cierto espacio
que aún estaba vetado o cerrado a mí, y que aquellas lecturas les habían, en
verdad, iluminado. En mi escepticismo, o a pesar de él, leí “Demian”. Y sólo
encontré un libro pobre, de proposiciones azucaradas y algo de una blandura
insignificante, pueril. Me sentí engañado e idiota por haberme dejado inducir,
pero me sirvió para generar un personaje maravilloso, capaz de rechazar de
forma visceral a Hesse, al que decidí encarnar, curiosamente, en Sidharta, que no había leído. En
realidad en ese rechazo estaba el rechazo a esa corriente de iluminados que en su supuesto despertar caminan con el
bombillo de sus destellos proyectando en los demás un mundo de sombras creados
por su luminaria. Es el mismo comportamiento que el del adolescente que
descubre el amor, y sabe, a ciencia cierta, que en el devenir del mundo nadie ha
podido sentir nada parecido a lo que él acaba de descubrir. Algo que le eleva
por encima del resto de los mortales a espacios inefables, antes no-tocados, no-hallados,
no-hollados. En su defensa de ese espacio, existe también una necesidad de
proyectar y de que otros entren en el espacio sagrado, para que lo vean, para
que vean de qué mieles ha bebido. El espacio se convierte, casi, en cuerpo, en
verdad, en doctrina. Y es todo eso lo que se encarna en Hesse, no Hesse mismo.
Mi rechazo visceral ha sido tal que Lorenzo, al pensar en una palabra que me
defina, dice: “Siddharta”. Uno está tanto en lo que le apasiona como en lo que
rechaza. Así que se ha presentado con el libro, con el libro físico, por si lo
quería leer. Supongo que para darme la oportunidad de rechazar con rigor. Ya
que yo nunca he negado que mi odio a Siddharta era infundado. En realidad, no
lo había leído. Y aquí estoy yo, con todo mi escepticismo, con el libro leído.
He descubierto en Siddharta algo que
no esperaba encontrar. No a un hombre iluminado sino alguien que rechaza las
doctrinas, los dogmas de fe, las enseñanzas ajenas, muy alejado de una beatitud
placentera, sino más bien un hombre asediado tanto por sus incapacidades como
por su propia personalidad, alguien incapaz de predicar y sólo capaz de encontrar
una sabiduría propia, no transmitible. ¿Cómo es posible entonces que este libro
haya servido a sus atentos lectores para transmitir sabiduría, para encontrar
iluminación, para sugerir o promover la sabiduría del otro, para instar a la
meditación al prójimo, para sugerir “un” camino, o para cualquier otra cosa,
cuando es un libro que parece sugerir todo lo contrario; la observación, el
silencio, la libertad para que cada uno se deje llevar por los senderos
propios, hasta el error (entendido de manera individual) como camino? ¡¿Cómo,
digo en voz alta, cómo?! Me sorprende cómo los humanos tienden a decirles a los
demás lo que tiene que hacer, lo que deberían hacer, o incluso lo que les
vendría bien hacer. Pero que Siddharta se
haya convertido, al menos en el entorno que yo viví, en la bandera de todo eso,
se ha convertido desde hace unas horas, en un gran puzzle de un solo color.
martes, 16 de mayo de 2017
DÍA 5
Los monjes lo sabían casi todo, pero les faltaba
Sameirás. Sé que tengo que subir tranquilo porque no sé exactamente a cuanto
está Sto Estevo. Voy sin desayunar, pero llevo los mágicos higos secos de
Cirilo y arándanos deshidaratados. En la parte alta, que es una especie de alto
llano que no deja de subir, están las mamoas de Moura, son monumentos
megalíticos que se me confunden con formas naturales. A cada tramo, un
cartel indica el nombre de una piedra; su forma nos recuerda a otra cosa. Es
esta forma de imaginación la que hemos ido perdiendo; las metáforas, fruto de
la imaginación, de la desautomatización, de la recontextualización, van
desapareciendo sibilinamente de nuestro mundo. “Ya”, diréis, “no están
desapareciendo, es una exageración”. El viejo mito de cualquier mundo pasado
fue mejor. La metáfora es una forma de supervivencia innecesaria hoy. Para el
que vive en la naturaleza, una nube, una piedra, un tronco seco, le recuerda a
un pájaro, a una manzana, a un jabalí. Son imágenes casi antropológicas cuya
forma estructura la anagnórisis, el reconocimiento. Hoy, no reconocer al pájaro
ni a la manzana ni al jabalí no nos impide sobrevivir, pero limita la transferencia de mundos y nos reduce a este nuestro, literal, en el que una
vaso es un vaso y un plato es un plato. En este aburrimiento supino de las
cosas unifuncionales y prácticas, me imagino que uno necesita el fútbol, la
cocaína, o dar rienda al ansia de la codicia. Pero hay lugares, como este de
Moura, que son como el amanecer de Borges, lugares como instantes que mantienen el mundo, que evitan que cuando uno se quite la zapatilla y quiera meter el pie
en un agua que no sea el de la bañera; el de un río, con sus pececillos, fangos,
arenillas y oscuridades, no se le contraiga el gesto y le aparezca un signo de inquietud
y asco. Y desde Mouras, el acceso sobre las piedras resbaladizas del robledal,
llenas de musgo, serpenteando por un pequeño cortado en el interior del bosque,
ya nos dice algo: de nuevo, los monjes de Sto Estevo lo sabían todo. Los dos
claustros renacentistas a esta hora de la mañana, después de una hora y media
corriendo por la montaña y aún sin que se hayan abierto las puertas del
desayuno (son aún las ocho y media), me recuerdan algunas de las reglas
benedictinas, y algo más: que me queda exactamente el mismo tiempo camino
arriba y camino abajo, hasta que, en torno a las diez, me siente a desayunar en
“el remanso de los patos”, con las patas de palo. Como un pirata que recién
vuelve de otros mundos; del mundo de las formas y del mundo del tiempo. Un
tiempo el que prima la envidia de los claustros y los lugares silenciosos. Una
envidia imposible, porque ya hemos sido expulsados de aquel paraíso. Pero hay algo
peor; la ansiedad de envolver en una única luna de miel, todo lo que supuestamente
soñábamos. Por eso nos quedamos en la terraza del remanso bebiendo cerveza
tranquilamente, al sol, escribiendo estas líneas, antes de salir rumbo a
Ribadavia a visitar Sameirás; la bodega. Antonio Cajide nos había regalado vino
para la primera exposición de “Paraíso Perdido”. Y sus tintos fueron humus para
una larga discusión sobre Celan en Función lenguaje. Pero ahora nos enseña,
entre historias y anécdotas, la clave: el viñedo. La forma de caer la tierra,
la profundidad y la forma de revolver el abono, la distancia entre viñas, la
forma de entrelazarlas a la guías, la limpieza de la tierra, los injertos de
meses y meses, la forma de enfrentar la hierba y la helada, y sobre todas las
cosas, creo, la autocrítica. Después de dos horas con Antonio salimos hinchados
de uva, y, decidimos irnos a Entreríos (¡¡como
Mesopotamia!!), ya pegado a la costa, en Pobra de Caraminhal.
lunes, 15 de mayo de 2017
Día 4
Vagar como una buena costumbre. Quizá habría que
acostumbrarse a esto. Nadie dijo que hubiera que ver o que hacer. Podría
haberse dicho que bastaba con salir, con asomarse. Podría haberse dicho que no
hacía falta siquiera salir. Podría no haberse dicho nada. Así salimos en
dirección al cañón del Mao. No hacia el cañón, sino en dirección del cañón. En
uno de los pueblos vemos que hay un mirador, dejamos el coche junto al
cementerio y bajamos y bajamos. Una serpiente pequeña descansa sobre la hoja de
un helecho, a centímetros de donde pasamos, tomando el sol. No se inmuta, pero
no estará a la vuelta en el mundo de los cautos. Del mirador nunca supimos.
Después, más adelante, en una aldea llamada Vilouxe, vemos casas abandonadas, o
estados de casas en los que se ha detenido el tiempo, como si las cosas
mantuvieran su hálito en la función y el movimiento para el que fueron hechos.
Me explico: en su último día, un abuelito preparó el desayuno, dejó la tetera
frente a la ventana, la cesta sobre la encimera y se fue. Quizá cayó o le
sorprendió la muerte cuando se disponía a enfrentar la humedad de ese día. Con
suerte, se ocuparon de él con cariño, culpa y tristeza. Hoy, frente a la
ventana, la tetera está en el mismo lugar en el que la dejó aquella mañana.
Unos metros más abajo el codo del Sil; una de las vistas más impresionantes del
mundo. Pero estamos en el día del vagar y seguimos, hasta Parada de Sil. Es
casi hora de comer, así que comemos. Comemos pote y secreto y, por suerte, flan
de café!! Aquí se da la escena comentada más arriba. El hombre nos amenaza con
la ruta de la ermita de Sta Cristina y Kilian le contesta lo del Everest. Por
cierto, cuando escribo esto Kilian acaba de subir al Everest; solo, sin oxígeno
y sin cuerdas fijas, en 26 horas. Para nosotros, espectadores, es espectacular,
para Herzog, o sin cierta razón, un signo de la decadencia de este mundo.
Decidimos llegar a la Ermita de Sta Cristina; atajamos con el coche y nos
dejamos el último tramo, una estrecha senda que baja de golpe, para acceder a
Sta Cristina. Allí, solos, rodeados de bosque, nos damos cuenta de las grandes
sabidurías de estos afortunados monjes: a saber, el silencio, la naturaleza, y
la luminosidad. Si nos damos cuenta merodeando por entre la ermita y el
monasterio más aún nos damos cuenta al llegar de golpe hasta el lugar un autobús
escolar cargado de adolescentes escupidos a la escalinata de acceso. El lugar
retumba de ruido, de gritos, y las paredes tiemblan, contaminadas. Es tentador
culpar a las hormonas de una traición así, pero este es un pensamiento facilón.
No son las hormonas.
En el cañón del Mao
la pasarela nos lleva hasta un recodo que busca el Sil, como una inmensa
piscina redonda. Como es Mayo y aquí no hay nadie, nos bañamos, antes de seguir
caminando por las viñas situadas a media ladera. En la lejanía, suenan
explosiones. “Es para alejar al jabalí de las viñas”, nos dice una mujer que
lava la ropa a mano contra la piedra, mientras alrededor todos los gatos están
enfermos, los gallos roncos y sólo los pájaros la envuelven, sola, ocupada en la
tarea. Como furtivos que creen estar cazando una especie en peligro de
extinción o una estampa de otro tiempo, la grabamos rodeada por el sonido de
los pájaros, el canto del gallo, y su sospecha. A punto de anochecer, subo de
nuevo hasta la cumbre de la Mouras, en seis tandas de dos minutos fuertes.
Arriba, me imagino ya el día de mañana, intentando alcanzar Sto Estevo antes de
desayunar. Por fin, por la noche, terminamos “Hombres felices”. “Felices”, dice Herzog, y quiere decir alejados de
burocracias, horarios convencionales o entramados humanos. Aunque la idea es
completamente insuficiente, se agradece la dialéctica. Con la luz del día, y no
bajo horarios, intentaré llegar a Sto Estevo.
domingo, 14 de mayo de 2017
DÍA 3
Hay un lugar que dicen Agua caída, cerca de una aldea
llamada Marce. Es una gran caída de agua, una catarata, escondida en el bosque,
abajo, pegada al cañón del río. Para llegar nos cruzamos con un par de hombres
mayores que acuden a la sobreinterpretación, como suele suceder con los
humanos: “se puede bajar, con cuidado pero se puede bajar, lo difícil es subir,
pero con paciencia yo creo que podréis”. Interpretan una debilidad que se nos
supone, como cuando el otro día, en Parada do Sil, el hombre que comía con
nosotros nos amenazó: “ para llegar a la Ermita de Sta Cristina, los que andan
mucho, pero mucho mucho, pueden llegar en 4 horas; así que echadle seis”. Luego
en el coche se nos ocurre una escena divertida. Kilian está comiendo en nuestro
sitio y le contesta: “pues yo me subo al Everest y bajo en 23 horas, casi en
zapatillas”. Cada vez estoy más a favor de Susan Sontag y más en contra de la
interpretación. Volvemos sobre nuestros pasos y cogemos un Pr que va todo el
rato pegado al río, que parece ser parte de la ruta de la ribera sacra.
Atravesamos viñedos y viñedos dispuestos en terrazas siempre viendo el cañón
del Sil.
Sólo hacemos dos pausas, bajo dos cerezos; el primero lo dejamos
temblando, a punto, decimos en broma, de ponernos malos por exceso de cerezas. “Qué
bueno sería poder comer en un día o dos todas la cerezas del año”. En el
segundo llenamos nuestro recipiente para el futuro. Pero el deseo es ciego y
poco práctico. Las cerezas alejadas del cerezo serán pasto de los gusanos.
Cuando llegamos de nuevo a Marce ya no tenemos ganas de seguir andando, sino de
sentarnos a tomar café. Preguntamos en el portal de una casa y nos dicen que la
semana que viene montarán un lugar para tomar café, que hemos llegado pronto.
Pero entonces sale Eva y le preguntamos que donde podríamos tomar uno, cerca.”
¿Qué queréis, café? Pues yo os hago uno, si por un café no voy quedarme
empenhada” . Pero Eva no trae sólo café, trae también una tarta de almendras
hecha por ella, pastel de coco y tarta de Santiago. Abajo, junto a nosotros,
está el perro, el que nos ladró al llegar seguramente para avisar a Eva de que
venía gente que necesitaba un café. Enfrente, un rosal precioso, junto a un
pequeño muro. Eva se lleva las manos a la cabeza: “¿en la Penalva, estáis en la
Penalva?. Pero si aquí en Ferreira hay un hotel muy bueno, con termas, y además
son fiestas. Pero en la Penalva, en la Penalva!”. Se encoge de hombros y nos
insiste que vayamos a las fiestas de Ferreira. No sabe, ni nunca sabrá, que
para nosotros tiene más valor este café y esta tarta de almendras, hechos de
generosidad, de confianza, y seguramente con las tradiciones familiares, que la
escena que vemos en Ferreira al pasar a coger gasolina: casetas medio puestas
con caseteros borrachos; el abandono total. Así que nos volvemos a la Penalva,
y nada más llegar vuelvo de nuevo por los senderos monte arriba, hasta Moura,
dando palmadas al jabalí para que hoy me escuche llegar con tiempo y nos
evitemos los dos el susto del atardecer. Cenamos de muerte y volvemos a
intentar ver “Hombres felices”, de Herzog. Es extraordinario cómo se confunden
y retroalimentan esas escenas con las nuestras, en qué medida las imágenes y
las ideas de Herzog arrojan marcos para nuestro camino diario. El cazador
siberiano, con su dura rutina diaria, dice Herzog, “es el único testigo de la
belleza de la naturaleza”. El cazador comenta que hay algo en lo que todos los
cazadores estarían de acuerdo: “la codicia es el peor de los vicios del
cazador”. Alejados de burocracias y civilizaciones, el cazador gravita entre
los dos polos básicos de la existencia: formar parte de la naturaleza, y
alejarse de la codicia. Es lo que domesticado se denomina ahora
“sostenibilidad”; algo que no puede ser un cartel de marketing, sino una
sabiduría básica.
sábado, 13 de mayo de 2017
DÍA 2
El primer paso es
siempre el más importante, porque define la dirección. Porque ahuyenta destinos
autoimpuestos que habíamos pensado que eran para nosotros y que no representan
otra cosa que el vértigo que nos empuja, el miedo a no ser. En un proceso de
limpia, nos dirigimos por la carretera de la Coruña, en nuestro flamante Clio
de dieciséis años, en pos del cañón del Sil. Y empiezan los gestos rutinarios que
nos maravillan; escuchar la Ser, en la que nos falta Pepa Bueno para ser la hostia,
las cabezadillas de Getse, las tortillas de patata “mu regulares” de los bares
de carretera, y, al final, una cierta ansiedad para ver el Nadal-Djokovic de
las semis de Madrid. No es sólo el tenis, es esa cosa del cambio de rol.
Después de tres años sin ganar a Djokovic, Nadal no le da opción. Esa movilidad
de estar arriba y estar abajo (como en la canción de Pavel Urkiza) me atrae. A
veces esa posición es el resultado de una habilidad que viene y va, pero que
nunca será eterna. Otras, proviene de una lugar inefable que lo fortalece todo.
Las más de las veces viene de la representación de un rol, de una fortaleza
ficticia, de una convención lábil. Y es bajo la capa de la fortaleza falsa
donde los humanos claudican siempre. Aprovechan el traje para demostrar una
fuerza que no es suya. Mi experiencia reciente en el examen de Barcelona es una
prueba clara. Es la debilidad del ignorante, del vulgar, del soberbio la que te
marca la cara. Penalva está escondida en la ladera del Miño, muy cerquita de
Ourense. Galicia representa para nosotros ahora y hoy el paraíso, más que Hawai,
una playa del Caribe, o una isla. En cada piedra, en cada árbol, gruta,
esquina, pieza, o caída de agua, hay un nombre. Y ese nombre es el alma de las
cosas, ese nombre es el alma del mundo entero. Arrancamos camino arriba desde
Penalva hacia Ferreirua para reconocer la entrada al paraíso más cercano, y nos
metemos monte arriba. Un bosque de roble y castaño, en el que el musgo va
decorándolo todo, envuelve las piedras. A media ladera decidimos volver, por no
perdernos. Pero ya abajo sigo la más voluntariosa de todas las rutinas. Llegar,
cambiarme, y volver de nuevo a recorrer el camino, ladera arriba, pero
corriendo. Subo como una moto y consigo llegar a “una” cumbre; es una aldea
llamada Vilaxusa que los vecinos de abajo conocen como Moura. Me asomo al
cementerio y bajo de nuevo como una moto. Un jabalí negro enorme me escucha
llegar de repente, y desparece por el bosque destrozando las ramas. Es mi
primer día de casado y se nota la ligereza de las piernas. Pero es sobre todo
el flow mental lo que me llena, después de un día espeso de coche. ¿Cómo puede
descansarme y animarme tanto un paliza como esta, después de no dejar de correr
cuesta arriba en 25 minutos y no dar ni un paso andando? Cenamos con gusto; las
carrilleras al vino, bien cocinadas, le hacen perder esa desagradable
gelatinosidad. Hay cerveza artesanal y también peras al vino. En la alcoba de
los recién casados espera “Happy men, un día en la Taiga” de Herzog. Hemos
caído rendidos a mitad de película las dos últimas noches y está no será
diferente. Vivir cansa, tomar decisiones y dirigirte hacia el otro lado de
donde no quieres cansa. Y el sueño nos lo agradece. En una bolsa de tela con
rayas azueles y negras llevamos un manojo de libros. Lo llamamos “la
biblioteca”. Es ella la que nos echa de menos, en días así.
viernes, 12 de mayo de 2017
DÍA 1
Los acontecimientos
se suceden muy rápidos. Ayer, recién llegados a la Junta de Retiro, aparece
Carmena, y, como en los cuentos de Atxaga, mientras nos hacemos una foto con
ella le digo al oído algo que posiblemente no sepa; que le habíamos pedido de
forma oficial que nos casara, con un alto componente literario: “hacer de los
rincones de la ciudad nuestros verdaderos altares”. Se encandila con la novia
repitiendo que qué guapa que qué guapa, que qué guapa, hasta tres veces. En el
novio no aprecia bondades, aunque de forma indirecta, aprecia buen ojo. Después
nos casa Nacho Murgui, el amigo de todos nuestros amigos, y sucede la
maravilla, escondida para el ciego: obligado por el protocolo lee cada uno de
los puntos formales, y entre todos, nosotros interrumpiéndole y él abriendo
paréntesis, comentamos cada epígrafe. Todo es como en una reunión de amigos. El
rito, los roles, no desaparecen, pero aún permanecen las personas. En eso hemos
alcanzado una gran altura, permanecer dentro del personaje que jugamos en la
función momentánea sin desaparecer. “Los contrayentes asumen igualdad de responsabilidades
en el cuidado de ascendentes y descendientes, así como en la tareas del hogar”.
“Aquí yo suelo mirar al chico”, dice Murgui, “y veo como el peso de la bóveda
celeste parece debilitar la decisión de casarse”. “Qué bueno sería que todo se
cumpliera”, añade. Pero en su ironía, en su humor, está también un deseo,
vestido de gala para el camino. Nos rodean todos los padres, los cuatro, y eso
lo equilibra todo. Pero hay más; está Pepe, la mirada capaz de ver la belleza
de esa espontaneidad exenta de pompa, de esa alegría en la sencillez, alguien
capaz de ver esa invisible perla que vamos encontrando, al despojar de toda
falsedad a las cosas, al moldearla a nuestra manera, común, en cada gesto. Como
en la antigüedad, Pepe representa al Fauno, ese habitante del bosque que parece
no pertenecer a los códigos de los hombres, pero que como el arlequín o el
ciego, lo ve todo.
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